Sé que no es su tesis doctoral, que se trata sólo de una columna y debe ser sintético, pero de todos modos Carlos Loret se pasó de lanza con el simplismo en su análisis a Twitter (“Historias de reportero”, El Universal, jueves 18 de diciembre de 2014). Para empezar, no dice nada nuevo a quienes tienen tres centímetros de convivencia con las redes sociales (en este momento, casi todos los que usamos internet). Es pues una sarta de lugares comunes en la que procura demostrar que es fácil esparcir mentiras impunes en esa red. Caray, qué novedad.
Comienza
con una estrategia adecuada: cita ejemplos de mentiras flagrantes diseminadas
en Twitter: “Ban Ki-moon exige la renuncia de Peña Nieto, científicos de la
NASA dicen que ADN del normalista identificado en Innsbruck fue sustituido, (…)
aquí está la foto de los chavos de Ayotzinapa tendidos en el suelo”. Luego de esto,
reflexiona sobre el rumor que, “lo saben los políticos desde la antigüedad, es
un arma poderosa”, “se esparce y causa daño”. De inmediato llega a una primera
conclusión: “En la era digital, los profesionales del rumor han encontrado su
mina de oro en las redes sociales”. Me detengo aquí, en la última afirmación, y
planteo algunas preguntas: ¿de veras cree Loret que los “profesionales del
rumor” han encontrado una “mina de oro”? Si lo señala así, categóricamente, ¿por
qué no aclara quiénes son los “profesionales del rumor”? Luego de definirlos,
¿por qué no ofrece una descripción más minuciosa sobre la “mina de oro”, el
desglose de, al menos, algunas cifras relacionadas con las ganancias de esos
misteriosos “profesionales”? Y ya entrados en materia, ¿puede asegurar Loret
que las ganancias, si las hay, de un rumorólogo en Twitter son equivalentes a
las ganancias que pueden obtenerse con un rumor (o cualquier matiz informativo
o el simple silencio) en horario triple A de televisión abierta? ¿Dónde estará
pues la “mina de oro”?
Mientras
avanza en su aparentemente equilibrada reflexión, Loret va dejando ver lo que en
realidad defiende. Dice que la política en las redes sociales es articulada por
“individuos que quieren participar y son espontáneos de una causa, pero también
ejércitos pagados de rumorólogos”. Otra vez, dado que la afirmación es taxativa
y no tiene siquiera un precavido adverbio de duda, se imponen algunas
preguntas: ¿quién paga esos “ejércitos” de bots?,
¿son auspiciados sólo por sponsors de
la oposición al régimen?; si no es así, ¿por qué en sus ejemplos de rumores
(Ban Ki-moon, NASA, Ayotzinapa) no hay uno que parezca echado a andar por el
gobierno? Sin querer queriendo (recuerden que el conductor de 1:N es devoto de San
Chéspiro de los Barriles), en su crítica al destemplado y canallesco mundillo
de las redes insinúa que la rumorología profesional (el jale de bot) sólo puede ubicarse en la oposición.
“Muy
pronto la aparente inocencia de Twitter y Facebook, las más populares, se fue
derrumbando para los más analíticos y observadores. Pero ante la masa, su poder
positivo, democrático, de participación libre sigue intacto… y también su poder
desinformador”, apunta, y por supuesto podemos deducir que sólo los medios
tradicionales —la tele en primer término, de donde seguro salen “los más
analíticos y observadores”—, no han perdido el monopolio de la pureza
informativa y son y seguirán siendo benéficos para “la masa”.
Es
fácil “Creer que la verdad o, peor aún, que la realidad está en Twitter”,
agrega. Y sigo preguntando: ¿es fácil para quién?, ¿para los usuarios
habituales de internet o para quienes sólo se han formado una idea de la
verdad/realidad mediante la inmaculada televisión?
Al
final, ya en plan buenísima onda, recomienda “vacunas contra las mentiras
virales” a los obsesos de las redes. Tiene razón. Sólo añadiré que esas
“vacunas” también deben ser inoculadas, principalmente y en muy altas dosis, a
los usuarios de la mina de oro conocida asimismo como televisión abierta.