miércoles, mayo 13, 2020

Uno no sabe nunca nada












A varios narradores he leído que cuando escriben en modo teórico hacen recomendaciones en su mayoría atinadas pues nacen de la práctica que se supone ya dominan. Una de esas recomendaciones, para mí puntual y digna de toda consideración, es la de no cometer el pecado de inventar acciones y personajes absolutamente claros, definidos, precisos. Al relato siempre le cuadra bien, al contrario, una dosis pertinente de nebulosidad, de incertidumbre, es decir, un velo que impida ver con claridad el fondo de lo contado.
Explicar esto no es tan fácil. De hecho, en los talleres literarios que varios alumnos han tenido la desgracia de llevar conmigo he batallado para dejar en claro la importancia de lo oscuro, de lo ambiguo. Dado algún caso en el que siento la oportunidad de comentarlo, no lo desaprovecho, pues siempre es prudente que el narrador en cierne conozca las virtudes del embozo. Digo, le digo: procura que los personajes de tu relato muestren en algún momento alguna mínima duda acerca de lo que anhelan o aborrecen, trata de que su destino no parezca planificado por el autor de la historia, sino un destino aventado a la vida como la vida nos avienta al mundo en la realidad: sin que sepamos bien a bien en dónde estamos parados ni para qué hacemos lo que hacemos. Sólo así, con esas gotas de ambigüedad, haremos que los personajes parezcan de carne y hueso, tan frágiles e inseguros como nosotros, sus lectores.
Recién este lunes 11 de mayo vi una película que puede servir mejor que ningún libro para ilustrar lo que he tratado de explicar hace dos párrafos. No soy de mucho ver cine, así que siempre llego tarde a todo: la película es en realidad una especie de trilogía titulada Historias extraordinarias, del lejano 2008. Su dirección y su guion son de Mariano Llinás (hijo de Julio ídem, notable escritor argentino), y cuenta en rigor tres historias, cada una con sus respectivas subhistorias o derivaciones (metadiégesis, las llaman los críticos). Por donde sea que uno quiera verla tiene méritos: una banda sonora excelente, montaje de primera, actuaciones notables pese a que la mayoría son ejecutadas por actores no profesionales, fotografía de lujo y un relato tripartita en off que, por bien leído, jamás llega a cansar (entre otras aparece la voz de Juan Manujín, gran actor). Cada historia sigue su propio derrotero y uno presiente que en algún punto podrán converger, y no digo, para no quemar el final, si sí o si no sucede esto. Puedo hacer, insisto, merecidos elogios a toda la producción, pero hay un rasgo que deseo resaltar: la ambigüedad explícita de todo lo que se nos narra. En efecto, las voces en off que nos cuentan las historias nos instalan en un terreno permanentemente movedizo: el uso de locuciones adverbiales de duda como “al parecer”, “quizá”, “tal vez” “es posible”, “es probable” infunden la vaguedad que, reitero, suele tener la vida real. Un mérito del relato artístico es crear esta sensación, hacernos sentir que los personajes caminan a tientas en la penumbra.
¿Qué viene luego del encierro? ¿Cómo será la vida luego de la pandemia? ¿Es real lo que está pasando? Todo es incierto, todo es ambiguo, no por otra razón el maestro Álvaro Carrillo dijo lo siguiente en un bolero de la vieja escuela: “Sabrá dios, uno no sabe nunca nada”.