sábado, mayo 30, 2020

Reencuentro del Ibarra




















La bibliomanía es, como todas las manías, incurable y problemática. Es una de las formas de la acumulación que, como ocurre en algún programa de televisión gringo, llega a tocar extremos patológicos. Lo único bueno de la bibliomanía es que se relaciona con uno de los objetos más nobles y útiles de la humanidad, el libro, y no con frascos vacíos, centros de mesa obtenidos en bodas o trabajos escolares de foami. Pese a tal bondad, la acumulación de libros coloca al acumulador en un brete sin orillas: siempre necesitará más y más espacio, más estantería y más disco duro neuronal para recordar los ítems que ingresan al catálogo.
Por razones de mudanza he tenido que internarme en un dédalo de libros cuyo fin parece no tener fin. Como es lógico, han aparecido libros ocultos durante años, volúmenes que no había podido mover y ahora, gracias a que en teoría tendrán espacio disponible para quedar ordenados según el canon del lomo expuesto, ven de nuevo la luz y vienen a mi reencuentro.
Uno de ellos es el Diccionario de la lengua castellana preparado por Real Academia. Es el libro más viejo que tengo, y fue impreso en Madrid hacia 1791, en su tercera edición. Antes de su publicación, claro, hubo dos, de 1780 y 1783. En los tres casos se trata de la edición reducida “a un tomo para más fácil uso” de los lectores. El problema que encontró la RAE con la edición inaugural, llamada Diccionario de Autoridades e impresa entre 1726 y 1739, fue que decidió publicarla en varios tomos; la institución pronto advirtió que tal procedimiento era impráctico por su tardanza y su costo.
Hay libros, la mayoría, de los que he olvidado el contexto en el cual los conseguí. Uno de ellos no es, obvio, el de este valioso diccionario. Lo compré hace veinte años, pero recuerdo con toda claridad los detalles de la adquisición. En 2001 gané el premio nacional de novela Jorge Ibargüengoitia con el libro Juegos de amor y malquerencia, y me dieron 75 mil pesos de premio, una cantidad decorosa para liquidar pendientes y pensar, por qué no, en algún gustito extra. Coincidió entonces que apareciera Fernando Martínez Sánchez, uno de mis dealers bibliográficos, con el librote en la mano. Me lo ofreció a cinco mil pesos, precio que me pareció razonable, y lo compré.
Desde entonces lo conservo, y aunque su consulta no es nada frecuente, sé que está allí, con toda su hermosa tipografía a cuestas y sus páginas de papel bicentenario. Y ya que hablo sobre su tipografía (lo que más me gusta de este libro), debo decir que fue impreso en el taller de Joaquín Ibarra y Marín, por su viuda, con la tipografía Ibarra, que aquél diseñó.
Ahora que lo reencuentro, el Diccionario impreso con los tipos Ibarra es un buen talismán para atravesar lo que queda de confinamiento. Sea.

miércoles, mayo 27, 2020

Del antiguo tocador




















En medio del temor y la incertidumbre, en medio de la inédita rareza traída por la pandemia, no falta cancha para el humor que mitiga un poco el aislamiento y la monotonía de las presentes horas. Llega por cualquier lado, sin que lo busquemos, ya como una presencia habitual en nuestras vidas. No todo tiene la misma fortuna, pero hay casos en los que tras el efecto cómico se agazapan guiños antropológicos. Por ejemplo, en diferentes formatos deambuló en las redes un meme que en esencia trabajaba el mismo asunto: suponer edad avanzada a quienes usan tal o cual producto y suponer también que el virus es capaz de detectarlo y atacar. Una suposición absurda, pero eficaz en términos satíricos.
El meme señala: “¡Eviten usar las siguientes marcas de jabones y cremas! Jean Naté, Agua de colonia Sanborns, Jockey Club, Heno de Pravia, Maja, Brut, Pomada de la Campana, Brillantina Brylcreem, Old Spice, Agra Brava, Wildrot, Glostora, Mentolato. Al momento en el que el virus lo huele, ya sabe que eres un viejito y te chinga”.
Al ver esas marcas no puedo no admitir que las reconozco porque vi que las usaban en mi entorno familiar y que yo mismo en algún momento me las puse encima, lo cual revela mi edad. Recuerdo incluso sus comerciales de televisión, lo mucho que antaño eran difundidas como marcas comunes en el tocador de cualquier adulto. Todavía es hora en la que no me explico cómo llegó a ser tan popular la brillantina Jockey Club (lavanda, maderas y vetiver, sus tres presentaciones) pese a que se trataba de una jalea grasosísima, útil para aplacar el pelo en su lugar, adherido al cráneo, pero igualmente agresivo, supongo, con el cuero cabelludo. Supongo también que la dificultad para anularlo con el baño fue lo que al final echó por tierra su popularidad hasta ser sustituido por los geles con base de agua. En el meme figura el Wildrot, una crema láctea y quizá un poco menos densa también usada como fijador de la greña. Era para hombres, y si no recuerdo mal sus anuncios tenían como modelos al tenista Raúl Ramírez (esposo de la miss universo venezolana Maritza Sayalero) y Miguel Marín, porterazo argentino de Cruz Azul.
Para las damas era regalo habitual una cajita con jabones Maja. Jamás los olí, pues las mujeres recibían ese obsequio y nunca supe si en efecto incorporaban los jabones a su aseo cotidiano o sólo los conservaban como adorno.
Extrañé en la lista cierto perfume llamado Añeja Lavanda, uno de los olores más horrendos que recuerdo. No sé si sigue existiendo, pero es un hecho que sus efluvios ya no cuadran con los aditivos aromáticos de hoy. El caso es que hasta los olores son históricos (y por eso afirmé que detrás de algunos memes hay un guiño antropológico), es decir, responden a un gusto pasajero, son aprendidos.

sábado, mayo 23, 2020

Continuidad de los virus













Durante la Fase 3 de la pandemia por Covid-19 fue publicado en SinEmbargo, revista digital mexicana, un dossier titulado "Voces desde el encierro"; contiene textos de varios escritores e imágenes de varios artistas. Comparto aquí su liga y el texto con el que colaboré a invitación de Jorge Arturo Abascal Andrade (Orizaba, Veracruz, 1964, actualmente radicado en Roma, Italia), a quien agradezco.

Continuidad de los virus

Escribo una veloz crónica sobre el virus y no sé por qué recuerdo un cuento de Cortázar, aquel sobre los conejitos blancos incluido en Bestiario, uno de sus primeros libros. Me la encargaron en la redacción con la misma premura de siempre y además, para agravar el asunto, como si yo supiera de todo. “Aborde cómo ha reaccionado la gente ante la contingencia, qué medidas ha tomado, los cubrebocas, el gel, el aislamiento, todo eso”. Como tampoco puedo salir, me he servido de las redes sociales y pregunté a parientes y conocidos, hice lo que pude para asir lo inasible: el sentimiento de la población ante la amenaza del invisible bicho.
Las respuestas se repiten entre todos los enclaustrados por la pandemia. Sólo sale un integrante de la familia, por lo general el padre si no es mayor de sesenta. Lo hace, de todos modos, con cubrebocas y el propósito firme de guardar distancia, y al volver no establece contacto con su familia hasta no cambiar de ropa y untar gel desinfectante en ambas manos. Pese a los cuidados, sin embargo, todos los encerrados no dejan de sentir que los ronda el fantasma de la peste, que por las rendijas de las casas se filtra el mal intangible. Una señora, por ejemplo, dijo sentir permanentemente alguno de los síntomas: ayer moqueaba, hoy tose y mañana de seguro sufrirá dolor de cabeza, pero sospecha que todo se debe a una especie de, por llamarla así, hipersensibilidad desarrollada en estos días para autodetectar el padecimiento antes de que sea demasiado tarde.
La paranoia colectiva me llevó a imaginar la presencia del virus como una sombra en el exterior. Imaginé, como lo han ilustrado muchos videos, su adherencia en los picaportes, en los pasamanos de las escaleras, en los botones del cajero automático, en la jaladera de los carritos dispuestos en el súper, en las monedas y los billetes del cambio. Leí lo que todos sabemos: que al hablar despedimos partículas que pueden contener el virus, un microorganismo algo pesado que por gravedad puede caer a dos metros de distancia. Leí también que el estornudo es más peligroso, pues disemina partículas más pequeñas y por ello capaces de navegar distancias menos cortas, hasta diez metros. Imaginé esas partículas voladoras, casi recién salidas de un estornudo, frescas y dispuestas a contaminar, lentas en su travesía, desesperadas por hallar un cuerpo humano en el cual alojarse. Imaginé, no pude no hacerlo, a ese virus atravesando la cuadrícula de una tela mosquitera hasta localizar un cuerpo humano, hasta encontrar a un tipo que, encorvado en su escritorio, escribe una veloz crónica sobre el virus.

Ríos Galeana, superstar ochentero














Rescate de un texto publicado en el diario Milenio Laguna el 15 de julio de 2005.

Ríos Galeana, supestar ochentero

La captura de Alfredo Ríos Galeana dio a nuestras autoridades la oportunidad de atizar el golpe mediático que andaba suplicando desde hace buena cantidad de días. Antes de atrapar al “enemigo público número uno” de la ochentera sociedad mexicana, nuestra policía equivocó feamente sus escándalos; primero, con la detención de Nahúm Acosta; segundo, con la del Chapito; y tercero, con la fallidísima comedia de enredos protagonizada por un actor involuntario, el arquitecto Joaquín Romero Aparicio, “confundido” con el hermano del supuestamente extinto Amado Carrillo.
Ya transformado, evangelista de voz grave y pausada, con playera polo que le da cierto airecillo de Perro Bermúdez pero con pelo, Ríos Galeana fue un treintañero que exhibió a la justicia mexicana. Aunque por aquellos antieres ya se daba, el secuestro no era tan común como lo es ahora, y nuestros delincuentes alcanzaban su doctorado en criminalidad con el asalto a bancos. Lo hacían siempre a mano bien armada, siempre con saldo de muertos y de cajeras con irrefrenables y justificadas crisis nerviosas.
Alfredo Ríos Galeana, cómo olvidarlo, fue el símbolo de aquella generación de asaltabancos. Su vida y su obra pronto se convirtieron en referencia obligada de la nota roja mexicana; por ello, su imagen no tardó en rozar los talones de la leyenda, pues era considerado una especie de Robin Hood con todas las características de aquel arquero medieval, salvo en aquello de entregar sus botines a los menesterosos. Los pasquines de más baja estofa —sobre todo la Alarma!, súmmum del amarillismo delincuencial— pronto dejaron entrever que Ríos Galeana era un pillo heroico, pues robaba, sin ser capturado, a los ladrones de cuello blanco: los banqueros (esto de paso me recuerda las palabras de Bertold Brecht que Piglia usa como epígrafe para su novela Plata quemada: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”).
Ocho años después de su fuga definitiva ocurrida en 1986 —definitiva hasta el 12 de julio pasado—, el fenómeno Ríos Galeana fue examinado por el ubicuo Carlos Monsiváis en el librito Los mil y un velorios (Alianza cien/Conaculta, México, 1994, 96 pp.). Monsi le dedica un capítulo entero, el VIII, titulado “Nace una estrella”. En él, nuestro cronista por antonomasia describe e interpreta los pormenores de la extraordinaria carrera consumada por aquel enemigo number one que ya para el 94, con una identidad falsa y convertido al cristianismo, pulía pisos en diversos establecimientos de South Gate, suburbio de Los Ángeles, California.
¿Y qué dice Monsiváis sobre el antihéroe Ríos Galeana? Veamos algunas pinceladas. Nacido en Arenal de Álvarez, Guerrero, en 1951, Alfredito quedó huérfano de padre en el 52, lo que dejó a su madre en condiciones de precariedad extrema. A los 17, empobrecido, el futuro asaltabancos viajó al DF, se alistó en el ejército, obtuvo el grado de sargento. Hay momentos borrosos en su currículum, pero Monsiváis apunta que salió del ejército para integrarse, en 1977, al Barapem (Batallón de Radiopatrullas del Estado de México) durante la gestión del profe Hank. En esa cosa podrida de nacimiento llamada Barapem, Ríos Galeana se distinguió por su astucia y su temeridad. Disparaba bien con ambas manos, boxeaba, daba clases de preparación física a sus colegas, era una especie de jaguar preparándose para el estrellato en la selva de concreto. Pronto el Barapem, cuyo cabecilla fue Ríos Galeana, azotó al Estado de México con ataques a obreros, robos, razzias y todo lo que una organización parapoliciaca podía perpetrar amparada en la charola. En 1978, Ríos Galeana renunció a esa institución para dedicarse de lleno a lo suyo, al delito, pero ahora sin credencial de la Barapem.
Con indiscutible pasta de líder, con una vocación para el crimen que aplaudiría el mismísimo Capone, Ríos Galeana sintió entonces que su vida transcurría en una película de los Almada; él mismo produjo, actuó y dirigió los golpes que dejaron limpias las bóvedas de muchas sucursales bancarias, todo con estrépito de balas y caídos. Orgulloso de sus atracos, echón como los actores de cine, Ríos Galeana se ufanaba de sus éxitos: del 78 al 81, nomás para darnos un quemón, suma 26 asaltos a bancos, seis asesinatos, 50 hurtos en casas-habitación, 27 en tiendas. Y sucede lo más asombroso: cae uno de sus cómplices, suelta la sopa (previa calentadita), y con esos datos se descubre el paradero de Ríos Galeana (Monsiváis recuerda “La carta robada”, el inmortal cuento de Poe): el líder asaltabancos se opera la nariz tres veces, es cantante de vulgares palenques (valga el pleonasmo), usa el nombre artístico de “Luis Fernando, el Charro Cantor”, graba un LP y tres discos sencillos. Lo capturan en un palenque clandestino, se defiende, se queda sin parque y decide entregarse a Francisco Sahagún Baca, el siniestro segundón del Negro Durazo. La declaración de Ríos Galeana es una perla que todavía resume la minusválida condición de nuestros aparatos policiacos: “Yo estaba seguro de seguir atracando y burlando cualquier cerco policiaco, porque considero a la policía mexicana sumamente incapaz para aprehender a los auténticos asaltantes”. Ríos Galeana alardea, promete fugarse, y lo logra de inmediato. Delinque. Lo atrapan otra vez en 1982; se fuga de nuevo. Delinque, roba hasta en hospitales. Vuelve a ser capturado en 1985, y se estima que ha hurtado mil millones (de los de antes) durante siete años, todo con alto saldo de víctimas.
Siempre jactancioso, declara a los medios: “Soy el hombre que en México y en el mundo ha cometido más asaltos bancarios. Soy muy inteligente (...) Cuando salga de la cárcel creo que continuaré con mis actividades delictivas”. Es condenado a cuarenta años en el Reclusorio, vive rodeado de privilegios y se le cuadran hasta los custodios, sueña con escribir sus memorias o un guion de cine, pero de todos modos se aburre y el 22 de noviembre del 86, con menos de dos años a la sombra, se fuga como en un film, con sobornos, comando, metralletas, granadas y boquetes.
Desde entonces nada o casi nada se había vuelto a saber de él; su leyenda se apagó y el martes 12 de julio del 2005, quienes rebasamos los cuarenta años hicimos memoria, una memoria que nos trae, de nuevo, más que la imagen del superstar, la triste película de los aparatos policiacos mexicanos, cloacas del hampa institucional.

martes, mayo 19, 2020

Sor Juana: summa de discreción en el Poema Heroyco




















Hace un cuarto de siglo, en 1996, publiqué esto. Recién habíamos pasado el tercer centenario luctuoso de Sor Juana, yo coordinaba el suplemento cultural La Tolvanera de la revista Brecha, de Torreón, y además de pescar aquí y allá textos ajenos, sobre las rodillas escribía los propios. Se trata entonces de un rescate, de un viejo apunte, y ahora que lo pienso es mejor resucitarlo en lugar de que se quede guardado en arrumbados discos duros. Algo novedoso podrá aportar todavía. Reitero una disculpa por mi prosa de aquella etapa. Le he purgado algunas fealdades, pero ya preveo que el despiojamiento no ha sido suficiente.

Sor Juana: summa de discreción en el Poema Heroyco

En todo quanto escrives, engrandezes
con tu estilo el Idioma Castellano,
pues con frases muy cultas establezes
vn escrivir, y hablar tan cortesano,
que tu sola entre todos resplandezes
quedando de tu ingenio soberano
excedidos en sabias discreciones
los Senecas, Plutarcos, y Platones.
                      Ioseph Zatrilla y Vico

Hace 301 años, en 1695, murió Sor Juana. Los homenajes que bien mereció en 1995 dieron un torrente de publicidad —acaso siempre pobre si consideramos el tamaño mitológico de la jerónima— a su figura. En innumerables artículos, ensayos y reseñas desparramados en revistas y periódicos de México y de otros sitios, una legión de admiradores se puso al servicio de la monja. Los Alatorres, los Buxós, los Fernández, los Garridos, los Quirartes, en la capital, y los Prados, los Garcías Muñoz, los Martínez, los Rosales y otros en La Laguna, dedicaron papel y tinta emocionados a la recordación del tricentenario. Como lo requería, la efemérides también alcanzó la propaganda del cine, del teatro y el estímulo oficial por medio de varias mesas redondas y demás organizados en instituciones de cultura. No sin gusto, leí y publiqué en las páginas quincenales de La Tolvanera algunas aproximaciones al tema sorjuanino. Sin embargo, no escribí una sola línea sobre el asunto. Como en otras tantas ocasiones, el tema rebasaba mis posibilidades de originalidad. ¿Qué decir más o menos novedoso en torno a la autora del Primero Sueño? ¿En dónde hallar un hilo desconocido en el inmenso tapiz que es la obra de la poeta mexicana? ¿Con cuáles herramientas trabajar frente a los instrumentos de precisión empleados por aquellos afamados sorjuanistas? ¿Para qué robar el tiempo del lector con algún comentario ya trabajado por la mano del erudito? ¿Qué no parece suficiente la cordillera levantada, sea un ejemplo, por Octavio Paz? Con esas preguntas uno —tal vez sólo yo— queda paralizado, maniatado sin metáfora. Así dejé pasar el 95, sólo como espectador enfebrecido de cuanta página sobre la escritora novohispana me llegó.
Pero en febrero del 96, a 24 pesos y perdido en una librería de viejo chihuahuense, encontré un libro curioso que, desde el principio, supe me deparaba la emoción de un comentario quizá útil. No un ensayo sobre un asunto del que me sé imperito, pero sí unas cuantas palabras sobre un documento que al menos entiendo poco dado a la publicidad en La Laguna y del cual no he visto alguna alusión en otros libros, hecho que me permite aventurar los renglones que aquí avanzan. Se trata, pues, de una obra casi desconocida y para comenzar a mostrarla traslado su portada original, reveladora en sí misma:
POEMA HEROYCO  /  AL MERECIDO / APLAVSO DEL VNICO / ORACVLO DE / Las Musas, glorioso assombro de los Ingenios, y / célebre Phenix de la Poesía, la esclarecida, y Ve-  /  nerable Señora, Soror / IVANA INES DE LA / CRVZ Religiosa professa en el Monasterio / de San Geronimo de la Imperial / Ciudad de Mexico / DEDICASE / AL EXCELENTISSIMO SEÑOR / Conde de Altamira, Marqués de Almazán y Poza, / &c. Gentilhombre de la Camara del Consejo de / su Magestad, Virrey, y Capitan General de este / Reyno de Cerdeña, y electo Embaxador / de Roma / ESCRIVIÓLE / EL CONDE DE VILLASALTO, / Cavallero del Orden de Alcantara, &c. vezino / de la Ciudad de Caller. / BARCELONA: En Casa Cormellas, por Thomàs / Loriente, Año 1696 / Vendese en casa Balthasar Ferrer Librero.
Las portadas antiguas tenían el discreto encanto de la prolijidad. En ésta, agradecemos a Ioseph Zatrilla y Vico, Conde de Villasalto, la abundancia de pincelazos que bocetan desde la fachada el tema y el tono de su obra. Sor Juana es, sin más rodeos, “el único oráculo de las musas”. Zatrilla y Vico no titubea en una sola de sus líneas, mucho menos en las que darán la cara al lector: la monja nacida en Nueva España es un trofeo de las letras castellanas. Zatrilla y Vico, lejos de cualquier contención admirativa, se desborda apenas iniciado su libro, desde el mismo pórtico y sin esperar siquiera el primer verso. En 1696, hace tres siglos, la jerónima no sólo había atravesado con su obra la muralla erigida por la indiferencia peninsular a la literatura que muchos creadores urdían en las colonias ultramarinas, sino que, además, logró devotos, como Zatrilla, cuya fascinación por la autora rozaba el enceguecimiento. Para sentar testimonio acerca de la fama y el respeto que en lejanos círculos se había ganado la escritora, el Poema Heroyco se eleva a la condición de prueba por su contundente aspiración al monumento: Sor Juana, la musa recordada y admirada y homenajeada con justicia en 1995 sobre todo en México, tenía ya, en Europa, sus adictos hacia 1696, y acaso Ioseph Zatrilla y Vico sea, por la estatua de palabras que dedicó a la monja, el inaugurador de un hábito: el de rendirse ante la obra de la religiosa.
El Poema heroyco al merecido aplavso de Soror Ivana Inés de la Crvz, publicado exactamente hace  tres siglos, es como un torreón de cien firmes hiladas. Al centenar de octavas reales (ocho versos endecasílabos por estrofa y rimados A-B-A-B-A-B-C-C como en el modelo que sirve como epígrafe a este texto) no contiene ningún miedo a la comisión de hipérboles: Sor Juana, o más bien su obra, merecen cien octavas reale  —tambián llamadas octavas rimas o heroicas, dado que, además de rimar con un rígido metro, se utilizaron para componer poemas caballerescos, mitológicos y épicos cultos como La Araucana de Ercilla o El Bernardo de Balbuena— de pura admiración . Parece demasiado lo que Zatrilla y Vico siente por una escritora retirada en la paz de sus desiertos.
Pese a la importancia del merecido aplauso de Zatrilla, la edición fascímile de 1993, preparada y prologada por Aureliano Tapia Méndez, alcanzó apenas los dos mil ejemplares. Contiene, además del poema, un retrato del escritor sardo y su escudo de armas. Esto es curioso: el icono muestra a Zatrilla exactamente bajo la misma pose y circunstancia que guarda Sor Juana en el célebre lienzo de Miranda. Al parecer, era una costumbre de la época, ya que “Además de la similitud en la composición de ambos retratos —señala Tapia— y de la actitud de los dos personajes, advertimos la pluma en la mano derecha y la posición de la mano izquierda; dos tinteros, uno con una pluma dentro; los libreros con tres entrepaños; sobre la mesa de la Fénix, los tres tomos de sus obras poéticas: bajo la mano del Conde, el libro abierto y otro cerrado que lleva en el lomo parte del título de sus obras ‘Engaños y Desengaños del profano amor...’ (...) Por último son muy semejantes los cortinajes y la borla colgante en ellos.”
Poco conocido, José Zatrilla y Vico, Dedoni y Manca (Cáller —Cagliari—, Cerdeña, 1648-¿?) fue un novelista de la literatura sardo-hispánica del siglo XVII. Dado que Cerdeña perteneció al reino aragonés-catalán (lo mismo que Nápoles y Sicilia), el castellano cundió en aquella isla y sirvió como instrumento para el quehacer intelectual de Zatrilla, novelista cuya celebridad, aunque mínima, se apoya en sus Engaños y desengaños del profano amor, historia ubicada en Toledo que describe los enredos amorosos entre el duque Federico y la casquivana doña Elvira. Cien por ciento moralizante, esta obra, según su autor, intenta “reprehender el vicio” con unas “razones muy christianas” ya que “Rara es la mujer que no haga tal vanidad de su hermosura, que por ella no atropella gran parte de su modestia, dando lugar a que la festejen y celebren por singular, y de aquí se sigue su resvalo, mostrándose agradecida en ofensa de su honor”. Como soldado de la verdadera fe, Zatrilla aprovecha los Engaños... para defender, de paso, su credo y fustigar a los luteranos, dedica su obra a Carlos II y pide que “nuestro Señor guarde la Catholica y Real persona de V.M. para asombro y terror de los infieles, y gloriosa exaltación de nuestra santa fe, como la Christiandad ha menester”. Por su parte, la descomunal Enciclopedia Vniversal Ilustrada Evropeo Americana (Espasa-Calpe, Madrid, 1991, p. 1126, tomo 70), apenas entrega una lacónica biografía: “Escritor español del siglo XVII, n. en Córcega, al que se debe: Engaños y desengaños del profano amor, deducidos de la amorosa historia que á este intento se describe del duque don Federico de Toledo (Nápoles, 1687-88; Barcelona, 1737 y 1756), y Poema Heroyco (Barcelona, 1696)”. Es todo; la minificha, aparte de arrojar poca luz sobre la vida de Zatrilla, yerra de isla: no es Córcega, sino Cerdeña como ya se vio, la patria original del autor sardo-español.
Aún inéditos, existen algunos manuscritos de Zatrilla conservados en la Biblioteca de la Universidad de Cerdeña; sólo Engaños... y el Poema Heroyco han alcanzado el favor de las prensas. Este último libro, como dije, cumple 300 años y es, casi seguro, el primer gran homenaje de este tipo dirigido a la figura de Sor Juana, y claro que Zatrilla labró sus endecasílabos sin saber que su personaje estaba a punto de morir o había muerto recién. El tema dorsal que yergue a cada octava heroica es la exaltación de la inteligencia usada por la monja para tejer toda su obra en prosa y en verso. Zatrilla —con puntual examen— advierte que Sor Juana aspiró a la universalidad del conocimiento y, para asombro de sus lectores, lo logró en un mundo dominado, sobre todo en el terreno intelectual, por varones. El Poema Heroyco, entonces, apunta hacia el dibujo de una personalidad, la de Sor Juana, con plurales intereses que, habida cuenta de su talento y su condición de mujer, consiguió lo que unos cuantos: mostrarse íntegramente dueña de variados saberes y ducha como pocos(as) para la creación en los géneros de moda: poesía, teatro y prosa expositiva.
La edición príncipe, de la cual se sospecha sólo existe un ejemplar, es propiedad de The Hispanic Society of America, de Nueva York, y está catalogada por esa agrupación entre sus Manuscripts and Rare Books. Mide el libro 20.5 por 15 cms. Según consigna el prologuista y editor, Zatrilla conocía, dada la rápida comunicación entre España y sus colonias, algunas obras de la monja como la Inundación Castálida (Madrid, 1689)  y el Segundo volumen de las Obras de Soror Juana Inés de la Cruz (Sevilla, 1692). Pero si nos atenemos a la bibliografía listada por Anita Arroyo, es muy probable que Zatrilla haya conocido, también, Poemas de la Unica Poetisa Americana, musa dézima, Soror Juana Inés de la Cruz..., religiosa professa del Monasterio de San Gerónimo, de la imperial ciudad de México, que en varios metros, idiomas y estilos, fertiliza varios assumptos, con elegantes, sutiles, claros, ingeniosos, útiles versos, para enseñanza, recreo y admiración (Madrid, impresa por García Infanzón en 1690) y el Segundo tomo de las Obras en la edición barcelonesa de 1693 impresa por Joseph Llopis “y a su costa”. Esto es un hecho: el escritor sardo había leído muy bien, aunque parcialmente, a la escritora  mexicana (¿por qué no decirle así, mexicana, si todos sabían que radicaba en “la imperial ciudad de México” ?) y por eso le esculpe su Poema Heroyco. A él le cabe la gloria de ser el primer gran devoto no americano de la monja y esa admiración generó cien octavas reales de rendido amor.
La herramientas retóricas de las que más se vale Zatrilla para levantar su elogio son la acumulación y el símil. Desde su arranque hasta el final, el autor va añadiendo partes homogéneas al poema como quien agrega ladrillos a cualquier edificación. El Conde de Villasalto escribe con un orden que denota, claramente, una preconcepción escrupulosa; así, por ejemplo, en varias octavas el último verso concluye con una enumeración y cada una de sus partes fungirá después como idea base de las siguientes octavas. En otros casos, el poeta alude en una estrofa a cierto grupo (“Las Musas”, por ejemplo) y en las estrofas venideras cada parte de ese grupo (cada musa) será comparada con Sor Juana de acuerdo al área del arte de que trate (teatro, historia, música, etcétera). El resultado ya podemos imaginarlo: un monumento de admiración a las discreciones, la agudeza y el ingenio de la escritora, un poema que se abisma en la gozosa comparación de las más grandes mujeres —y a veces de los más grandes hombres— con la mexicana. Cualquier lector notará, es cierto, que los versos de Zatrilla apelan, también, al uso frecuentísimo de la hipérbole. De hecho, el poema, si lo vemos como un todo, es una apretada hipérbole que se endereza a la gracia de Sor Juana. Así como Ercilla construyó La Araucana (esa cascada de octavas heroicas) para reconocer el coraje de los guerreros que sirvieron al cacique Colocolo, el Conde de Villasalto arma sus cien octavas para elogiar a la jerónima sin ahorro de imágenes que pueden aparecer al lector actual como sobreponderaciones. ¿Acaso Sor Juana superó de veras a Séneca, Plutarco y Platón? Claro que este no es el punto de la discusión; lo que Zatrilla y Vico quiso significar es que en Sor Juana se conjugaron virtudes literarias y filosóficas de diferente cuño, virtudes cuya diversidad la convirtieron en un personaje rarísimo no sólo de su tiempo, sino del pasado y del futuro. Vico parece preguntarse esto durante todo su recorrido: ¿cómo una mujer puede ser tan lúcida, cómo pudo Nueva España producir un fruto de tan alta calidad? Ya que no hay respuestas a este misterio, el Conde hace acopio de todos sus aplausos y se los encamina a la mujer que lo ha flechado con sus discreciones. Para él, Sor Juana es dechado de universalidad, ya que casi ningún área del conocimiento la arredró y, al contrario, en cada género y en cada disciplina mostró sus hechuras en un tiempo y en una sociedad no muy propicios para que la mujer alcanzara reconocimiento intelectual. Por todo eso, Zatrilla abulta su poema de lisonjas. Para lograr su propósito, y como buen lector del barroco, no desdeña el arsenal culterano de ninphas, musas, famas y demás seres fabulosos. Así, el autor del Poema Heroyco trabaja con los instrumentos de la “culterana hispanoparla” para levantar su estatua a la summa de discreción que fue Sor Juana para él.

lunes, mayo 18, 2020

Un siglo de Vidas imaginarias


















Escribí el apunte que viene hace 25 años, cuando cumplió cien la primera edición de Vidas imaginarias de Marcel Schwob, que ahora tiene casi 125. Se trata, pues, de un texto reencontrado entre los muchos que publiqué durante la década de los noventa para Brecha, revista cuyo suplemento cultural, La Tolvanera, yo editaba. Eran, son, textos sencillos, cuartillas escritas con la premura que impone el trajín periodístico, pero todavía, supongo, pueden decir algo. En este caso, destacar la belleza que siempre tendrá Vidas imaginarias. Me alegraría mucho que alguien llegue a este libro gracias a los párrafos siguientes. De antemano, una disculpa por mi prosa de aquel tiempo, cuando yo tenía treinta años.

Un siglo de Vidas imaginarias

Los amigos de literatura son muy necesarios. Sea suficiente como ejemplo que gracias a la bibliomanía de Gerardo García Muñoz conocí, allá por 1988, la Historia universal de la infamia (1935), libro que Borges concibió gracias a la previa existencia de las Vidas imaginarias publicadas por Marcel Schwob hace exactamente cien años, en 1896. Recuerdo sin opacidad aquella portada del libro con el que Borges inició su quehacer de narrador: un rostro contrahecho y con un ojo repugnante anunciaba la truculenta índole de los relatos hospedados en la Historia... Como todas las de Alianza editorial, la carátula era estupenda por abominable, un esperpento que hubieran elogiado El Bosco, Goya o, en este siglo, Bacon. Gil, Gerardo y yo leímos en el café las biografías acuñadas por Borges y no dudamos en reconocer lo evidente: las pasiones humanas más infames eran el resorte de un humor que no cedía a la tentación de la moraleja. Los personajes más réprobos eran mirados por el argentino con un desparpajo que los hacía entrañables, y sacamos en claro que aquellos relatos eran obras maestras de la ironía y la malditez. En esa primera aproximación, creo, le dimos erróneamente todo el crédito al maestro sudamericano. Poco después nos enteramos, gracias al Ficcionario (antología crítica de textos borgeanos, FCE, 1985) preparado por Emir Rodríguez Monegal, de esto:

Uno de sus primeros y más exitosos ejercicios en la ficción, este relato [“El atroz redentor Lazarus Morell”] se basa libremente en un personaje histórico. Pero el modelo general para ésta y otras historias del libro en que fue recogido son las Vies imaginaires, de Marcel Schwob, como tardíamente ha reconocido Borges, que olvidó incluir esta obra en la bibliografía del volumen. En sus relatos, Borges distorsionó los hechos y fue mucho más radical en la parodia. Concibió, además, un estilo de tal barroquismo que, años más tarde, llegaría a parecer excesivo (...) La crítica latinoamericana ha tardado en reconocer los méritos excepcionales de este libro, el primero de la nueva narrativa que desembocaría en lo que se ha llamado el Boom. Pero algunos lectores privilegiados —como el narrador cubano Alejo Carpentier y el colombiano Gabriel García Márquez— pronto descubrieron la mina verbal y humorística que era la Historia universal de la infamia, como lo demuestran, en tácito homenaje, El reino de este mundo (1949), del primero, y Cien años de soledad (1967), del segundo.

Parece cierto: Borges influye en escritores como Carpentier y García Márquez, pero no es menos cierto que parte de la herencia original proviene del librito aquel que, en Francia, Schwob dio a la estampa en 1896. Vidas imaginarias, obra seminal, cumple entonces una centuria de empreñación a creatividades variopintas que a partir del modelo primigenio han esculpido una obra caracterizada por el diestro manejo de la ironía y la paradoja a propósito de una biografía. Hay, pues, un cáñamo que ata al Crates (de Schwob) con sus cronológicos descendientes Lazarus Morell (de Borges), Henri Christophe (de Carpentier) e incluso con la parentalia de los Buendía (de Gabo). De ahí que muchos hayan afirmado que la obrita de Schwob, sola, le hubiese asegurado a su autor un lugar en la historia de la literatura contemporánea. La genialidad, sin embargo, a veces no es reconocida y suelen ocurrir crasos ninguneos como el perpetrado por Robert G. Escarpit en su Historía de la literatura francesa (FCE, 1986); aunque sabemos que la empresa es difícil por lo copioso de la buena literatura francesa, en este sumario de apellidos gloriosos y semigloriosos no está el de Schwob, hecho que per se desacredita al señor Escarpit.
Pero independientemente de nichos y pedestales, Vidas imaginarias no ha perdido su jerarquía de libro que produce libros. Al leerlo, el usuario siente el sutil encanto propagado por esos relatos de facilidad aparente; de hecho, adquirir el tono impreso en esas veinte biografías imaginarias hoy no es muy difícil, pero tuvo que ser Schwob quien entreabriera la puerta al siglo XX para que se escribieran biografías con la receta y el sazón de sus Vidas... Entre nosotros fue tan feliz el impacto causado por Schwob que Gilberto Prado, ensayista y poeta, fraguó vidas (excelentes fueron las de los filósofos Plotino y Giordano Bruno) y Gerardo García, ensayista, urdió la comicísima biografía imaginaria de un poetastro lagunero que soñaba con ser, pese a sus magníficas porquerías, emperador de las letras nacionales. Por mi parte, no recuerdo cuándo escribí sobre Tyson, el feroz pugilista, una historia que no me quedó tan mal y que también reconoce ser dedudora de Schwob.
Mi primera edición de Vidas... la pesqué, para no variar, entre los libros de viejo que esporádicamente se comercian en la plaza de armas de Torreón (1). Editado por la catalana casa Barral en 1972, de entrada el volumen me pareció muy pequeño para la importancia que Borges y otros le atribuyeron —eso, lo supe allí, resultaba una supersitición: los libros clásicos no deben ser aparatosos por necesidad—; al leerlo, creo, entendí la razón que apuntalaba el éxito de Schwob. El prefacio fue una revelación equiparable a la que me deparaban las biografías. En él, el francés arma una teoría de su arte y entrega la brújula para emularlo; no se le puede solicitar más claridad a un inventor cuando explica las entrañas de la máquina recién nacida:

El arte se encuentra en el lado opuesto de las ideas generales, se limita a describir lo individual y a desear lo único. Nunca clasifica sino que desclasifica. En lo que nos afecta, nuestras ideas generales pueden ser parecidas a las que funcionan en Marte mientras que tres líneas que se cortan forman un triángulo en cualquier rincón del universo. Pero fijaos en una hoja de árbol, con sus caprichosas nervaduras, su variedad de tonalidades según la luz, la arruga que provoca una gota de lluvia caída, la picadura de algún insecto, el rastro plateado del caracol, la muerte dorada que va trayendo el otoño, buscad una hoja exactamente igual por todos los grandes bosques de la tierra: a que no la encontráis.

El individuo, como la hoja del árbol ya descrita, es para Schwob ente único e irrepetible en el bosque gigante que es la historia de la humanidad. A partir de allí, el joven escritor (tenía 29 cuando publicó Vidas...) traza una visión de la nueva biografía literaria: “... el ideal del biógrafo consistiría en distinguir hasta el infinito el aspecto de dos filósofos que hubieran inventado la misma metafísica”. Schwob aspira, pues, a la particularidad: extraer al individuo todo lo que de peculiar guarda su ser, sea esto físico o psicológico, y de paso barrunta un pincelazo de la que hoy día es conocida como historia de la vida cotidiana:

los biógrafos antiguos son especialmente avaros. Al no apreciar nada más que la vida pública o la gramática, sólo nos transmitieron de estos grandes hombres sus discursos y los títulos de sus libros. Es el mismo Aristófanes quien nos ha dado la alegría de saber que era calvo, y si la nariz chata de Sócrates no hubiera servido para hacer comparaciones literarias, si su costumbre de caminar descalzo no hubiera formado parte de su sistema filosófico de desprecio por el cuerpo, lo único que hubiéramos conservado de él serían sus diálogos sobre la moral (2)

A partir de pocos o muchos datos, el francés sugiere que la herramienta más importante del biógrafo es la lupa que le servirá para distinguir, para desclasificar, aquellos elementos que le den carácter único a un ser humano resucitado con palabras. Además, el autor cuestiona por qué sólo ciertos hombres, los más grandes y famosos, los que representan la quintaescencia de una raza o un gremio, han recibido el abrazo de la biografía, género que a su juicio debe apartarse de la ciencia histórica, ya que mientras ésta incide en las generalidades, aquélla debe indagar, se quiera o no, en lo particular. Con estas palabras, emblemáticas de su genialidad, termina Schwob “El arte de la biografía” que sirvió de esqueleto a sus relatos y de trampolín para muchos otros que le deben el ejemplo:

Desgraciadamente, los biógrafos han creído a menudo que eran historiadores. Así fue como nos privaron de retratos admirables. Han supuesto que sólo la vida de los grandes hombres podía interesarnos. El arte es ajeno a este tipo de consideraciones. Para un pintor, el retrato de un hombre desconocido de Cranach tiene tanto valor como el retrato de Erasmo. No es gracias al nombre de Erasmo por lo que el retrato es inimitable. El arte del biógrafo consistiría en darle tanto valor a la vida de un pobre actor como a la vida de Shakaspeare. Es un instinto bajo el que nos lleva a notar con placer el acortamiento del esternomastoideo del busto de Alejandro, o el mechón sobre la frente del retrato de Napoleón. La sonrisa de la Mona Lisa, de la cual no sabemos nada (tal vez sea un hombre), es más misteriosa. Una mueca dibujada por Hokusai nos arrastra a las meditaciones más profundas. Si intentáramos practicar el arte en el que destacaron Boswell y Aubrey, sin duda no tendríamos que describir minuciosamente al hombre más grande de cada época, ni anotar las características de los más célebres del pasado, sino relatar con la misma seriedad las existencias únicas de los hombres, hayan sido divinos, mediocres o criminales. (3)

Con esta página perfecta cierra su teoría el precoz maestro, quien murió en 1905. Como ya dijimos, Vidas imaginarias hubiera bastado para dar duradera fama a su autor. A un siglo de la primera edición, los lectores de 1996 pueden corroborar la afirmación y, por qué no, escribir biografías como las de aquel muchacho judeo-francés al cual Rémy de Gourmont definió como un genio de “simplicidad espantosamente complicada”. La genialidad es verdadera; lo otro es, aseguro, parcialmente cierto. Para comprobarlo, basta leer “Eróstrato, Incendiario”, “Clodia, Matrona impúdica”, “Frate Dolcino, Hereje”, “Los señores Burke y Hare, Asesinos” y mi pieza favorita no sé por qué razón: “Crates, cínico”.


(1) En 1991, la providencial colección “Sepan cuantos...” de Porrúa publicó (No. 603, México, 135 pp.) Vidas imaginarias acompañadas por La cruzada de los niños, también de Schwob; contiene además un prólogo de José Emilio Pacheco y una estampa de Rémy de Gourmont sobre el joven escritor francés. Ésta es, sospecho, la edición más asequible en nuestro páramo.
(2) Uso en este pasaje la traducción de Juan Damonte al prefacio de las Vidas... publicada en Ensayos y perfiles, Marcel Schwob, Cuadernos de La Gaceta, FCE, México, 1987, p. 176.
(3) Ibid.

sábado, mayo 16, 2020

Magisterio multiplicado















No sólo las áreas de la salud, el comercio y la industria se vieron sorprendidas por el inquietante y muy real fantasma del coronavirus. La educación, rubro no menos importante de la vida social y económica, también acusó —y acusa todavía­— las tribulaciones que ha traído consigo la pandemia. El repentino paso de la instrucción llamada “presencial” a otra en la modalidad a distancia no ha sido fácil de habilitar y sostener. Por poderosa o tecnificada que haya sido hasta marzo de este año, casi ninguna institución pudo evitar el shock motivado por el cese del contacto que supone la enseñanza tradicional tras volcarse al sistema remoto de la digitalidad.
En tal circunstancia, es casi heroica la labor de muchas escuelas públicas y privadas metidas de golpe en otra manera de trabajar. Si bien se vieron en dificultades, muchas instituciones ya tenían adelantados sus sistemas de educación a distancia, aunque es verdad que no al cien por ciento, de ahí que en el cierre del semestre hayan tenido que poner a tono, hasta donde les ha sido posible, la estructura de sus tecnologías. Sé de grandes erogaciones no programadas y de mil dificultades sorteadas para evitar el colapso del semestre, y en este escenario fue de extraordinaria ayuda la disponibilidad de los maestros y los alumnos, ejes de la labor educativa; se destruyó el mito de que trabajar a distancia es más fácil y más llevadero, pues ha implicado un esfuerzo sin precedentes para ellos.
El caso específico de las escuelas públicas ha puesto en evidencia el rezago tecnológico en el que vive la educación ofrecida por el Estado mexicano. Si bien es cierto que la crisis de salud ha sido un evento inesperado (como en sentido estricto son los “eventos”), sexenios y sexenios de desatención no sólo han golpeado la infraestructura educativa, sino la herramienta de las tecnologías de la información ahora imprescindible. Pese a esto, miles de maestros en el país han sumado sus equipos personales, computadoras y teléfonos, para evitar que los alumnos se queden sin acceso a los programas de enseñanza. Es de esperar tras esto que los gobiernos federal y estatales piensen en el insumo tecnológico como una prioridad cuya atención ya no admite más demora.
Un trabajo importantísimo en la coyuntura que cruzamos es el de las madres y los padres de familia, sobre todo el de las primeras. Forzadas junto con sus hijos al encierro, la mayoría tuvieron que habilitarse como maestras alternas, como toreras que entraron al quite para colaborar con el magisterio formal. En este momento nos preguntamos qué sería de la educación mexicana si no fuera por la ayuda en casa de personas que se han convertido de repente en maestras y maestros de sus hijos pequeños, en palancas de la docencia que por ahora no puede ejercerse más que en las aulas del hogar.
Se multiplicó el uso de la tecnología, pero más, y esto es mejor, del magisterio familiar —materno en su mayoría— que casi habíamos olvidado y hoy vemos lo mucho que gravita en la educación.

miércoles, mayo 13, 2020

Uno no sabe nunca nada












A varios narradores he leído que cuando escriben en modo teórico hacen recomendaciones en su mayoría atinadas pues nacen de la práctica que se supone ya dominan. Una de esas recomendaciones, para mí puntual y digna de toda consideración, es la de no cometer el pecado de inventar acciones y personajes absolutamente claros, definidos, precisos. Al relato siempre le cuadra bien, al contrario, una dosis pertinente de nebulosidad, de incertidumbre, es decir, un velo que impida ver con claridad el fondo de lo contado.
Explicar esto no es tan fácil. De hecho, en los talleres literarios que varios alumnos han tenido la desgracia de llevar conmigo he batallado para dejar en claro la importancia de lo oscuro, de lo ambiguo. Dado algún caso en el que siento la oportunidad de comentarlo, no lo desaprovecho, pues siempre es prudente que el narrador en cierne conozca las virtudes del embozo. Digo, le digo: procura que los personajes de tu relato muestren en algún momento alguna mínima duda acerca de lo que anhelan o aborrecen, trata de que su destino no parezca planificado por el autor de la historia, sino un destino aventado a la vida como la vida nos avienta al mundo en la realidad: sin que sepamos bien a bien en dónde estamos parados ni para qué hacemos lo que hacemos. Sólo así, con esas gotas de ambigüedad, haremos que los personajes parezcan de carne y hueso, tan frágiles e inseguros como nosotros, sus lectores.
Recién este lunes 11 de mayo vi una película que puede servir mejor que ningún libro para ilustrar lo que he tratado de explicar hace dos párrafos. No soy de mucho ver cine, así que siempre llego tarde a todo: la película es en realidad una especie de trilogía titulada Historias extraordinarias, del lejano 2008. Su dirección y su guion son de Mariano Llinás (hijo de Julio ídem, notable escritor argentino), y cuenta en rigor tres historias, cada una con sus respectivas subhistorias o derivaciones (metadiégesis, las llaman los críticos). Por donde sea que uno quiera verla tiene méritos: una banda sonora excelente, montaje de primera, actuaciones notables pese a que la mayoría son ejecutadas por actores no profesionales, fotografía de lujo y un relato tripartita en off que, por bien leído, jamás llega a cansar (entre otras aparece la voz de Juan Manujín, gran actor). Cada historia sigue su propio derrotero y uno presiente que en algún punto podrán converger, y no digo, para no quemar el final, si sí o si no sucede esto. Puedo hacer, insisto, merecidos elogios a toda la producción, pero hay un rasgo que deseo resaltar: la ambigüedad explícita de todo lo que se nos narra. En efecto, las voces en off que nos cuentan las historias nos instalan en un terreno permanentemente movedizo: el uso de locuciones adverbiales de duda como “al parecer”, “quizá”, “tal vez” “es posible”, “es probable” infunden la vaguedad que, reitero, suele tener la vida real. Un mérito del relato artístico es crear esta sensación, hacernos sentir que los personajes caminan a tientas en la penumbra.
¿Qué viene luego del encierro? ¿Cómo será la vida luego de la pandemia? ¿Es real lo que está pasando? Todo es incierto, todo es ambiguo, no por otra razón el maestro Álvaro Carrillo dijo lo siguiente en un bolero de la vieja escuela: “Sabrá dios, uno no sabe nunca nada”.

sábado, mayo 09, 2020

Juegos emergentes
















La cesura de la normalidad que propició el encierro ha exacerbado una disposición lúdica sin precedentes en las redes. A toda hora se nos atraviesan pequeños desafíos, retos de amigos, acertijos de cualquier índole. Está bien que así sea, pues el largo enclaustramiento está generando casos de ansiedad y depresión que en alguna medida pueden ser paliados por el divertimento. Por fortuna ya no falta mucho para restaurar el “orden” (por llamarlo así, aunque es necesario aclarar que se trata de un orden muy injusto) alterado por el microorganismo oriundo de China.
Dentro de mi propio estrés, hace algunos días imaginé uno juego viable para ser sumado al menú de juegos propuesto en la coyuntura del distanciamiento social. Pensé, en el estilo ucrónico de Óscar de la Borbolla, una pregunta: si fuéramos reporteros, ¿a qué personajes históricos desearíamos entrevistar y en qué momento? La pregunta puede extenderse a cinco o diez personajes; menos suena a poco y más suena a demasiado. En la idea de recorrer un abanico temporal más o menos amplio y no centrarme en un solo periodo de la historia, respondo, me respondo (tampoco hay que pensarlo demasiado, sino contestar de botepronto como todo lo que contestamos en las redes).
Empezaría por entrevistar a Sócrates mientras aguarda la cicuta; el hecho de que no reculara y, al contrario, se dejara ajusticiar con tal de sostenerse en lo dicho, es un ejemplo de valentía intelectual que no han menoscabado más de dos milenios. Luego me gustaría dialogar, en pleno Renacimiento, con Leonardo mientras dibuja el Hombre de Vitrubio, pedazo de papel que representa al humanismo, Un poco después, hacia finales del siglo XVI, no hubiera estado nada mal conversar con Cervantes durante su cautiverio de casi cinco años en Argel, para muchos críticos el momento bisagra en la vida de quien luego escribiría el Quijote. Casi de la misma época, pero de este lado del charco, sería muy grato conversar con sor Juana mientras escribe la Respuesta a Sor Filotea para dejar en claro quién es quién en los deportes. Y por último, del siglo XX, creo que me decanto por intercambiar algunas palabras con el Che mientras se disfraza para entrar a Bolivia con pasaporte falso.
Dejo fuera, con dolor, con mucho dolor, a decenas de personajes. Si tuviera más espacio metería a otros cinco (Marco Aurelio, Raimundo Lulio, Fray Bartolomé, Víctor Hugo, Flores Magón) y aun así no acabaría. Es lo malo de los juegos, que a veces envician y no queremos ver su fin.