Desde hace quince años se veían
una vez a la semana sin mayor motivo, sólo movidos por la necesidad de
chingarse unas cervezas y platicar de los temas que al azar fueran saliendo.
Habían estudiado juntos la carrera y ese dato generacional se repetía más o
menos, simétricamente, en sus biografías: ambos se dedicaron al pequeño
comercio, ambos se habían casado jóvenes, ambos tenían dos hijos, ambos leían
revistas de política sólo para maldecir a los políticos, ambos gustaban de
platicarse —sin ahorro de detalles— lances con mujeres que mezclaban la verdad
con la mentira y ambos, para colmo, se llamaban igual: Raúl. Eran pues buenos
amigos, de ésos que no se guardan secretos y podrían parecer algo gemelos. Por
eso la conversación en la cantina a veces era innecesaria: se sabían todo y
como había semanas sin novedad en el trabajo, en la familia o en las supuestas
andanzas con mujeres terminaban bebiendo Tecates en silencio, sin algo más o
menos interesante para comentar. Un martes cualquiera, Raúl uno recordó un
asunto: Ayer recibí un embarque nuevo de productos, lo estaba descargando en el
negocio y allí cerca vi la escena del vendedor de burritos que desde hacía
meses tomó la esquina para vender. Llegó un hombre como de treinta y cinco con
un adolescente, a comprar. El adulto pidió cuatro, pero le faltaban tres pesos
y dijo al burrero que si después se los pagaba, porque deseaba dos para él y
dos para su hijo, pues habían salido hace tres días de Guanajuato, que iban a
Juárez y casi no habían comido. El burrero se negó, dijo que sólo alcanzaba
para tres. En eso intervine, le dije al burrero que le diera el cuarto burro,
que yo pagaba la diferencia. Ya con la comida en la mano, el hombre y su hijo
se acercaron y me dieron las gracias con demasiada insistencia. El padre
añadió, sumiso, casi servil, que si me ayudaba a descargar, que si lavaba la
camioneta, que si barría la calle. Le dije que no, que comiera y siguiera su
rumbo, que nada debía agradecer, que lo había ayudado con mucho gusto pues era
una injusticia que no tuviera para los cuatro burritos que necesitaba. Raúl dos
conocía muy bien a Raúl uno y vio que, como en otras ocasiones, quería lucir su
espíritu caritativo, y como sabía que el enojo era imposible entre ambos, lo ubicó.
Lo injusto no es, le dijo, que el padre no pudiera comprar eso. Lo injusto es
que ese hombre no estuviera en su casa, lo injusto era que no tuviera trabajo,
lo injusto era que ese joven no estuviera en su escuela, lo injusto era que
ambos se sintieran obligados a agradecer algo que debían tener completo tres
veces al día sin necesidad de humillaciones ni Raúles cómodamente apiadados.
sábado, julio 30, 2016
Bajo la tormenta
Publiqué esto en el Facebook, pero quiero conservarlo también en este espacio:
Tras el diluvio de anoche todos o casi todos en La Laguna podemos contar algo. Yo también tengo una historia. Duró como cinco horas. Como a las siete y pelos me preparaba para pasar por mis hijas con el fin de pasear. Por Whatsapp les comuniqué que esperaran, pues una gorda nube negra se veía en camino, aterradora. Por un momento pensé (seguramente pensamos muchos) que llovería como suele llover en La Laguna: un salivazo de quince o veinte minutos. Poco después se nos vino encima el apocalipsis now e, inevitablemente, escribí a mis hijas que se suspendía el paseo. Vivo en un espacio acogedor, con departamentitos antiguos, y a veces, cuando he estado de viaje y llueve fuerte, mis vecinos han desahogado el agua que se acumula en mi patio. Ahora me tocó a mí: varios de mis vecinos estaban de viaje, así que ante la lluvia brutal de inmediato me calcé unos huaraches, un short y una gorra de pelotero, tomé la escoba y a madres comencé a despejar el pasillo que hace alberca y puede inundar las habitaciones. Una hora o más de diluvio me obligó a no parar, a barrer como poseído por el demonio. A medio jale llamé a mis hijas para preguntar cómo estaban. Me comunicaron que bien, pero también que había humedad en ciertas zonas interiores de su casa. Sospeché. Al final, luego del desastre, escampó, esperé treinta minutos ahora secando un charquito que se coló a mi depa, y entonces tomé el coche para revisar los estragos en casa de mis hijas. La distancia es corta, pero al conducir por la Colón llegué a la altura de la Bravo y había una laguna pavorosa, como de medio metro de alto. Traté de pasarla, pero como mi coche es bajo de inmediato dio muestras de que estaba valiendo madre, así que muy apenas pude recular y a punta de tirones regresé. Era imprudente no ir a casa de mis hijas, así que decidí hacerlo a pie. Me puse ahora los tenis y desempaqué una sudadera, pues seguía cayendo una especie de garúa helada. Caminé entonces por la ciudad, eran como las once de la noche y anduve encima de los estropicios. Pasé caminando bíblicamente por las aguas, sin importarme nada, y vi bares que esperaban un viernes de reventón y no tenían ni moscas. Al atravesar el bulevar Independencia, un océano, esperé mi rojo y de todos modos un imbécil fresa con Jetta del año casi me atropella. Le grité "¡cuidado, hijo de puta, está en rojo!", y seguí mi camino a agua (no a campo) traviesa. Al llegar a casa de mis hijas subí a la azotea, en efecto destapé canales de desagüe que por la obstrucción de hojas formaba albercas aéreas. Una hora después estaba todo despejado y regresé por la misma ruta acuática a mi depa. Vi incluso soldados en camionetas con la leyenda "Plan DN II". Era ya la medianoche, tenía sed y hambre, y no había nada en la calle para comer. En el Oxxo compré algo de chatarra y ya en mi refugio sin luz, alumbrado con una vela, me di un baño con énfasis en el aseo de las patas. Yo sabía a esa hora que la ciudad estaba muy golpeada, y que eso será inevitable cada vez que llueva así. A estas alturas de nuestra historia es imposible una inversión para mejorar el drenaje pluvial. Sería mucho dinero, demasiada tentación para los expertos en tirar rollo, sólo rollo.
miércoles, julio 27, 2016
Helicóptero
Nos dijeron que veríamos al
presidente de la República, y fue inolvidable. Todo comenzó cuando el problema
se puso profundamente grave y en asamblea decidimos organizar las protestas. Lo
primero fue el bloqueo: tapamos durante varias horas la carretera de paso hacia
Torreón y eso no sólo nos arrimó a la prensa, sino al delegado federal con el
que dialogamos durante dos horas. Prometió solución en menos de una semana, de
manera que levantamos el bloqueo y esperamos la respuesta. La semana pasó,
claro, y el delegado no dio trazas de haber conseguido nada. Lo localizamos por
teléfono y nos pidió una semana más de margen: “Estoy en México, no es fácil
contactar al señor secretario, comprendan, estoy en eso, les suplico una semana
más”. Volvimos a convocar una asamblea y acordamos conceder la semana extra. El
problema seguía, pero tampoco quisimos pasar por intransigentes, así que era
mejor esperar otro tanto. La semana casi terminaba y el delegado se nos
adelantó con un telefonazo desde la capital: “Sé que tal vez les parezca poco,
pero ya tengo cita con el señor secretario. Es dentro de quince días, conviene
que esperen”. Para saber si esperábamos o no fue convocada otra asamblea. Los
más acelerados recomendaron, no sin mentadas de madre al delegado, otro
bloqueo, y los más sensatos, entre los que me contaba, propusimos calma, pues
ya estábamos casi ante las puertas de la Secretaría. La votación nos favoreció,
por suerte, y dejamos pasar esa quincena. El día llegó y la respuesta del
secretario fue que esperáramos hasta fin de año, fecha en la que se calcularía
el nuevo presupuesto. Estallamos. Organizamos un nuevo bloqueo y hasta quemamos
llantas para añadir drama a las fotos periodísticas de la protesta. El delegado
llegó entonces con una noticia espléndida: el presidente, dijo, nos recibiría
en su rancho de Nuevo León. Según esto había hablado con él. Organizamos una comitiva
y en troca salimos tres comisionados rumbo a Saltillo. Allí nos recibió el
delegado y esperamos varias horas sin saber en qué momento nos encontraríamos con
el presidente. Ya comenzábamos a impacientarnos y amenazamos con regresar
cuando el delegado nos llevó hasta donde estaba un helicóptero: “Los dejará en
el rancho del señor presidente”, dijo. Subimos emocionados y nerviosos. Al
llegar, bajamos y nos recibió un licenciado fino y falsamente amable. Nos dijo
que el señor presidente vería nuestro caso, que le dejáramos algún papel, y nos
retacharon otra vez por aire. Han pasado cinco años. El presidente, a quien
jamás vimos, ya es ex presidente y nuestro problema sigue intacto. Pero volamos
tres en helicóptero, eso es lo inolvidable.
martes, julio 26, 2016
Marcial sobre Ruta Norte Laguna
El escritor y editor Marciál Fernández publicó este cebollazo sobre Ruta Norte en su columna de El Economista (17 de julio de 2016). Lo reproduzco aquí con impudicia y reiterado agradecimiento:
Ruta Norte Laguna
Marcial Fernández
Jaime Muñoz Vargas (Gómez
Palacio, Durango, 1964) es un autor todo terreno. Lo mismo escribe poesía que
novela, microficción que periodismo, ensayo que biografía, etcétera, y su
cuentística se caracteriza por ser una de la más interesantes y variadas de
México.
Hará cosa de seis o siete
años Vicente Alfonso me recomendó para publicar a un autor del norte, amigo
suyo, del que decía maravillas. Le respondí que me interesaba conocer su obra y
me mandó un libro inédito que, por exceso de trabajo, se fue al final de la
lista de maquinescritos por dictaminar.
Un año después, Chema
Espinasa, editor de Ediciones sin Nombre, me regaló Leyenda Morgan (cinco casos
de sensacional policiaco), de Jaime Muñoz Vargas, quien con dicho trabajo había
ganado el Premio Nacional de Cuentos San Luis Potosí, y, de pronto, me vi
escribiendo y publicando que tal libro invitaba a pensar en un autor con un
estilo definido, un cuentista duro, directo y que no da pie a dobles lecturas.
Agregaba: las historias que
cuenta, en las que el antihéroe es un policía judicial de nombre Primitivo
Machuca Morales, Teniente Morgan, se antojan como una radiografía de la vida
delincuencial y de los bajos fondos en una ciudad del interior de México, ello
en una época apenas anterior a la guerra que Felipe Calderón iniciara contra el
crimen organizado.
Concluía: muy bien escrito
—caso raro en estos tiempos en el que todo se justifica gracias a un
posmodernismo trasnochado—, los cuentos de Leyenda Morgan contienen el
ingrediente más valorado del género negro: mantener la tensión en la trama, esa
intriga que poco a poco va creciendo hasta formular un remate que, por lo
general, es sorpresivo, y lo es no por una vuelta de tuerca en cada uno de los
relatos, sino por la misma coherencia interna de los personajes que participan
en tal o cual asesinato.
Una vez publicada la
reseña, me encontré a Vicente Alfonso, quien me comentó que el tal Jaime Muñoz
Vargas que tanto me había gustado era el mismo cuentista que me recomendó un
año atrás y cuyo inédito yo aún no leía. Me adentré entonces en Las manos del
tahúr, cuyo registro literario es absolutamente distinto a Leyenda Morgan,
pero, como éste, sus cuentos son contundentes y el supuesto azar es guiado por
un intelecto fiero, cruel, nada complaciente y certero en cuanto a sus finales.
Tras la lectura, me puse en
contacto con Jaime y el libro salió publicado en poco tiempo, primero, en
soporte de papel y, después, en formato de e-book. Pero por una razón u otra
nunca lo presentamos. Es más, apenas conocí personalmente a su autor hace dos
años, en un festival de literatura de Durango en el que coincidimos. Y no,
tampoco nos volvimos grandes amigos, apenas si charlamos para hacernos una foto
y subirla a Facebook.
Desde entonces, sin
embargo, me volví lector de cuanto escribía en su blog, Ruta Norte Laguna, que
en estos días celebra una década de existencia y en el que recientemente Jaime
publica de manera semanal un cuento de un solo párrafo con un alarde de técnica
asombrosa, de ésa que es invisible para los lectores que sólo disfrutan lo bien
contado de cada cuento.
Busquen y lean alguno de
sus libros o su blog, no se arrepentirán.
Nota: la foto que adereza el post me la tomó mi hija mayor en una calle de Buenos Aires (agosto de 2011). Aunque lo parezcan, las botellas no eran mías.
sábado, julio 23, 2016
Ajedrez
Mi
relación con el ajedrez fue breve pero intensa, de algunos meses apenas. En
1981 u 82 lo aprendí sin mucho profesionalismo, un tanto a la fuerza, gracias a
un vecino que necesitaba un rival fácil de vencer, lo que en México denominamos
“pichón”. Tras elegirme como discípulo-sparring, en unas cuantas horas me
enseñó los movimientos según la pieza y las reglas principales. Cuando al fin
tuve la información básica entablé (literalmente: en-tablé) algunas partidas contra
aquel cuate que deseaba con toda su alma hacerme ver ridículo. No lo logró: en
el poco tiempo que jugué ajedrez, un año más o menos, maniobré con sagacidad,
con la suficiente destreza para que los desafíos no resultaran un trámite en el
que mi rival ganaba y yo quedaba como tonto. No, con el paso de los meses las
partidas se hicieron largas y debo reconocer, sin abusar de la inmodestia, que
hubo un momento en el que le gané casi todos los encuentros, de manera que poco
a poco terminamos aburridos y alejados de aquel magnético divertimento. Ya
nunca jugué más. Bueno, sí, una vez, esto en 1995 más o menos, contra un
compañero de trabajo, un periodista que me derrotó sin despeinarse. Por esas
mismas fechas vi una escena muy interesante. Yo trabajaba en una revista, y al
salir una tarde de mi cubículo alcancé a mirar hacia la zona donde teníamos la impresora.
Allí estaban, serios, concentradísimos, el vigilante y el prensista con el
mismo tablero de ajedrez que a mi colega periodista para hacerme añicos. Me detuve.
Los contendientes apoyaban sus codos en los muslos, las manos en las barbillas,
ambos inclinados sobre el tablero, como si fueran Kasparov contra Karpov.
Apenas notaron mi presencia. Aquello despertó mi interés y tomé una silla para
seguir la partida como espectador. Pasaron dos minutos, tres, cuatro, y uno de
los jugadores movió un peón. Seguía el turno de su rival. Esperé. Para mí era
lógico el movimiento que seguía, pero el jugador la pensó varias veces antes de
tomar la pieza y transitar hacia otro escaque. Lo raro fue que era un caballo,
y lo movió mal. Noté pues algo raro. Me atreví a opinar, a romper aquel
silencio. Le dije que el caballo no podía realizar ese movimiento. El jugador
cuestionado respondió: “¿Cuál movimiento?”. Les expliqué: “Ése, no puede moverse hacia
un casillero inmediato. En el ajedrez el caballo salta desde su posición dos
casilleros hacia cualquier lado y uno más a izquierda o a derecha”. La
respuesta fue fulminante. “No estamos jugando ajedrez. No sabemos jugar a esa chingadera.
Estamos jugando a las damas”.
miércoles, julio 20, 2016
Palmadas
El
balón provenía de un rebote. Lo tomé como dos metros afuera de nuestra área
grande, justo cuando ellos se habían ido en masa a rematar un córner en aquel
partido surrealista. Íbamos igualados a dos y ya estábamos en la compensación.
El empate determinaba tiempos extras y sin duda nos aventajaban en condición
física. Mis compañeros ya estaban derretidos por el cansancio. Ellos habían
dejado al zaguero y al guardameta en el fondo, y me salió de inmediato un
enemigo al que eludí con un autopase largo, ya con mi última reserva de energía.
De reojo vi que su lateral, un enano velocísimo, comenzó la carrera para
alcanzarme desde el otro lado de la cancha. Avancé diez metros y con una mirada
inmediata hacia atrás noté que nadie, ninguno de los míos, me acompañaba. La
jugada se abría pues para mí solo, sin remedio. El defensa corrió unos cinco
metros hacia atrás y abrió los brazos para cuidar el quiebre por alguno de sus flancos.
Indeciso llegué casi hasta él y sólo por intuición le piqué corto el balón
hacia la izquierda. Cometió entonces un error de central primerizo: me dio la
espalda para alcanzarme por el lado hacia donde empujé el balón. Como mi trazo
fue cortito viré hacia la derecha. El defensor, perdido ya, iba corriendo en mi
dirección, de espaldas al balón y sin saber por qué punto me escurriría. Al
verme de reojo le tiré de nuevo el balón hacia su lado ciego y ahí quedó, el
pobre, hecho nudo con su propio cuerpo. Creí que el portero sería más fácil
cuando lo vi venir encarrerado a cerrar el ángulo. Para tomarlo a contramarcha
adelanté como siete metros el balón por su derecha. Pensé que yo iba pasar
limpio, pero como estábamos afuera de su área grande todavía alcanzó a echarme el
cuerpo encima para tratar de derribarme. Trastabillé, temí que el árbitro
pitara tiro libre y expulsión, pero supongo que le pareció clara la ley de la
ventaja. Toqué el césped con las dos manos, sin caer. Al recuperar mi vertical
vi que el balón se adelantó hacia la línea de meta. Sentí que podía alcanzarlo,
pegué el último sprint y llegué a tiempo para patear al arco en diagonal. No sé
de dónde, sin embargo, salió el enano lateral para obstruir el primer palo. Por
intuición, sólo por intuición, porque el futbol es así, corté hacia dentro y el
enano se estrelló en el poste. Entonces quedé solo a medio metro del arco.
Detuve el balón, miré hacia atrás, esperé uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos
eternos mientras nuestra gente ya gritaba gol. Por fin la empujé con un
toquecito. Para celebrar corrí hacia la esquina, miré a la tribuna y en la
espalda sentí las palmadas del primero que llegó a felicitarme. Las palmadas
fueron poco a poco más insistentes. Miré hacia atrás y allí estaba mi padre,
despertándome.
viernes, julio 15, 2016
Fotos de Manolo Herrera
Hoy concluyó la exposición "Un viaje hacia lo perfecto de lo imperfecto" montada en Cimaco Cuatro Caminos, de Torreón, por Manolo Herrera. Por su invitación, escribí las palabras que aquí también comparto junto con cinco de las fotos.
Manolo Herrera: el descubrimiento de lo inmediato
Como cualquier herramienta, la fotografía puede servir para muy
variados objetivos. Los dos más comunes son, quizá, informar (como periodismo)
y producir goce (como arte). Hay otros propósitos, claro, pero las dos
vertientes mencionadas son las principales. En el caso de las fotos realizadas
por Manolo Herrera destaca el fin artístico y otro más sutil: el de descubrir. Tras
recorrer su exposición podremos experimentar el tenue estremecimiento que suele
producir el arte en el interior de la sensibilidad. Algo hay de etéreo, de
indefinible en estas imágenes, tanto que no necesitamos explicaciones para
disfrutarlas. Ahora bien, sin nos damos a la tarea de buscar una razón para
entender por qué estas fotos nos producen placer, creo que podemos encontrarla
y es aproximadamente esta: porque todas develan la belleza de lo inmediato.
Allí donde muchos sólo vemos un muro, una puerta, una ventana, una escalera, un
animal, una sombra, un anuncio, un deterioro, una pareja, un rostro, un
firmamento, Manolo ve algo más. No es, como pudiera pensarse, un asunto de mero
encuadre, de mero acabado cromático, de mera técnica, sino algo más profundo
que me atrevo a denominar mirada poética.
En efecto, la mirada de Manolo halla poesía en lo elemental y arte en lo que
aparentemente no la tiene. Gracias a esto, en sus imágenes descubrimos que lo cercano,
visto con ojos atrevidos, puede ser revelador, sorpresivo, inaudito incluso.
Por esto, las fotos de Manolo nos enseñan a mirar, a descubrir la belleza escondida
que todos —con cámara o sin ella y en cualquier lugar— tenemos al alcance de la
vista.
sábado, julio 09, 2016
Pasaporte
Aunque provenientes de distintos rumbos, los cuatro mexicanos coincidimos en la llagada al congreso internacional y acordamos desayunar juntos antes de que comenzaran los trabajos. Eso hicimos: al siguiente día bajé un poco tarde al restaurante porque en la habitación dediqué libros para regalar. Al caer en la mesa lo primero que hice fue entregar los libros y, al parecer, alegrar a mis paisanos aunque para mí eso fuera, más bien, eliminar el lío de cargar libros de mi autoría. Desayunamos entre bromas y comentarios sobre las diferencias del menú mañanero de Colombia y México. Llegó el momento de la cuenta y con él un problema: ninguno habría cambiado sus dólares a la moneda local. La cajera, una mujer nada alegre, más bien algo hostil, nos pidió "cancelar" (es decir, "pagar") las cuentas sólo con pesos colombianos. Estábamos en un momentáneo problema, pues la cajera mostraba una cara de amargor casi amenazante. Uno de mis amigos, veracruzano para más señas, dijo que pagaría entonces con su tarjeta. Se la dio a la cajera, quien la pasó y cobró las cuatro cuentas. Cuando el amigo jarocho se dio por enterado ya era tarde: le habían cobrado todo y el tarjetazo era irreversible. Se molestó mucho, hizo el reclamo de rigor un poco entre dientes, pero se obligó a resignarse. De inmediato decidimos buscar una casa de cambio. La localizamos enfrente del hotel, y allá fuimos. Mi amigo veracruzano, como todos los demás, cambió sus dólares y por obligación mostró, también como todos, su pasaporte. Luego volvimos un rato al hotel y hasta ahí llegó esta parte de la aventura. Después vino lo terrible: ya en el congreso, mi amigo de Veracruz me dijo que había dejado su pasaporte en la casa de cambio y que no se lo regresaron. Le ayudé a pensar en las consecuencias si extraviaba ese documento, y lo vi temblar. Le dije que corriera a la casa de cambio, que su tranquilidad estaba en recuperar, sí o sí, el pasaporte. Corrió en taxi, desolado, pero una hora después volvió ya muy canchero, más feliz que si le hubiera pegado al gordo de la lotería. Por supuesto le pregunté qué había pasado, y sonriendo me respondió que había perdido un rato el pasaporte por mi culpa: temblé. Luego explicó: "Fui a la casa de cambio, en efecto, y les pedí mi pasaporte. Me aseguraron que lo habían devuelto de inmediato, como lo hacen con todo el mundo. Me enojé y entonces pusieron el video. Lo revisamos y allí se veía claramente que me entregaron el pasaporte y que en lugar de guardarlo en mi bolsa de la camisa lo coloqué en medio del libro que me regalaste. Corrí al hotel, abrí el libro y respiré tranquilo". Tenía razón: mi libro se tragó por un momento el pasaporte. Por eso digo que la literatura siempre nos mete en líos.
miércoles, julio 06, 2016
Diez años con blog
Hago un breve alto en los relatos que decidí publicar este año para ver qué se siente armar un libro a medida que camina la columna. El motivo de la pausa es celebrar casi íntimamente, sin champaña pero con alegría, que el blog Ruta Norte Laguna cumple hoy su primera década de vida. Lo abrí, en efecto, en un momento en el que los blogs estaban comenzando su decadencia como espacios de moda en la web pues ya venía en camino el reinado, hoy plenamente visible, de las redes sociales.
Recuerdo que la primera vez que oí hablar de los blogs fue más o menos en 2002 o 2003 gracias al escritor David Miklos, mi cuate hasta la fecha. Miklos me dijo que este sistema permitía abrir y sostener una especie de bitácora en tiempo real, que no tenía límite de espacio si uno quería escribir mucho allí y que contaba con otras ventajas, como admitir imágenes, fechar automáticamente cada entrada (o "post", en el argot bloguero) y en crear un archivo mundialmente visible de todo lo que uno quisiera trepar. Por supuesto, como me ocurre siempre dado mi natural lento para congeniar con las novedades, no abrí el blog de inmediato. De hecho, dejé pasar varios meses, incluso años, antes de animarme a probar suerte. En realidad no le vi gracia. Pensaba que con una página web de hosting gratuito era suficiente, y yo ya tenía una de aquellas horrendas elaboradas con Front Page, precarias en megas de hospedaje que ofrecía la, por suerte, hoy desaparecida Geocities.
Llegó entonces el 6 de julio de 2006, y con ese día el desvergonzado fraude electoral perpetrado por Fox no por amor al beodo candidato del PAN, sino por odio a López Obrador. La noche del cómputo fue un dechado de cinismo que con un porcentaje inventado y minúsculo dio como supuesto resultado veraz lo que ya sabemos: la imposición de un sujeto que luego vendría a bañarnos en sangre con una "guerra" que obviamente no resolvió nada y sólo sirvió para lo que sirvió: militarizar la realidad con el fin de inhibir inquietudes políticas en un país que quedó políticamente fracturado luego de los comicios.
El 6, pues, abrí el blog para opinar sin límite de espacio ni de tiempo sobre lo que se me cantara, como dicen los argentinos. Fue útil para eso, pero no sólo. En las primeras semanas advertí que en efecto el blog me permitía almacenar todo, absolutamente todo lo que iba publicando en diarios y revistas. La literatura, es decir, mis cuentos y eso, lo dejé para habitar en libros. Los maquinazos de la prensa, todo lo que escribo sobre las rodillas porque así es escribir para la prensa, tuvo en el blog un acomodo inmejorable. De vez en cuando ocurría (aunque parezca increíble) que algún lector me preguntaba sobre un texto viejo. Antes le pedía su mail y le enviaba el documento de Word. Ya con el blog eso cambió: simplemente le mandaba el enlace o le decía "está en mi blog". Este espacio me sirvió pues, y me sirve todavía, como depósito, como archivo, como pequeño escaparate, y con tal uso me he dado por satisfecho.
Que ya nadie lee blogs, dicen. Que son mastodontes aburridos en el universo fecebookero y tuitero, agregan. Quizá tienen razón quienes así los describen. Yo, sin embargo, ya dije para qué lo quiero (como depósito) y no sé cómo ni exactamente por qué he tenido disciplina para no dejarlo morir, pues prácticamente no ha pasado semana desde 2006 en la que no le suba dos, tres, cuatro textos. Hoy cumple pues diez años, tiene cerca de medio millón de visitas de México, Estados Unidos, Argentina, Alemania y Rusia principalmente, dos mil posts y, calculo, más de seis mil cuartillas que me contentan porque al menos muestran que en esto, sólo en esto, sí he tenido perseverancia.
Donde sea, como sea, seguiré alimentando el ya casi obsoleto blog Ruta Norte Laguna. Me lo prometo aquí, a punto de aterrizar en Bogotá y escribiendo a las carreras en la incomodidad del celular que tampoco se raja aunque también ya sea viejito.
sábado, julio 02, 2016
Osito
Un
osito de peluche bailaba afuera de la tienda de regalos La Sonrisa. El osito en
realidad era Fabricio, quien supuestamente andaba de viaje. Su plan fue ese:
mentir a Yolanda, usar como pretexto uno de sus viajes de trabajo para simular
la chamba de botarga con la cual espiaría las andanzas de su esposa en aquel
departamento. Fabricio sospechó que algo andaba mal, que su mujer no se quejaba
pese a las ausencias. Pensó en sorprenderla, en agarrarla con las manos en la
masa del amante. Cierto que Fabricio usaba los viajes para pasear con Vero, su
novia, y que esa relación ya iba para varios meses de fervor. Pero mientras
viajaba con su amante no dejaba de acosarlo la casi absoluta certeza de que su
mujer ya se metía con otro. Fue en Querétaro donde se le ocurrió la idea.
Fabricio caminaba con Vero y afuera de una tienda de mascotas vio bailar una
botarga de conejito. Al lado de la botarga una joven fotógrafa pedía al público
que se dejara retratar junto al peluche. Por jugar, como amantes aniñados y sin
saber por qué, Fabricio aceptó la oferta. Tras despedirse del sujeto metido en el disfraz y de la fotógrafa le llegó la iluminación. Poco después, de regreso en La
Laguna, puso en marcha el plan. Investigó: el posible amante de Yolanda vivía
en un departamento. Fue a recorrer el sitio y vio la tienda de regalos. Luego
consiguió una botarga, un equipo de sonido y contrató un fotógrafo. Lo que
siguió fue simple: ofreció una semana gratis, sin compromiso, a la tienda.
Prometió embusteramente que el baile del osito incrementaría las ventas. En la
tienda mordieron el anzuelo. Mintió a Yolanda sobre un viaje urgente, hizo una
maleta falsa y fingió correr a la central de autobuses. Al día siguiente comenzó
a bailar. Fabricio estaba seguro de que Yolanda aparecería inmediatamente con
su amante, y no se equivocó: esa misma tarde llegaron en un Mustang negro. El
tipo era atlético, con traza de que hacía mucho gimnasio, una especie de galán
corriente. Bajaron del coche y el osito les hizo señas. Por suerte cayeron en la trampa y se dejaron tomar una foto. Luego se perdieron en el edificio de
departamentos. Fabricio, claro, estaba molesto, celoso, herido en su amor
propio de macho, pero algo le decía que el asunto no estaba tan mal: ya tenía
la prueba para terminar con Yolanda. Como el gato que juega con el ratón antes
de devorarlo, decidió proceder lentamente, sin alterarse, incluso
enigmáticamente, para desconcertar a su mujer, para ponerla nerviosa antes de propinarle
el mazazo último. Por mail le envió la foto del osito con la pareja bien tomada
de la mano, y añadió estas malévolas palabras: “Yolandita: mira lo que tiene el
osito”. Dos horas después, también por mail, Yolanda le envió una foto tomada
hace pocas semanas frente a una tienda de mascotas, y esta frase: “Adivina
quién vivió dentro del conejito, querido”.
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