Nos dijeron que veríamos al
presidente de la República, y fue inolvidable. Todo comenzó cuando el problema
se puso profundamente grave y en asamblea decidimos organizar las protestas. Lo
primero fue el bloqueo: tapamos durante varias horas la carretera de paso hacia
Torreón y eso no sólo nos arrimó a la prensa, sino al delegado federal con el
que dialogamos durante dos horas. Prometió solución en menos de una semana, de
manera que levantamos el bloqueo y esperamos la respuesta. La semana pasó,
claro, y el delegado no dio trazas de haber conseguido nada. Lo localizamos por
teléfono y nos pidió una semana más de margen: “Estoy en México, no es fácil
contactar al señor secretario, comprendan, estoy en eso, les suplico una semana
más”. Volvimos a convocar una asamblea y acordamos conceder la semana extra. El
problema seguía, pero tampoco quisimos pasar por intransigentes, así que era
mejor esperar otro tanto. La semana casi terminaba y el delegado se nos
adelantó con un telefonazo desde la capital: “Sé que tal vez les parezca poco,
pero ya tengo cita con el señor secretario. Es dentro de quince días, conviene
que esperen”. Para saber si esperábamos o no fue convocada otra asamblea. Los
más acelerados recomendaron, no sin mentadas de madre al delegado, otro
bloqueo, y los más sensatos, entre los que me contaba, propusimos calma, pues
ya estábamos casi ante las puertas de la Secretaría. La votación nos favoreció,
por suerte, y dejamos pasar esa quincena. El día llegó y la respuesta del
secretario fue que esperáramos hasta fin de año, fecha en la que se calcularía
el nuevo presupuesto. Estallamos. Organizamos un nuevo bloqueo y hasta quemamos
llantas para añadir drama a las fotos periodísticas de la protesta. El delegado
llegó entonces con una noticia espléndida: el presidente, dijo, nos recibiría
en su rancho de Nuevo León. Según esto había hablado con él. Organizamos una comitiva
y en troca salimos tres comisionados rumbo a Saltillo. Allí nos recibió el
delegado y esperamos varias horas sin saber en qué momento nos encontraríamos con
el presidente. Ya comenzábamos a impacientarnos y amenazamos con regresar
cuando el delegado nos llevó hasta donde estaba un helicóptero: “Los dejará en
el rancho del señor presidente”, dijo. Subimos emocionados y nerviosos. Al
llegar, bajamos y nos recibió un licenciado fino y falsamente amable. Nos dijo
que el señor presidente vería nuestro caso, que le dejáramos algún papel, y nos
retacharon otra vez por aire. Han pasado cinco años. El presidente, a quien
jamás vimos, ya es ex presidente y nuestro problema sigue intacto. Pero volamos
tres en helicóptero, eso es lo inolvidable.