A
varios narradores he leído que cuando escriben en modo teórico hacen
recomendaciones en su mayoría atinadas pues nacen de la práctica que se supone
ya dominan. Una de esas recomendaciones, para mí puntual y digna de toda
consideración, es la de no cometer el pecado de inventar acciones y personajes
absolutamente claros, definidos, precisos. Al relato siempre le cuadra bien, al
contrario, una dosis pertinente de nebulosidad, de incertidumbre, es decir, un
velo que impida ver con claridad el fondo de lo contado.
Explicar
esto no es tan fácil. De hecho, en los talleres literarios que varios alumnos
han tenido la desgracia de llevar conmigo he batallado para dejar en claro la
importancia de lo oscuro, de lo ambiguo. Dado algún caso en el que siento la oportunidad
de comentarlo, no lo desaprovecho, pues siempre es prudente que el narrador en
cierne conozca las virtudes del embozo. Digo, le digo: procura que los
personajes de tu relato muestren en algún momento alguna mínima duda acerca de
lo que anhelan o aborrecen, trata de que su destino no parezca planificado por
el autor de la historia, sino un destino aventado a la vida como la vida nos
avienta al mundo en la realidad: sin que sepamos bien a bien en dónde estamos
parados ni para qué hacemos lo que hacemos. Sólo así, con esas gotas de
ambigüedad, haremos que los personajes parezcan de carne y hueso, tan frágiles
e inseguros como nosotros, sus lectores.
Recién
este lunes 11 de mayo vi una película que puede servir mejor que ningún libro
para ilustrar lo que he tratado de explicar hace dos párrafos. No soy de mucho
ver cine, así que siempre llego tarde a todo: la película es en realidad una
especie de trilogía titulada Historias extraordinarias,
del lejano 2008. Su dirección y su guion son de Mariano Llinás (hijo de Julio
ídem, notable escritor argentino), y cuenta en rigor tres historias, cada una
con sus respectivas subhistorias o derivaciones (metadiégesis, las llaman los críticos). Por donde sea que uno
quiera verla tiene méritos: una banda sonora excelente, montaje de primera,
actuaciones notables pese a que la mayoría son ejecutadas por actores no
profesionales, fotografía de lujo y un relato tripartita en off que, por bien leído, jamás llega a
cansar (entre otras aparece la voz de Juan Manujín, gran actor). Cada historia
sigue su propio derrotero y uno presiente que en algún punto podrán converger,
y no digo, para no quemar el final, si sí o si no sucede esto. Puedo hacer,
insisto, merecidos elogios a toda la producción, pero hay un rasgo que deseo
resaltar: la ambigüedad explícita de todo lo que se nos narra. En efecto, las
voces en off que nos cuentan las
historias nos instalan en un terreno permanentemente movedizo: el uso de
locuciones adverbiales de duda como “al parecer”, “quizá”, “tal vez” “es
posible”, “es probable” infunden la vaguedad que, reitero, suele tener la vida
real. Un mérito del relato artístico es crear esta sensación, hacernos sentir
que los personajes caminan a tientas en la penumbra.
¿Qué
viene luego del encierro? ¿Cómo será la vida luego de la pandemia? ¿Es real lo
que está pasando? Todo es incierto, todo es ambiguo, no por otra razón el
maestro Álvaro Carrillo dijo lo siguiente en un bolero de la vieja escuela:
“Sabrá dios, uno no sabe nunca nada”.