La situación era simétrica, exactamente igual, aunque en
otro nivel. Aquella fue la serie de penales entre Uruguay y Ghana en el mundial
sudafricano; ésta, una definición en tiros de pena máxima sobre una cancha sin
césped de la Deportiva Municipal. Pedro Martínez tenía en sus botines el gol
definitivo, el que dejaría eliminados a los jugadores de Transportes Cerro S.A.
Como Ghana, ellos habían fallado un penal en el último minuto del tiempo
reglamentario, y como Uruguay, el pénalty había sido propiciado por una flagrante
mano en la raya. Pedro recordó esas simetrías, fue como un relámpago. Estaban
ya, pues, en la tanda de penales, y a Pedro le tocó el último, el definitivo; pidió el balón, lo colocó y supo que debía picarla, lanzar un disparo a lo
Panenka, como procedió el Loco Abreu. Y así lo hizo. Tomó algunos metros, picó leve
el balón y vio que se fue lento, lentísimo al pecho y las manos del portero. Unos
segundos antes, también como un
relámpago, todos —el portero enemigo y todos— sabían que Pedro iba a fallar.
Esa tarde nadie ignoró que casi estaban calcando otro partido.