La
bibliomanía es, como todas las manías, incurable y problemática. Es una de las
formas de la acumulación que, como ocurre en algún programa de televisión
gringo, llega a tocar extremos patológicos. Lo único bueno de la bibliomanía es
que se relaciona con uno de los objetos más nobles y útiles de la humanidad, el
libro, y no con frascos vacíos, centros de mesa obtenidos en bodas o trabajos
escolares de foami. Pese a tal
bondad, la acumulación de libros coloca al acumulador en un brete sin orillas:
siempre necesitará más y más espacio, más estantería y más disco duro neuronal
para recordar los ítems que ingresan al catálogo.
Por
razones de mudanza he tenido que internarme en un dédalo de libros cuyo fin
parece no tener fin. Como es lógico, han aparecido libros ocultos durante años,
volúmenes que no había podido mover y ahora, gracias a que en teoría tendrán
espacio disponible para quedar ordenados según el canon del lomo expuesto, ven de nuevo la luz y vienen a mi reencuentro.
Uno
de ellos es el Diccionario de la lengua
castellana preparado por Real
Academia. Es el libro más viejo que tengo, y fue impreso en Madrid hacia 1791, en
su tercera edición. Antes de su publicación, claro, hubo dos, de 1780 y 1783. En
los tres casos se trata de la edición reducida “a un tomo para más fácil uso”
de los lectores. El problema que encontró la RAE con la edición inaugural,
llamada Diccionario de Autoridades e
impresa entre 1726 y 1739, fue que decidió publicarla en varios tomos; la
institución pronto advirtió que tal procedimiento era impráctico por su
tardanza y su costo.
Hay
libros, la mayoría, de los que he olvidado el contexto en el cual los conseguí.
Uno de ellos no es, obvio, el de este valioso diccionario. Lo compré hace
veinte años, pero recuerdo con toda claridad los detalles de la adquisición. En
2001 gané el premio nacional de novela Jorge Ibargüengoitia con el libro Juegos de amor y malquerencia, y me dieron
75 mil pesos de premio, una cantidad decorosa para liquidar pendientes y
pensar, por qué no, en algún gustito extra. Coincidió entonces que apareciera
Fernando Martínez Sánchez, uno de mis dealers
bibliográficos, con el librote en la mano. Me lo ofreció a cinco mil pesos,
precio que me pareció razonable, y lo compré.
Desde
entonces lo conservo, y aunque su consulta no es nada frecuente, sé que está
allí, con toda su hermosa tipografía a cuestas y sus páginas de papel
bicentenario. Y ya que hablo sobre su tipografía (lo que más me gusta de este
libro), debo decir que fue impreso en el taller de Joaquín Ibarra y Marín, por
su viuda, con la tipografía Ibarra, que aquél diseñó.
Ahora
que lo reencuentro, el Diccionario
impreso con los tipos Ibarra es un buen talismán para atravesar lo que queda de
confinamiento. Sea.