Constructor
de pequeños y divertidos infiernos existenciales, Daniel Lomas (Torreón,
Coahuila, 1978) confirma en Tres balas de
juguete lo que ya había anunciado en Morena
de mar, novela publicada en 2013: que su narrativa reúne las
características necesarias para ser considerada apreciable y siempre
bienvenida. Al leer lo que ofrece en su nuevo libro no puedo menos que celebrarlo,
pues he pasado dos o tres horas de lectura verdaderamente gozosas, de ésas que
uno sabe de antemano perdurables en la memoria. Precisamente es eso, el regusto
que deja en la mente y el corazón, lo más apreciable en el hacer ficcional de
Lomas. Es como si escribiera no sólo para que lo disfrutemos en el presente de
la lectura, sino para que gracias al recuerdo volvamos más delante a ver sus
situaciones, sus pequeños y divertidos infiernos existenciales.
Tres balas de
juguete
contiene tres piezas narrativas de muy diferente extensión: la primera es casi
una novela corta, la segunda es un cuento más ubicable en la ortodoxia del
género y la tercera es un microrrelato descarado y juguetón. En este sentido el
libro se va achicando conforme avanzamos sobre él. La que no se va achicando,
sino que se sostiene pareja, es la buena calidad se las peripecias que fueron
derramadas en estas narraciones, todas escritas con la prosa envolvente, por su
alta dosis de poesía, que Lomas ha encontrado ya como timbre de su hacer.
Quiero
enfatizar esto: ¿por qué me gustan tanto los relatos de este joven, todavía
joven y por ello prometedor prosista lagunero? En realidad encuentro muy
redondo su trabajo, pero quizá sea hora de revelarme este misterio. Creo que
los relatos de Lomas me son muy disfrutables por su tono, esa mezcla de fino
humor espolvoreado sobre el platillo de la desdicha en la que siempre están
inmiscuidos sus personajes. Reitero la palabra fino, ya que al trabajar en la literatura es peligroso ser, o pretender
ser, humorístico, cómico, chistoso. Lo más común en muchos narradores sin este
timbre, pero obsesionados por hacerse los desenfadados, es que no logren el
efecto, que lejos de hacer reír sus relatos se conviertan en un patético
desfile de intentos fallidos, de invitaciones al rechazo.
Lomas
ha sabido ubicarse en la distancia justa para narrar con humor sin caer jamás
en el tono del pastelazo. Es una pericia delicada, muy especial, y sólo se
logra, creo, con dos recursos: uno, el natural, es decir, el talento; y dos, el
artificial, es decir, la lectura, la paciente y minuciosa lectura. El también
autor de Una costilla de la noche es,
lo sé y se nota, un lector que ha atravesado con lupa sobre las páginas de
grandes escritores, y gracias a eso y a su capacidad ahora puede darse el lujo,
el muy escaso lujo, de contar la desdicha humana sin parecernos lacrimógeno,
sino fresco, punzante, agudo como un dardo que siempre atina a la frase
precisa, a la situación creíble y al mismo tiempo detonante de sucesivos
agrados en el lector.
Destaco
otro valor, acaso más sutil, en los relatos de Lomas: es la aplicación de una
laca existencial, muy delgada, casi invisible pero al mismo tiempo necesaria
para impregnar sus historias de densidad humana. Mientras lo habitual ahora es
el regodeo desestetizado en la inmoralidad, en el descreimiento total de
cualquier mínimo valor humano, Lomas pone en marcha un mecanismo narrativo en
el que sus personajes viven vidas viscosas y sin embargo se preguntan
permanentemente, con dudas, con vacilaciones, si actúan correcta o
incorrectamente, como lo hace cualquier o casi cualquier ser humano. En
“Química de un desliz”, por ejemplo, el personaje narrador navega
permanentemente en la incertidumbre, jamás sabe si hizo o no hizo bien al
describir a su amigo la escenita de pasión que inicia el relato. Igualmente, el
personaje engañado queda prácticamente fuera de su zona de seguridad cuando
recibe la noticia del desliz perpetrado por su esposa. Ella, por su parte,
también vacila, queda a medio camino entre la duda y la certidumbre, aunque al
final también jala hacia la zona de confort que representa mantener el
matrimonio y de hecho reforzarlo con signos sobreactuados de solidez.
Igual
ocurre en “Viaje al Éxxxtasis”, cuento verdaderamente antológico porque en
verdad se trata de un viaje redondo. No al extranjero, no sofisticado ni
glamoroso, sino sobre la ciudad mil veces recorrida por el taxista-narrador. El
relato pormenoriza, con el taxi en marcha, una vieja andanza del chafirete
contada a un cliente fuereño. Es una aventura entre las muchas que le acontecen
trepado en ese jale siempre lleno de maromas generalmente enturbiadas por la
noche. A bordo de su poderoso, el taxista-narrador cuenta que una vez recogió
(no nos adelantemos albureramente con el uso de este verbo) a una clienta
madura. Ella salió de un canta-bar y le hizo la señal de parada. Luego de
llorar, de desmoronarse en el retrovisor, el taxista es enterado de que la
relación entre la clienta y su marido acaba de llegar al extremo de la
desavenencia, y es entonces donde, con filosofía ad hoc de Marco Antonio Solís, pero convincente, va moldeando sin
querer la voluntad de la señora. Una historia “B”, no evidente y paralela, al mejor estilo del
cuento clásico, se desliza mientras transcurre el viaje, de suerte que al final
del recorrido hay un mazazo para el lector, se cierra el viaje de manera
absolutamente sorpresiva y satisfactoria.
El
último texto es la inauguración de Lomas en la micronarrativa, pues sólo cuenta
con dos dinosáuricos renglones. Se trata de una agradecible insolencia, de un
no tomarse tan en serio, pues ese minúsculo relato es el que insinúa el título
del libro, además de que confirma que el amor contrariado no siempre lleva al
abismo, que por él muchas veces nos suicidamos (como en los tres cuentos que
aquí son tres homenajes al despecho) con balas de juguete.
Celebro
la aparición de estos relatos porque en ellos queda bien remachada mi certeza
(ésta sí sólida, nada titubeante) de que Daniel Lomas tiene abierta una
autopista sin casetas de cuota, valga la metáfora automotriz, hacia el destino
que él elija como narrador.