sábado, julio 09, 2016

Pasaporte












Aunque provenientes de distintos rumbos, los cuatro mexicanos coincidimos en la llagada al congreso internacional y acordamos desayunar juntos antes de que comenzaran los trabajos. Eso hicimos: al siguiente día bajé un poco tarde al restaurante porque en la habitación dediqué libros para regalar. Al caer en la mesa lo primero que hice fue entregar los libros y, al parecer, alegrar a mis paisanos aunque para mí eso fuera, más bien, eliminar el lío de cargar libros de mi autoría. Desayunamos entre bromas y comentarios sobre las diferencias del menú mañanero de Colombia y México. Llegó el momento de la cuenta y con él un problema: ninguno habría cambiado sus dólares a la moneda local. La cajera, una mujer nada alegre, más bien algo hostil, nos pidió "cancelar" (es decir, "pagar") las cuentas sólo con pesos colombianos. Estábamos en un momentáneo problema, pues la cajera mostraba una cara de amargor casi amenazante. Uno de mis amigos, veracruzano para más señas, dijo que pagaría entonces con su tarjeta. Se la dio a la cajera, quien la pasó y cobró las cuatro cuentas. Cuando el amigo jarocho se dio por enterado ya era tarde: le habían cobrado todo y el tarjetazo era irreversible. Se molestó mucho, hizo el reclamo de rigor un poco entre dientes, pero se obligó a resignarse. De inmediato decidimos buscar una casa de cambio. La localizamos enfrente del hotel, y allá fuimos. Mi amigo veracruzano, como todos los demás, cambió sus dólares y por obligación mostró, también como todos, su pasaporte. Luego volvimos un rato al hotel y hasta ahí llegó esta parte de la aventura. Después vino lo terrible: ya en el congreso, mi amigo de Veracruz me dijo que había dejado su pasaporte en la casa de cambio y que no se lo regresaron. Le ayudé a pensar en las consecuencias si extraviaba ese documento, y lo vi temblar. Le dije que corriera a la casa de cambio, que su tranquilidad estaba en recuperar, sí o sí, el pasaporte. Corrió en taxi, desolado, pero una hora después volvió ya muy canchero, más feliz que si le hubiera pegado al gordo de la lotería. Por supuesto le pregunté qué había pasado, y sonriendo me respondió que había perdido un rato el pasaporte por mi culpa: temblé. Luego explicó: "Fui a la casa de cambio, en efecto, y les pedí mi pasaporte. Me aseguraron que lo habían devuelto de inmediato, como lo hacen con todo el mundo. Me enojé y entonces pusieron el video. Lo revisamos y allí se veía claramente que me entregaron el pasaporte y que en lugar de guardarlo en mi bolsa de la camisa lo coloqué en medio del libro que me regalaste. Corrí al hotel, abrí el libro y respiré tranquilo". Tenía razón: mi libro se tragó por un momento el pasaporte. Por eso digo que la literatura siempre nos mete en líos.