En el lenguaje más o menos patrimonial
de la crítica literaria existe la palabra “paratextos”, que es una forma
elegante de referirnos a todos aquellos elementos obviamente textuales —aunque
también podríamos incluir en cierto grado los icónicos— que acompañan al texto
principal de un libro. Aludimos pues con esta palabra al título, a los
epígrafes, a las dedicatorias, a las palabras de la cuarta de forros y a las
referencias biográficas. Son paratextos porque todas, de alguna forma, pueden
llegar a modificar el texto, es decir, que en diferentes niveles orientan la
lectura de una manera específica. Acerco dos ejemplos. Hay un “texto” de
Guillermo Samperio titulado “El fantasma”. En estricto sentido se trata de un
microrrelato, acaso el más corto de la historia, pues su contenido sólo es el
título. Dado que el título (o paratexto) se refiere a un fantasma, la página
aparece en blanco, de manera que los lectores vemos que el “protagonista” es
invisible. Aquí es absolutamente claro cómo el paratexto determina la lectura
que hacemos o podemos hacer.
El otro ejemplo brevísimo que se me
ocurre es el del poema titulado “Alta traición”. Si sólo tenemos a la mano
estas dos palabras, pensamos en efecto en una alta traición a algo, a lo que
sea. Luego, al leer el texto, advertimos que es una ironía, que José Emilio
Pacheco usó esas dos palabras para “darles” burlonamente la razón a quienes se
desgarran las vestiduras por la patria abstracta y olvidan que también la
patria puede ser amada en concreto, por sus seres y objetos más inmediatos:
No
amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
—y tres o cuatro ríos.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
—y tres o cuatro ríos.
Todo este rollote introductorio me sirve
para destacar que hay al menos dos paratextos atendibles en El amor es el demonio, primer libro
individual de cuentos publicado por Salvador Sáenz (Toluca, Estado de México,
1980). El primero es, claro, el título: gracias a él podemos anticipar que en
las páginas de este libro deambularán personajes, la mayoría jóvenes,
acuchillados por la gracia y la desgracia del amor, aturdidos por encuentros y
desencuentros que los mantendrán entrando y saliendo (más lo segundo que lo
primero) del estrechísimo reducto que es la felicidad amorosa. Y confirmado: de
las nueve largas historias que configuran El
amor es el demonio, al menos seis o siete tienen el condimento del amor
malogrado, del cortocircuito afectivo.
El otro dato significativo está en la
ficha biográfica: Salvador Sáenz es cantautor y como tal, suponemos, ha
recorrido bastantes kilómetros de “antro”, como denominan hoy los jóvenes a lo
que vagabundos de otras épocas llamábamos “bares” o “cantinas”. Gracias a esa
información y desde el primer relato, asistimos como lectores al mundo casi
desconocido de los foros urbanos donde alguien canta y muchos beben, donde los
artistas conviven con una fauna donde hay de todo, incluido el amor pasajero,
la juerga infinita y el fracaso como ingrediente casi indispensable de la
ensalada.
Ya con esta información a la mano,
accedemos a los cuentos de Sáenz y notamos que muchos de sus personajes viven
al borde de la alucinación, caminan por la cornisa del esoterismo, la ufología
o yerbas de similar peligro y son tan clavados en su “romanticismo” que muchas
veces terminan apaleados por la realidad. Hay algo que batallo para definir en
los cuentos de Sáenz: muchos parecen enrarecidos por atmósferas nocturnas y
vaporosas en las que no falta el acoso del deseo ni el apetito por hallar la
trascendencia en el contacto con lo sobrenatural, pero en casi todos los casos
(habrá uno o dos cuentos que no me complacen a cabalidad) sentimos que esos
sujetos y esos escenarios están cerca, en realidad existen aunque los personajes
que allí operan sean sujetos medio pirados.
Un ejemplo muy claro de esto lo veo en el cuento “No estamos solos”, donde se
pasa de lo extraterrestre a lo terrestre de la manera más campechana:
La nota que dejó P. por debajo de la
puerta me desconcertó, no tanto por lo que decía sino por el hecho de que se
encontraba justo ahí, en mi casa. Nos conocimos virtualmente en un foro sobre
temas de conspiración, de los muchos que hay en Internet, porque ambos somos
apasionados de las cuestiones OVNI. Hacía unas semanas atrás empezamos a
charlar por messenger, a través de cuentas falsas; por eso me inquietó hallar
una advertencia escrita de su puño y letra en mi propio hogar, a pesar de que
yo nunca le había dado mi nombre, dirección o teléfono. No hallaba qué pensar.
Por un lado, sabía lo que insinuaba con aquellas palabras, pues el día anterior
le conté vagamente sobre una chica de mi trabajo con la que estaba saliendo,
Sara, sin revelarle, por supuesto, su nombre; y por otra parte, comencé a
sospechar de él mismo pues, ¿por qué querría un desconocido prevenirme de algo
que no estaba del todo claro? ¿Y por qué se había tomado la molestia de
averiguar mi ubicación por ese simple hecho y con qué medios lo consiguió?
Así pues, El amor es un demonio (cuyo cuento homónimo, “Dos misiones para
Santa Cecilia”, el ya mencionado “No estamos solos” y “Sólo me queda un
consuelo” son los cuentos que más me gustan) es un libro diverso, rico en
sugerencias, un producto literario que sin duda contiene historias que nos rozarán,
tristes y risueñas, gratas en suma.