miércoles, marzo 30, 2022

El cuento semblanza

 












No es exactamente una semblanza, pero en algo lo parece. Es un tipo de cuento que recorre una vida, y se presta sobre todo para trabajar con la arcilla de los tipos peculiares, con los excéntricos, pues poco atractivo literario (y fílmico y teatral y etcétera) tendría la vida de un sujeto gris, digamos normal. A estos, a los normales, lo que les conviene para convertirse en personajes de relatos atrayentes es el suceso extraordinario, la disrupción. Pienso por ejemplo en el señor juez honrado y monogámico de la película Sensualidad (Alberto Gout, 1951), interpretado por Fernando Soler. Cuando a su vida llega la mujerzuela (palabra de aquella época) personificada por Ninón Sevilla, la realidad de aquel hombre probo sufre una turbulencia, y esto pone en funcionamiento el drama.

Los personajes anómalos, raros, estrambóticos por cualquier razón, pueden ser percibidos por el público como interesantes, esto más allá de que den extrañas vueltas de tuerca a lo que ya son. En el cuento “El último round” (Deterrados, 2013), de Eduardo Antonio Parra, se nos cuenta la historia de un loco callejero que per se llama la atención. En apenas tres o cuatro páginas recorremos su vida. En el presente de la narración ya es un tipo andrajoso que vive en un barrio y es considerado parte del vecindario. Lo apodan el Campeón, y a propósito del sobrenombre se nos comparte un dato biográfico: fue boxeador.

El Campeón, como todo buen loco de barrio, perpetra barbaridades, pero todo empeora en él cuando las autoridades deciden modificar el uso de la calle donde vive: la convierten en avenida. La abundancia de vehículos lo trastorna aún más y comienza a manifestar una mayor cantidad de gestos agresivos. “Con la ampliación todos perdimos tranquilidad y él se vio bastante afectado. Se la pasaba el pobre corre y corre de una banqueta a otra, toreando los carros que venían a madres, siempre a punto de llevárselo de corbata. Se tardó, pero al decidir no aguantar más empezó el contraataque: a los pitos respondía con mentadas y aspavientos, a los insultos con señas obscenas”. Luego tiró basura en la carretera y se tendió a descansar en ella.

Lo que hace al final es el colmo. Su antipatía por los autos lo lleva a radicalizar su método y, de alguna manera, a triunfar.

Dejo el cuento inmediatamente aquí:

 

El último round

Eduardo Antonio Parra

Lo creíamos capaz de muchas barbaridades, pero no imaginamos hasta dónde podía llegar. Se le consideraba un vecino pues andaba en el barrio desde antes que cualquiera de nosotros. Sus harapos astrosos, ese mal olor que en verano revolvía el estómago, los pelos empastelados y las verijas aireándose por los agujeros del pantalón nos resultaban tan familiares como el puesto del Pancho, el taller o los aromas dulzones de la taquería de doña Luz.

Jamás dijo su nombre. Lo llamábamos el Campeón porque cuentan que hace muchos años ganó el Guantes de Oro. Seguro de los golpes quedó así, tocado. Y no se dejaba de nadie. Por una nada se arrancaba a discutir y por otro poco a tirar guamazos. Según él defendía su libertad, el derecho a pasear sus pies descalzos por la calle. Fue feliz hasta cuando vinieron los del municipio a rebanar la manzana de enfrente para que por aquí pasara la avenida. Cosas del progreso. Ya se sabe: la ciudad crece.

Con la ampliación todos perdimos tranquilidad y él se vio bastante afectado. Se la pasaba el pobre corre y corre de una banqueta a otra, toreando los carros que venían a madres, siempre a punto de llevárselo de corbata. Se tardó, pero al decidir no aguantar más empezó el contraataque: a los pitos respondía con mentadas y aspavientos, a los insultos con señas obscenas. Hasta se bajaba los pantalones si quienes lo agredían eran mujeres. Nosotros nos reíamos y le echábamos porras. Y él alegue y alegue que había que protestar contra esas bestias y quién sabe qué tantos disparates…

Sí, en los meses de verano sus locuras se volvieron peligrosas: tiraba piedras y vidrios en los carriles, aventaba bolsas de basura al paso de los vehículos. Ya no nos daba tanta risa. En una ocasión, un taxista se bajó enojadísimo porque una botella le ponchó la llanta. Yo lo vi todo desde la tienda. Se trenzaron y el Campeón, sin olvidar los buenos tiempos, dejó al chofer para el arrastre. Atizaba reteduro. Al rato el tipo volvió acompañado de la patrulla, mas no lo hallaron: lo escondió el dueño del taller y los vecinos juramos no haberlo visto nunca. Se fueron como vinieron.

Eso lo animó a seguir, digo yo, aunque con los calores se nos estaba pirando. Se me hace que la canícula y el tráfico le aceleraron la locura. Una tarde, tras regar los cuatro carriles de mugrero, se aplastó en mitad de la avenida. Me di cuenta al oír los rechinidos y al salir me topé con la circulación parada. Doña Luz le advertía: ¡Te van a apachurrar!, y él medio tartamudo contestó que si hacía falta el sacrificio, se moría pues. De pronto aparecieron los azules, y el Campeón a surtir a trompadas hasta que lo achicaron entre varios. Quedó bien cateado. Unos dicen que lo entambaron; otros, que lo encerraron en la casa de la risa. Sabe. Eso sí, en menos de dos semanas lo teníamos por aquí de nuevo. Y la película se repitió hasta el cansancio: él, con ganas de morirse, echado como vaca en el pavimento, y los patrulleros a treparlo a punta de macana.

Hasta el mediodía en que cargó con el galón de gasolina. Increíble, pero nadie se olió lo que traía en mente. Era la hora pico y el Campeón, según su costumbre, volteó los botes de basura y a patadas destripó las bolsas entre los rugidos de los carros que le pasaban rozando. Cuando iba a plantarse enmedio del tráfico, se acordó de algo y vino a la tienda. Lucía sereno, raro en él. Me encontró con un cliente y nomás me dijo que si le regalaba un cerillo. Le di la caja y salió. La verdad, en ese momento sentí un cosquilleo en el estómago, semejante a un presagio. Sin embargo, con mis ocupaciones, no hice caso.

Y el primero en gritar fue el Pancho: ¡No lo hagas, Campeón! Y de inmediato dos muchachas se detuvieron en seco frente a la tienda con cara de horror y una de ellas pegó un chillido. Se armó un escándalo de los mil demonios. Mientras brincaba el mostrador alcancé a escuchar un claxonazo seguido del rechinar de llantas y luego el deslumbrón igual que si el sol se hubiera desplomado encima de la calle. No pude llegar a tiempo.

Así acabó el Campeón. No lo hemos vuelto a ver. Por ahí me aseguraron que lo tienen en un sanatorio especial, y que está muy quietecito, muy sonriente. Al verlo acercarse como si fuera a limpiarle el vidrio, el conductor abrió la puerta y salió corriendo. El Campeón entonces, con total parsimonia, roció la gasolina encima del coche. Me dijeron que parecía feliz en el instante de prender el cerillo. Después se sentó a contemplar las llamas con expresión de triunfo. Y cómo no, si finalmente había derrotado al enemigo.


sábado, marzo 26, 2022

Cámara tras el hombro

 







Rasgo frecuente de los cuentos clásicos es la focalización en el protagonista. La historia podrá tener algunas derivaciones, vertientes, peripecias, saltos temáticos, piruetas, pero el lector debe sentir que se le cuenta una sola historia y que en tal historia actúa un personaje amagado por un conflicto del cual se desprenderá una determinada resolución. En “El tipo” (Cuentos completos, 1999), de Mempo Giardinelli, este esquema mínimo y a la vez complejo se ve trazado con una silueta de bordes tan marcados que resulta imposible no comprender a cabalidad su microcosmos. Usé la aparente paradoja “mínimo y a la vez complejo” porque al construir un cuento la complejidad está en el ahorro, en la economía de elementos, en la evasión de todo lo que pueda resultar accesorio. O sea, parte de los difícil en un cuento radica en esquivar el ornamento, en no ceder a la tentación del arabesco.

Giardinelli ha logrado que en “El tipo” no perdamos la huella del protagonista. Una voz narrativa omnisciente lo persigue ceñidamente y no lo suelta, y a su alrededor dosifica la información que nos lleva a lograr, conforme avanza el relato, la inteligencia de sus motivaciones, de sus filias y sus fobias, de su perseguidor. Las imágenes relacionadas con la vista son abundantes, como si al personaje perseguido sólo le quedara mirar, impotente, el espectáculo de su desplome.

Expongo grosso modo el argumento. Un periodista prematuramente derrotado por su pesimismo ha escrito un reportaje contra cierto poderoso. En textos como ése encuentra una especie de placer: “Esa nota lo había metido en líos. Nadie lo había obligado a firmarla sino ese deseo un tanto voluptuoso de fustigar a un personaje importante, a pesar de que era consciente de lo absurdo y desproporcionado que resultaba correr riesgos trabajando para una empresa que sólo le aseguraba un sueldo para sobrevivir. Pero así eran las cosas, y la consecuencia había sido esa llamada, al mediodía, para informarle que le costaría caro”.

Cuando comienza a ver que un tipo (“El tipo” que da título al cuento) lo persigue, no mete las manos. Ya para entonces, pese a su corta edad, es un periodista kamikaze no sólo al escribir, sino también al vivir, ya que se entrega a la bebida y al tabaco sin cuidar las consecuencias: “Sus inventarios no incluían más placeres que los muy burgueses de fumar dos atados diarios, beber cualquier brebaje que contuviera alcohol y admirar, resignado, a toda esa recua de mujeres rubias, altas y flacas que andan sueltas por Buenos Aires con descarada impunidad. No le interesaban otras cosas”.

Así vive, y con absoluta resignación sabe que su hora se aproxima. El tipo que lo sigue lo sigue a todos lados, implacable: “Era un hombre alto, de anchas espaldas y un rostro de esos que parecen fabricados en serie, como para pasar inadvertidos, pero tienen esa expresión indolente, desolada, cruel, que los hace inconfundibles en su modo de inspirar miedo”.

Los lectores caminamos con el protagonista como si fuéramos una cámara no sobre, sino tras su hombro, muy cercanos a su enrarecida circunstancia. Lo vemos entrar a su departamento, lo vemos ver el espacio donde vive, lo vemos tomar una cerveza y, en fin, lo vemos viendo la conclusión del cuento como si fuéramos, repito, una cámara tras su hombro.

Por si apetecen, dejo el cuento aquí:

El tipo
Mempo Giardinelli

A Osvaldo Soriano, que ama su soledad

Cuando salió de la París y sintió que el frío de la noche le pegaba como un latigazo en la cara, supo que el tipo estaría ahí, parado junto a la boca del subte, esperándolo, porque lo había seguido desde que abandonara el diario, muchas horas antes. Era un hombre alto, de anchas espaldas y un rostro de esos que parecen fabricados en serie, como para pasar inadvertidos, pero tienen esa expresión indolente, desolada, cruel, que los hace inconfundibles en su modo de inspirar miedo. Vestía un sobretodo negro que le quedaba grande y le cubría las piernas casi hasta los tobillos, y aunque aparentaba mirar una vidriera resultaba tan disimulado como un elefante paseando alrededor del obelisco.
Corrientes parecía un abatido lagarto iluminado, un barato insulto a la discreción. Algunos taxis se desplazaban tediosamente mientras los mozos del La Paz se arremangaban los pantalones para baldear los pisos, desafiando el grado bajo cero. La calle que nunca duerme se moría de sueño, ese lunes a las cuatro de la madrugada, cuando reconoció al tipo, se encogió de hombros, insólitamente despreocupado, y empezó a caminar pensando que había tomado mucho, carajo, mezclé vino, café y whisky y ahora tengo el estómago revuelto, y encima con esta úlcera de mierda. Llevaba ocho horas de deambular bajo ese frío del demonio y sabía que estaba casi en el límite de su aguante; su resistencia física se había ido desinflando como un globo viejo, a pesar de su juventud. Y acaso eso lo agravaba todo; acababa de cumplir treinta años, se le había caído la mitad de los cabellos, tardaba dos horas, promedio, en conciliar el sueño y estaba harto del periodismo, de sus pocos amigos de la noche, de su propia parquedad y de mirarse siempre como a un extraño, pero a un extraño que le parecía cada día más triste e insoportable.
Esa nota lo había metido en líos. Nadie lo había obligado a firmarla sino ese deseo un tanto voluptuoso de fustigar a un personaje importante, a pesar de que era consciente de lo absurdo y desproporcionado que resultaba correr riesgos trabajando para una empresa que sólo le aseguraba un sueldo para sobrevivir. Pero así eran las cosas, y la consecuencia había sido esa llamada, al mediodía, para informarle que le costaría caro. De modo que él sabía mejor que nadie qué peligros lo acechaban. Con ciertos personajes no se juega, después de todo, y sin embargo él había dicho cosas muy graves, esas acusaciones cargadas de mala leche, viejo, sí, ya sé, pero es todo cierto porque investigué una semana ese negociado, como le explicó al director, quien sonreía como una puta satisfecha, escuchándolo, y entonces hay que decir todo esto, hay que decirlo, no podemos quedarnos callados, y previa consulta al asesor legal le dio el visto bueno, métale, che, dieciséis carillas, va en la contratapa, y él escribió todo lo que sabía para la edición matutina y al mediodía el director fue citado a declarar en el ministerio, adonde concurrió con cara de puta maldormida, lo hubieras visto, mientras a él lo amenazaba esa voz fría, hueca, que parecía venir de tan cerca que ni siquiera se asustó, simplemente colgó el tubo y se fue a tomar un café, solo, sin hablar con nadie. Casi se olvidó del asunto, que empecinadamente se negó a comentar con sus compañeros, hasta que a la noche se retiró de la redacción y no vio al tipo que lo seguía; reparó en él recién mientras cenaba, qué cara conocida, se dijo y casi lo saludó, y fue entonces que se dio cuenta de que la familiaridad resultaba de haberlo visto en el café y en la puerta del diario, como lo vería luego, en el mostrador de la París, en la boca del subte y ahora, indiscutiblemente detrás, caminando por Corrientes mientras él recordaba una ringlera de notas peligrosas, comprometidas, de esas que se solazaba en redactar con mordacidad, con ese desinterés por el mundo y esa especie de desidia interior que se había criado con él y que algunos amigos admiraban porque le concedía patente de duro, pero ninguna tan jodida como ésta, juro que ninguna con tanta mala leche.
Caminó lentamente, dibujando formas sobre las baldosas, bamboleándose apenas y pensando que todavía le faltaban como veinte cuadras para llegar a su departamento. Sabía que tenía las horas contadas, acaso su cuenta regresiva ya se había iniciado, pero se mantenía lo suficientemente frío y contenido como para que su adrenalina no aumentara desmesuradamente, como aquella vez que había ido al dentista, enloquecido de miedo y de dolor y no doy más, doctor, sáqueme esta muela de mierda, y en cuanto lo anestesiaron sintió un alivio maravilloso hasta que se le pasó el efecto de la xilocaína y descubrió que le habían extraído una muela que no era la que le dolía sino la de al lado, carajo, otra noche en vela y con la presión por las nubes; y a pesar de lo mucho que había bebido se conservaba lúcido, pero acaso todo se debía a su omnipotencia, porque él era un tipo duro, en efecto, y se jactaba de ello y entonces tenía que ser capaz de afrontar hasta ese supremo peligro sin desesperarse, desmerecedor de esa circunstancia y sin preocuparse demasiado por que el tipo lo siguiera, en última instancia morir de un certero balazo podía ser como un buen parto, pum y chau, sólo que en vez del berrido de un bebé resultaría un parate de su corazón así que deseó que el tipo tuviera, por lo menos, buena puntería.
Pensó, haciendo una mueca que podía parecer una sonrisa amarga, que el mundo se quedaría con un anarquista menos. No porque él lo fuera, sino porque le importaba un reverendo bledo, en definitiva, lo que pasara con el país y con el mundo y sólo creía, a su manera, en un remoto orden natural que ni siquiera terminaba de imaginar. Era un testigo crítico del desorden gubernamental, que no desperdiciaba oportunidad de fustigar a sus personeros, nada más, una suerte de tirabombas solitario, moralista y esquemático que, en lo íntimo, hacía mucho tiempo que había dejado de interesarse por la sensualidad intelectual de querer arreglar el mundo desde las mesas de los cafés. Sus inventarios no incluían más placeres que los muy burgueses de fumar dos atados diarios, beber cualquier brebaje que contuviera alcohol y admirar, resignado, a toda esa recua de mujeres rubias, altas y flacas que andan sueltas por Buenos Aires con descarada impunidad. No le interesaban otras cosas. En cierto modo, se consideraba un infiltrado entre los seres humanos, un sujeto que había perdido la capacidad de interesarse y hasta la más elemental de pensar en sí mismo.
Quizá por ello no le preocupaba que el tipo lo siguiera, eficientemente, media cuadra más atrás. Consideró que quizá todo era una fantasía suya, una obsesiva deformación de su miedo, pero recordó la llamada telefónica del mediodía y las dos veces que había cruzado miradas con el tipo y se convenció de que esos ojos fríos, alertados y despreciativos, que ni siquiera parecían ojos de un criminal y por eso mismo infundían tanto miedo, no eran producto de su fantasía. Seguro que el tipo esperaba que llegara a su departamento para proceder. Calculó que le habrían pagado bien y, por eso mismo, le exigirían un buen trabajo. Quizá era un profesional. O un simple guardaespaldas en misión especial. Pero daba lo mismo: el tipo tenía aspecto de matón; bastaba observarle esas espaldas anchas, esos brazos largos, el lomo como un ropero, carajo, y seguramente la sensibilidad de un pedazo de madera. O bien podía ser un tipo que le debía favores a un funcionario de segunda categoría que había acomodado a su mujer en el ministerio. Y estaba bien: en cualquiera de esos supuestos había una razón para su accionar, lo mataría sin remordimientos, total no lo conocía, él no significaba absolutamente nada para el tipo y sólo ocurriría que la ciudad tendría un habitante menos. Ni los censos se darían cuenta. El tipo saldaría una deuda económica, o una deuda honorífica, cumpliría con su deber y después se iría a dormir tranquilo, satisfecho luego de terminar honrada y eficazmente su labor, sin nada que reprocharse, de modo que mi eliminación servirá para algo, sonrió, qué bien, la puta madre.
Claro que él podía detener a un patrullero de esos que recorren esta ciudad con tanto celo que parece ocupada, igual que esos pueblos italianos de posguerra que se ven en las películas norteamericanas en las que los policías militares andan por las calles mascando chicles en yips del ejército y las aldeanas, al verlos pasar, suspiran por ellos y los saludan festejando la victoria y los chocolates y los Chesterfield; también podía meterse en un bar y llamar al comando radioeléctrico, a riesgo de quedarse adentro debido a las influencias que moverían los funcionarios del ministerio (siempre hay formas de salvarse cuando uno sabe que lo están por matar, al menos se puede intentarlo, pero para eso hay que tener miedo, coraje y ganas de vivir, todo junto, y ése no era su caso), pero de pronto, cuando cruzó Callao, llegó a la conclusión de que todo sería inútil, si estoy marcado estoy frito, reconoció, porque aunque lograra eludir al tipo esa noche, mañana habría otro en su camino pues el único destino de su vida, parecía, era recibir una pequeña, mortífera dosis de plomo caliente.
Pensó entonces, con prematura nostalgia, que sus costumbres se quedarían solas (las costumbres viven con uno, no en uno, se dijo) y supo que ya no llegaría, como todas las madrugadas, para estar dos horas, promedio, fumando en la oscuridad de su departamento hasta conciliar el sueño. Su cama ya no lo vería desvestirse, borracho, en medio de la habitación, tirar el traje en el suelo, la camisa en el baño y los zapatos en cualquier lugar insólito de modo que al día siguiente no los encontrara. Y nunca más la corbata con el nudo siempre armado en la cocina. Y nunca más el diario debajo de la puerta, ni las aspirinas para mitigar el ineludible dolor de cabeza de todos los mediodías, cuando se levantaba con el pelo revuelto y ese indescriptible gusto a mierda en la boca. Y nunca más nada, se dijo, repentinamente acongojado, nunca más nada después de que este cabrón me reviente.
Dobló en Córdoba pensando que en el diario pondrían una flor en un vaso, sobre su escritorio, hasta que se marchitara (o hasta que viniera un nuevo redactor a cubrir la vacante), en la sexta edición se publicarían una nota sobre el crimen, un editorial “de repudio al vandálico episodio” y, en un recuadrito, una semblanza de su personalidad escrita por uno de sus compañeros. Se preguntó quién podría escribir dos líneas sobre su personalidad; tocarían de oído, meta guitarra, para decir lo obvio: que era un excelente profesional que había sabido granjearse el afecto, mentirosos, de todos los que lo conocieron y trataron, lo elevarían a la categoría de brillante redactor, mentirosos, un cronista talentoso y audaz asesinado porque su pluma veraz no sabía de claudicaciones y la dirección de este diario se compromete a hacer todo lo posible para esclarecer el crimen, mentirosos, lugares comunes, sanata, estupideces que redactaría el obsecuente de turno del director, o el mismo director, que andaría una semana con su cara de puta emocionada y solidaria, hablando de su muerte con la solemnidad y el encuadernamiento de su ineptitud, y acaso hasta deslizaría la rebuscada tesis psicologista de que había sido una forma de suicidio pues —escribiría— los interrogantes se suman y son infinitos: ¿por qué no avisó a sus compañeros de redacción?, ¿por qué no ofreció resistencia?, ¿por qué, llegaría a preguntarse el hipócrita, se atrevió a afectar intereses inafectables si conocía los riesgos que tal actitud le traería aparejados?
Pero lo lindo era que, en efecto, había pensado muchas veces en suicidarse, una idea que desechó por cursi, por fuera de época, por cobarde. Sobre todo por cobarde, porque él admiraba a los valientes, como Misterix, qué huevos tenía Misterix, carajo, tantos que no se había perdido un solo número en su infancia; había descartado cuanta idea suicida se le cruzó alguna vez, no entendía cómo puede un hombre quitarse la vida, si se puede dejar que la vida lo lleve a uno por delante, inútil resistirse, algún día ella sola se encarga de suicidarlo a uno. Entre la muerte natural y el suicidio sólo hay una diferencia etimológica, al fin y al cabo la muerte es un hecho cotidiano. Y mentira eso de la soledad, de las grandes depresiones; ahí estaba el ejemplo de Philip Marlowe, no había nadie en el mundo más solitario que Marlowe; ¿y se suicidaría él? En absoluto, qué ocurrencia, jamás lo haría, la soledad también es una cuestión de huevos, se dijo, y ni el hombre que menos se interesara por su propia suerte tenía por qué suicidarse.
El tipo seguía ahí, detrás, eso era lo concreto. Por cada paso suyo, uno del tipo. Si aceleraba la marcha, el tipo aceleraba. Si se detenía en una vidriera, el tipo miraba la que estaba treinta metros más atrás. No se podía negar, trabajaba a conciencia, sin demasiado disimulo, un poco despreocupadamente, como quien sabe lo que hace y no duda de que alcanzará el objetivo propuesto, con exasperante eficacia, de modo que inútil correr, inútil resistirse y, después de todo, para qué intentar torcer un destino inevitable; por más cerca que estuviera la muerte decidió que no cambiaría sus costumbres. Recorrería el camino de todas las madrugadas, abriría la puerta con la parsimonia de siempre, subiría por la escalera con las pausas que le exigiera su mareo y si el tipo quería seguirlo, adelante. Si prefería matarlo ahí mismo, en esa esquina de Agüero y Córdoba, o en la mismísima puerta de su edificio de departamentos también, era cosa suya, de ninguna manera se doblegaría ante el sentimentalismo de que ésa era, seguramente, su última noche. Estaba triste, ciertamente, pero una última noche no tenía por qué cambiar nada.
Ya estaba llegando: unos metros más y dejaría Córdoba para tomar por Mario Bravo y desandar esas cuatro cuadras lóbregas, pobladas de sombras y en las que sólo faltaba un monstruo para que pareciera imaginada por el doctor Jekyll. Y el tipo seguía, firme en la brecha, acaso especulando con que le pagarían el doble por la limpieza del trabajo, sin apuro, como convencido, paradójicamente, de que él era su cómplice, no su víctima, porque le facilitaba la tarea y no huía, no pedía auxilio, no intentaba nada sucio, era noble para morir. Se preguntó si el tipo valoraba su actitud, si habría pensado en lo odioso que le resultaría tener que correrlo, dispararle a la distancia, un blanco móvil, la posibilidad de errar y después tener que evitar a la policía y esconderse en un aguantadero. No, él jugaba limpio; todo estaba claro: había escrito un texto con mucha mala leche acerca de un personaje importante, el personaje importante le había encargado al tipo que lo eliminara, el tipo lo iba a eliminar de un balazo, el balazo le entraría por cualquier lado y se quedaría, caliente, preciso, alojado en su cuerpo cuando cayese en posición decúbitodorsal. Entonces él tenía que dejar que todo sucediese con la sencillez planificada, para que el tipo ejecutase su faena de acuerdo a lo previsto, cobrara su salario y se olvidara del asunto.
Anduvo la última cuadra sin que se le acelerara el pulso, sin controlar sus sensaciones, sin mirar hacia atrás, porque tampoco era el caso de invitar al tipo a que lo matara enseguida. Se suponía que sabía su trabajo, como él sabía sus costumbres; cada cual debía hacer su parte ordenadamente.
Abrió la puerta, entró, la cerró y se detuvo a escuchar, traicionándose, los ruidos de la calle. Caminó por el pasillo y empezó a subir por la escalera, preguntándose por qué no le había disparado todavía, y bueno, se dijo, tendrá sus razones, no es mi tarea adivinarlas, metió la llave en la cerradura, abrió, encendió la luz y miró el desorden del departamento, su querido desorden que se quedaría solo, pensó, pero también sabría arreglárselas y entonces se sintió excitado, súbitamente nervioso, incómodo como un jipi con corbata. Se dirigió a la heladera, sacó una lata de cerveza y bebió un largo trago, casi hasta la mitad, sintiendo cómo se le congelaban las tripas, qué ironía, pensó, en la noche más fría de este invierno, con una cerveza helada en la mano, me parece que me van a cocinar a balazos.
Se dirigió al dormitorio y se desvistió desganadamente, dejando las ropas esparcidas por el suelo, y notó que el calzoncillo tenía el elástico roto en el preciso instante en que escuchó los pasos en la escalera. Encendió un cigarrillo, inevitablemente estremecido, y tosió un par de veces, sin necesidad. Después sonó el timbre.
Hizo una mueca desprovista de intención, vació la lata de cerveza y caminó hacia la puerta. La abrió. Lo primero que vio fue la pistola con el silenciador puesto. Y lo último.

miércoles, marzo 23, 2022

Desafío de "El desafío"











 

“El desafío”, cuento de Mario Vargas Llosa publicado en Los jefes (1959), primer libro del escritor peruano, es una evidencia más de la belleza/destreza que supone la confección de un cuento con apetencias de perfección. Fue publicado cuando el autor tenía apenas 23 años, pero ya acusaba una hechura redonda, casi abusiva para la edad del autor que luego, en la década de los sesenta, se revelaría como uno de los mejores narradores latinoamericanos con La ciudad y los perros y al menos dos novelas más: La casa verde y Conversación en La Catedral.

El dato oculto de “El desafío” parece lo más valioso del relato, pero si este fuera su único atributo no creo que pudiera admitir la etiqueta de perfecto. Para que un cuento lo sea es necesario que aglutine otros valores, todos los que habitualmente añaden mérito a una narración. En este caso, el dibujo de los personajes fue logrado con maestría, tanto que en todos los casos podemos imaginar sus rasgos físicos y psicológicos como si los observáramos en un film. El personaje más sorprendente es Leonidas, claro, pues en él fue necesario imprimir una atención especial, harto sutil. El ambiente también fue pintado de forma excepcional, y sirve como escenario ideal para el pleito a muerte entre Justo y El Cojo.

Hay otro mérito, este de carácter cultural. A su corta edad, Vargas Llosa pudo reconstruir en un cuento los códigos del machismo en los que se movía la juventud de su espacio y de su tiempo. Dos muchachos, Justo y el Cojo, son enemigos radicales y deciden resolver su mutuo odio mediante un desafío de cuchilleros al que ninguno habrá de recular. A ambos retadores los acompañan, como séconds de boxeo, sus respectivos amigos, quienes les aconsejan a pelear así o asá para evitar las embestidas del rival y acertar las acometidas propias. “Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo…”. El relato del pleito se dinamiza por su gran abundancia de verbos, pero lo mejor es su final, una revelación para el lector sobre el machismo que de orilla a orilla atraviesa este relato.

Aquí pueden leer el cuento: "El desafío".

sábado, marzo 19, 2022

En busca del cuento perfecto










Aproximarse a la perfección en literatura es un gran mérito, y de hecho lo único a lo que podemos aspirar si nos atenemos a la imposibilidad de saber qué es lo perfecto. En lo personal, como lector he sentido el hallazgo de ese logro en contados casos, por lo regular en poemas o cuentos breves, formatos en los que es relativamente más sencillo evitar los ripios. Si pienso, por ejemplo, en un cuento perfecto, rápido acude a mi memoria “El sur”, de Borges, texto en el que no encuentro fisura, tropiezo, mancha. Si pienso en un poema, sé que “Desde la torre”, de Quevedo, es un soneto que a mi ver no admite réplica.

Se podrá pensar que la perfección o la cuasiperfección sólo es patrimonio de unos cuantos genios, y no andaremos tan errados. Sin embargo, no es disparatado afirmar que cualquier escritor con intuición y oficio puede crear obras más que estimables y en las que sea posible percibir una apretada armonía entre forma y fondo, el anuncio, así sea lejano, de la perfección. Lo asombroso de esto es que tales escritores no necesariamente son “consagrados”, estrellas del firmamento europeo o primermundista. Uno puede encontrar, si tiene suerte, obras de factura excepcional allí donde menos las espera.

Me pasó hace pocos años con “Algo entre Carolina y yo” (Cuentos cortos para gente que duerme sola, 2018), cuento de la lagunera Elena Palacios Hernández, participante del taller literario del Teatro Isauro Martínez. Uno como cuentista entiende más que nadie que las dificultades del género tornan muy difícil la factura en ristra de cuentos excelentes. No es difícil que uno mismo sienta, pues, cuál es mejor, cuál es más débil, cuál no funciona y cuál es un bodrio. Tras leer “Algo entre Carolina y yo” supe que era un cuento muy bien logrado, tanto que un texto de esta calidad justifica un libro casi como un hit musical justificaba antes un long-play.

Del cuento de Elena me gusta todo, así que lo juzgo perfecto. Sé que decir esto puede parecer excesivo, pero me atrevo a sostenerlo en función de su eficacia. No sólo ha volcado en él su buena prosa, sino una espléndida administración de las peripecias que se acumulan hasta la sorpresa final. Si un cuento clásico organiza su trama en función del final, este cuento de Elena ha logrado articularse de manera que al concluir su lectura uno siente que cerró todo, que no es viable extenderlo.

¿Y de qué trata? Un personaje narrador cuenta su vida en un pueblo opaco de la provincia. Junto con los niños del lugar, espía a las lavanderas, les evalúa las nalgas. El personaje narrador se obsesiona con Carolina, una joven cercana a la familia. “Carolina, amiga de mi hermana mayor, iba a la secundaria que tres años antes se había instalado. Yo tenía doce años y ella andaría por los diecisiete. A pesar del vestido, pude apreciar sus nalgas redondas y firmes”. La historia, siempre bien narrada, clara y sutil en el suministro de detalles para el lector, avanza y nos informa que quien narra, víctima de un sedimento de polio, sale del pueblo para estudiar una carrera. No pierde su obsesión por Carolina, pero sabe que vincularse con ella le será muy difícil. Un día regresa al pueblo y reencuentra a Carolina, tienen un acercamiento y es allí donde debo suspender la descripción del argumento, por si alguna vez pueden leer “Algo entre Carolina y yo”.

Obtener un cuento con esta hechura puede requerir, a veces, la escritura de muchos otros no tan bien logrados. Elena Palacios lo consiguió en su primer libro. No es un mérito menor.

Dejo el cuento de Elena inmediatamente aquí:


Algo entre Carolina y yo

Elena Palacios Hernández

—Lárguense de aquí, mocosos canijos.

—Léperos, malcriados.

—¡Maldosos!

—A ver con qué le salen al padre, cuando venga a confesar a los que van a hacer la primera comunión.

Los gritos venían de mi madre y de mis tías, de mi hermana, de las vecinas. De todas las mujeres que la tarde de cada viernes acudían a los lavaderos del pueblo.

La travesura se le ocurrió a mi hermano Luis. Luego de la escuela y de la comida nos juntábamos una docena de chamacos a jugar. Las edades iban de los ocho a los trece años. El nuestro, simplón y sin gracia, parecía un pueblo muerto, así que inventábamos juegos cuando nos cansaban los de siempre, contar historias o disputarnos los columpios o pasear en las bicicletas que no todos teníamos. Esa tarde nos quedamos sin ideas y le hicimos caso a Luis: ir a los lavaderos, donde a las mujeres se les movían las nalgas mientras restregaban la ropa.

Unos abrimos tamaños ojos ante la propuesta, pero mi hermano, lidercillo de la bandada, insistió:

—Se ven bien chistosas, parecen como las ancas de las mulas cuando caminan despacio porque llevan mucha carga. Hay de todos tamaños —dijo haciendo ademanes circulares. Casi todos se rieron, y a mí no me quedó más remedio que acompañarlos.

La hilera de lavaderos de cemento blanqueado por el agua, por los jabones y las lejías y no sé si también por el sol y por el tiempo, se encontraba llena. En el aire viajaba el aroma de la jabonadura y desde media calle antes se oían el chapalear del agua en la que fregaban y esa especie de gorjeo disparejo que eran las voces de las mujeres hablando unas con otras, de repente cuchicheos, de repente carcajadas, casi nunca silencios. En los lavaderos se renovaba el alma del pueblo, no se trataba sólo de lavar, ahí las mujeres compartían penas y exageraban alegrías para tener algo que presumir.

—¿Y ahora qué se traen? —dijo una que nos vio llegar repartidos en dos grupos silenciosos.

—Nada ­—respondió el de la idea—, nomás venimos pasando, se nos ponchó el balón —al oír esto, dos de las niñas no contuvieron la risa—, y venimos a sentarnos tantito —concluyó, serio y reprimiendo con la mirada a las risueñas.

Las mujeres siguieron en lo suyo y nosotros nos sentamos a sus espaldas, en el suelo, en semicírculo, abrazando las rodillas y muy atentos, como si fuera a comenzar una función.

Cierto lo que había dicho Luis: las nalgas de las mujeres se diferenciaban en tamaño y en forma y no había mejor momento para comprobarlo que mientras lavaban. Y sí parecían grupas de caballo, de mula o de burro, meciéndose al ritmo del lavado. Me puse a pensar si cuando restregaban más rápido se debía a ropa más sucia y si cuando bajaban la velocidad era por lavar la ropa más nueva.

Pero mis compañeros empezaron a reír. Fue un niño el que soltó la primera risita y contagió a todas las niñas, luego todos, menos yo, que acababa de encontrar las nalgas más bonitas que había allí: las de Carolina, la hija de doña Tencha. Carolina, amiga de mi hermana mayor, iba a la secundaria que tres años antes se había instalado. Yo tenía doce años y ella andaría por los diecisiete. A pesar del vestido, pude apreciar sus nalgas redondas y firmes.

Las burlas y los murmullos alertaron a las mujeres y nos corrieron a gritos y a jicarazos de agua enjabonada.

—Si te vuelvo a ver haciendo babosadas con los demás, te voy a pegar —dijo mi mamá, al anochecer, y me pellizcó el brazo para convencerme—, tú no deberías juntarte con esos maloras.

Dije sí mamá, no mamá, y no me atreví a denunciar a Luis porque hizo señas de que me callara. Seguramente a todos los del grupo los regañaron en sus casas y por eso al día siguiente volvimos a nuestros juegos normales.

Para mí ya nada fue igual. Esa noche batallé para dormir, pensaba en Carolina y en sus nalgas. Antes ya me había fijado en ella, en su cara bonita de ojos cafés y en el color rojo con que se pintaba la boca. Mi hermana decía que la consideraba su mejor amiga, y siempre andaban juntas. A veces podía estarme un rato con ellas, pero me corrían o se encerraban en el cuarto para contarse secretos. Mi situación en la casa siempre fue un tanto confusa, la polio me dejó una leve cojera y eso sirvió para que me consintieran pero también para que mi hermano, celoso por los mimos, se aprovechara y fuera abusivo conmigo, sin llegar a nada malo, cosas de la niñez.

Cuando Carolina me encontraba por la calle o al ir a nuestra casa, me sonreía y a veces hasta acarició mi mejilla o el pelo que me caía sobre la frente. Podía decirse que teníamos amistad, por eso no se molestó cuando volvió a verme en los lavaderos. Tal vez se sorprendió un poco, pero no se enojó y creo que hasta le gustaba. Yo sabía que lavaba sola su uniforme los martes y los jueves, y el resto de su ropa los viernes, junto con las demás mujeres.

Para evitar sospechas, a mamá le decía que Caro me revisaba la ortografía y a ella, que sólo ahí hacía la tarea a gusto, sin que nadie me distrajera. Llevaba mis cuadernos de la tarea o un libro de cuentos que fingía leer mientras admiraba su figura inclinada sobre el lavadero; descubrí que no sólo sus nalgas, esferas perfectas, ocupaban mi pensamiento, también sentía curiosidad por su escote, por esa raya profunda que divide el pecho de las mujeres.

En el pastel de mis trece años, Carolina me dio un abrazo e hice que durara lo más que pude; entonces supe que yo estaba cambiando, no era lo mismo mirar una cara linda que aquella inquietud que me nacía en la sangre y obligaba al corazón a bombear más fuerte y me producía cosquillas en la piel de todo el cuerpo.

Me acostumbré a soñarla, a soñar sus manos salpicadas de espuma, su vestido mojado a la altura del vientre y sus brazos estirados para tender la ropa en los mecates. Quise crecer rápido y acariciarle los hombros y la espalda sobre la que el sol de la tarde dejaba caer su última lumbre. Quería que pasaran los años y tener derecho a tocar sus brazos enjabonados y sus manos frías y enrojecidas. Y cada noche y cada mañana rogaba a Dios que la voz me engrosara para gustarle a Carolina. Me veía en el espejo y mi cara no era fea, de cuerpo no estaba tan mal, pero mi pierna coja, eso sí podría ser algo que a ella no le agradara. También estaba lo del pecado, lo de no tener malos pensamientos y lo de la fornicación, que la pobre catequista nos explicaba cómo podía, ruborizada y en voz baja. Seguro que lo mío era pecado, pero el primer mandamiento hablaba de amor, así que para justificarme, día tras día me convencí de que “el amor todo lo consigue” y de que “el amor es lo único que importa”.

A los quince años comencé a escribir poemas. Se los mostraba como al descuido, sin decirle que ella era mi musa. Los leía rápido, sonreía, volteaba a verme y me felicitaba: te quedan bien, me decía. Y eso era todo. Sin embargo, desde siempre, desde que la veía en los lavaderos, tuve la impresión de que en su mirada había algo para mí, algo especial.

Me fui a vivir con unos tíos en otro pueblo para hacer la prepa y regresaba en vacaciones. Un día supe que se casó. Dejé de acercarme pero no la olvidé. Años después fui a estudiar sociología, en la capital. Durante la carrera tuve algunos amoríos, compañeras de la universidad, chicas de pelo corto y rostro sin maquillaje, con cuerpo esbelto y mentalidad liberal. Pero yo acariciaba a Carolina en cada una de ellas, las besaba pensando en ella. Creo que cada vez que tuve intimidad, fue un ensayo para cuando le hiciera el amor al amor de mi vida. Sin embargo, en ninguna de mis idas a casa volví a verla.

Carolina tendría treinta años cuando terminé la carrera. El pueblo me recibió sin ocultar su extrañeza ante el nuevo aspecto que adopté: mi cabello, mi ropa, mis zapatos. Como sin querer, le pregunté a mi hermana por ella.

—Se separó. Tiene dos niños y trabaja para mantenerlos —dijo y en seguida, frunciendo el gesto, me encaró—: ¿por qué te vistes así?

—¿Qué tiene de malo? —pregunté jalando un poco mi camiseta con los dedos de ambas manos­—. ¿Tiene algo de malo? —insistí para acorralarla pues advertí que le faltaba valor.

—Puede que malo no —murmuró—, pero es… raro.

Esa noche volví a soñar a Carolina, ya no como antes, sino en un sueño adulto, erótico. Decidí buscarla. Fui hasta su casa asumiendo que sus hijos estarían en la escuela. Toqué la puerta y nadie abrió. Me acerqué a la entrada abierta del patio y la vi. Enjabonada de las manos a los antebrazos, empeñada en blanquear el cuello de una camisa. El olor del jabón me remitió al pasado; el deseo, nacido en la pubertad y nunca cumplido, empezó a retumbarme en las sienes, en el pecho, en la garganta. En realidad, la voz no me engrosó nunca, pero procuré que sonara grave, como tantas veces la había ensayado; dije su nombre y volteó. Nos miramos. No abrió la boca y sentí sus nervios. Señaló la puerta para invitarme a entrar y no acepté, me quedé frente a ella. Vi que sintió vergüenza de su piel ajada y de su ropa sencilla. Pero enseguida paseé la vista por sus hombros y sus caderas, más amplias ahora. Me acerqué y ella no se retrajo. Se entretuvo en mi camisa azul y en el pantalón de vestir que no disimulaba del todo el zapato especial para la pierna coja, miró mi cabello corto y su curiosidad se atrevió a tocarlo con los dedos mojados, y sonrió. Fue la señal. La fresa de su boca, aquélla que me atrajo tantos años atrás, se abría ante mí, invitándome a morderla. Y acepté. Una de mis manos abarcó su talle y la otra buscó sus nalgas, ahora más llenas. Cerró los ojos, jadeante, y rocé su boca con la mía. Sólo un momento.

—No —gritó—. Nunca, nunca, estaré con alguien como tú —la voz fue de piedra—. Habrás vivido en la ciudad y tendrás un título universitario, pero eso no importa, aquí las cosas no cambian, somos los mismos de siempre —su voz ya no sonaba dura sino derrotada al decir—: en el pueblo nunca se verá bien que haya algo entre tú y yo.


Me pidió que no volviera a buscarla y acepté. Era verdad lo que ella dijo: ni siquiera mi familia aceptaría que Carolina y yo tuviéramos algo. Llegando a casa de mis padres me encerré en la que había sido mi habitación de niña y con una mezcla de tristeza por lo que no podrá ser y de rabia hacia los convencionalismos que aún rigen al pueblo, comencé a hacer la maleta para irme a donde nadie le importara mi ropa masculina y mi cara sin maquillaje.

miércoles, marzo 16, 2022

Parábola del mono


 









En sus orígenes, los cuentos contenían lecciones de vida, tenían un fin edificante. Esto quedó luego limitado al ámbito del relato para niños, seres que, por su edad, obtienen provecho si entienden el sentido de lo que se les cuenta con el fin de edificarlos. Hoy no sé si a los niños les puede resultar entretenida una historia con moraleja, y tengo la impresión de que sólo a los muy muy pequeños de edad llegaría siquiera a interesarles. Cuando los niños descubren las pantallas, y esto ocurre hoy apenas abren los ojos, ya no hay relatito pendejo que pueda dejar huella en su emoción como a nosotros las fábulas de Iriarte.

Como digo, la literatura edificante ya quedó casi extinta, aunque no está de más agarrarnos de ese “casi” para recordar que, quizá sin que lo notemos con claridad, no es infrecuente encontrar relatos moralizantes sobre todo en las redes sociales. Alguien, quien sea, encuentra uno y decide convertirlo en post porque allí ha percibido el valor de una lección de vida. Por ejemplo, éste de Álvaro Yunque que leí hace poco en un espacio ajeno (“La obra maestra”):

“El mono cogió un tronco de árbol, lo subió hasta el más alto pico de una sierra, lo dejó allí, y, cuando bajó al llano, explicó a los demás animales:

—¿Ven aquello que está allá? ¡Es una estatua, una obra maestra! La hice yo.

Y los animales, mirando aquello que veían allá en lo alto, sin distinguir bien qué fuere, comenzaron a repetir que aquello era una obra maestra. Y todos admiraron al mono como a un gran artista. Todos menos el cóndor, porque él era el único que podía volar hasta el pico de la sierra y ver que aquello solo era un viejo tronco de árbol. Dijo a muchos animales lo que había visto, pero ninguno creyó al cóndor, porque es natural en el ser que camina no creer al que vuela”.

La lección es obvia y algo vanidosa: igual que quien la escribió, quien ahora la difunde se coloca en el lugar del “cóndor”, un ave que se mueve en las alturas y por lo tanto es capaz de ver de cerca la realidad, no lo que cuenta el mono. A diferencia de los animales pedestres, el cóndor se codea con las nubes, no con la ordinariez de la vida sobre la tierra. Las parábolas de este tipo siempre son algo disfuncionales, sin embargo. El cóndor sabe lo que hay arriba, pero no es capaz de ver lo que ocurre a ras de suelo. Queda empatado con el mono, pues.

lunes, marzo 14, 2022

Crónica sobre el Cañón del Junco

 









Exploración en el Cañón del Junco

Vestigios de escritura ancestral en Cuatrociénegas

“Este fin de semana iremos al Cañón del Junco, un lugar con pinturas rupestres que está en Cuatrociénegas. Te invitamos…”, fue el mensaje que recibí por inbox el 8 de septiembre. Lo escribió Héctor Esparza, una de las dos cabezas que concibieron la revista Nomádica. La otra, como sabemos, está sobre el cuello de Armando Monsiváis, Monsi. Accedí de inmediato. Luego de una larga, muy larga espera, por fin formaría parte de una expedición a los entornos deambulados y vueltos a deambular por mis amigos nómadas.

Tenía algunas dudas sobre mi condición física, pero en medio de la pandemia había reanudado poco antes la práctica del senderismo, deporte que consiste en caminar y caminar por los azarosos derroteros de cualquier zona campestre. El senderismo no había implicado, en mi caso, acampar, así que carecía de los rudimentos básicos para la pernoctación al aire libre. “Nosotros llevamos todo”, aclaró Héctor, pero no quise depender al cien por ciento de la generosidad nomádica y, como niño, salí en busca de un sleeping y de todo lo que pudiera ser necesario. No hallé mucho. Además del bolsón para dormir que usaría en el Bolsón de Mapimí, compré una navaja múltiple Coleman (marca que mitifiqué desde mi niñez), una brújula y una bolsita kangurera. Con eso recién comprado y una cantimplora, una soga y una lámpara ya disponibles en casa, la víspera del recorrido me eché temprano a dormir. Fue inútil: la impaciencia me tasajeó el sueño como sucedía hace muchos años, en la infancia, cuando alguna emoción me esperaba al día siguiente, cuando alguna alegría brillaba casi al alcance de la mano.

El sábado 12 desperté muy temprano y no resentí el pésimo descanso de la madrugada. Me aguardaba una aventura en despoblado, mucho más que un día de campo, y eso no podía mermarse con ningún cansancio. Como niño tomé todos los arreos y emprendí la marcha hacia el centro operativo de Nomádica. Llovía levemente, como garúa, y llegué todavía a oscuras. Lo primero que vi fue la Combi 1975, la nave espacial que, según la leyenda, ya había hecho decenas de viajes en pro del periodismo de investigación naturalista. Di los buenos días a Monsi. Luego vi a Héctor. Ambos me saludaron sin efusividad, acostumbrados como están al trote de recorrer todos los recovecos de Coahuila y Durango. Quise ayudar, pero vi que hacían nado sincronizado y preferí mantenerme sólo atento. “Aquí empieza la crónica”, pensé. “Estos dos ya le saben bien a todo el rollo”.

Poco después llegó un vehículo sospechoso. “Es el arqueólogo”, me dijo Héctor. Se refería a Yuri de la Rosa Gutiérrez, también experto en esas correrías, profesional del campismo investigativo. El arqueólogo no venía solo. Junto con él apareció Snoopy, un perro más listo que los cuatro seres humanos que ocuparíamos la Combi. Salimos rumbo a San Pedro cerca de las siete de la mañana, con el ligero chipichipi en el exterior y la carretera sin mucho tráfico.

La disposición de los ocupantes no varió desde el inicio. Monsi al volante, yo de copiloto (aunque no copiloteara nada), y Héctor, Yuri y Snoopy atrás. Mi conversación en la ruta, por ello, se expandió casi exclusivamente con Monsi. Es increíble lo poco que uno conoce a los amigos, y sólo el diálogo sosegado de un viaje puede permitir el despliegue de experiencias personales. A preguntas expresas, supe más de Armando Monsiváis, de su padre y su madre, de sus hermanos, y sobre todo de él, de sus inicios en el dibujo y luego en la fotografía, de sus viajes por el mundo, de sus hijos, de su matrimonio… una pizca de todo.

En el laberinto del diálogo llegamos al tema de la Combi. La compró a finales de los noventa y poco a poco fue adaptándola para viajar. Lo extraño del caso es que todas o casi todas las adaptaciones las había diseñado y ejecutado su actual dueño, pues, lo fui sabiendo en el camino, una de las más grandes pasiones de Monsi es la todología en artes y oficios. En efecto, a retazos me enteré, durante el trayecto San Pedro-Cuatrociénegas, que había construido su casa y él ha acometido cada adaptación y desperfecto, además de que suele reparar sus vehículos, así que es ducho en albañilería, electricidad, herrería, plomería, carpintería, mecánica y, en términos menos manuales, tiene asimismo destrezas propias del diseño industrial y de la arquitectura. Si a eso sumamos el dibujo (técnico y periodístico), la fotografía y la escritura, resulta una especie de agravio para quienes sólo sabemos desempeñarnos en uno o dos oficios, y esto a tientas. El colmo llega cuando uno sabe que además toca la batería y desde hace 18 años abraza un proyecto editorial. “Leonardo es un incompetente junto a ti”, me atreví a decirle.

Casi al mediodía llegamos a Cuatrociénegas para recoger al guía. Mientras lo esperábamos, Monsi y yo fuimos en busca de unas gorditas para desayunar. A media cuadra de la plaza principal encontramos un negocio y ordenamos. Las gorditas eran pequeñas, como de seis centímetros de diámetro, y eso me llevó a pensar en los cambios que experimenta la realidad a pocos kilómetros de distancia. Ya en Cuatrociénegas la gastronomía es otra, no idéntica a la que conocemos los laguneros. “La Laguna termina donde empieza otro tipo de gordita”, concluí.

El guía no pudo ser el que esperábamos, sino su hijo, un mocetón de 17 años de nombre Abdel. Con todo en orden, volvimos a la poderosa Combi y nos encaminamos al ejido Nueva Atalaya ubicado a la derecha de la carretera Cuatrociénegas-Torreón. A partir de allí el camino dejó de ser la mesa de billar asfáltica que habíamos recorrido y se convirtió en muchas brechas, atajos y meandros de superficies desiguales: polvo, piedra de río (sin río), laja, llano, grava. En todo el tramo de casi dos horas la Combi se portó con entereza, sin rajarse un segundo ante lo peliagudo del trayecto.

Poco a poco nos alejamos de todo asentamiento humano. Los últimos rastros de civilización que vimos fueron dos abrevaderos artificiales, secos ambos. Uno de ellos lucía al lado la presencia, no poco pavorosa, de un caballo muerto y ya casi irreconocible, seguramente fulminado por la sed. La falta de agua, o más bien su uso irracional, ha provocado que ese rumbo de Coahuila muestre signos de desahucio, una calamidad que sólo deja en pie la flora y la fauna más tercas y endémicas, y a veces ni éstas.

Al fin llegamos a nuestro destino, más de siete horas después de haber salido de Torreón. El Cañón del Junco es en efecto, como su nombre lo indica, una inmensa grieta sinuosamente flanqueada por macizos de piedra. Los geólogos podrán explicar la razón prehistórica de esas formaciones, pero es evidente a simple vista que en algún momento del remotísimo pasado, cuando el hombre ni siquiera era una insinuación en la naturaleza, una montaña se rajó formando aquel cañón.

Allí, en una “cortina” del cañón estaban los dibujos rupestres que íbamos a saludar. Héctor me había dicho que estuvieron en ese sitio hace dos décadas, así que su principal inquietud estaba puesta en ver la condición actual de aquel vestigio aborigen. Hicimos una primera exploración hacia la cortina de los dibujos (no me atrevo a llamarlos “pinturas”) y comenzó el debate histórico, arqueológico, lingüístico y cultural. Yuri tuvo un encontronazo con Monsi en la discordia ¿es arte o no es arte? Héctor se obsesionó con la ontología del lenguaje, tema de acceso más complicado que el Cañón del Junco. Mientras nuestro toma y daca se desarrollaba, Snoopy exploraba a sus anchas, sin miedo a nada, todo el espacio abierto a su curiosidad infatigable.

Luego de las conferencias magistrales celebradas junto a los dibujos rupestres, bajamos para comer algo y comenzar el montaje del campamento. Vi entonces, y ayudé en lo que pude, el trabajo de los exploradores. Yuri y el joven guía levantaron una gran casa de campaña; Héctor, no supe por qué, articuló al lado un cono individual, y Monsi puso a modo el techo plegable, como fuelle, de la camaleónica Combi Westfalia. Allí dormiría él.

En la soledad total del cañón, el día se fue apagando y entonces reparé en una de las maravillas que me deparaba el viaje: el cielo durante la noche. En el crepúsculo, cuando el sol todavía iluminaba a ras de suelo, imploré para que se retiraran unas pocas nubes, pues yo deseaba ver el cosmos sin obstáculos. Había poca disponibilidad de leña, pero entre todos reunimos varas para alentar una fogata donde cocinaríamos la cena. El menú fue sencillo, sin lujos, y más lujosa fue la charla: entre otras cosas, pregunté a Yuri por su lugar y año de nacimiento en el DF, y me dijo “Tlaltelolco, 1968”. Hacia el 2 de octubre tenía pues unos meses de nacido, sus padres participaban en el movimiento estudiantil y él había sido bautizado “Yuri” en homenaje al cosmonauta soviético, quien murió aquel mismo año.

Poco a poco llegó la noche más transparente que yo había visto en cuarenta años. Entre todos me indicaron la ubicación de Júpiter, de Saturno, del rojizo Marte y la Vía Láctea en el inmenso lienzo salpicado de luces que se abría ante mis ojos de animal urbano. “Este sí es cielo, no la poca cosa que podemos vislumbrar en la ciudad”, pensé.

Ya cenado, Monsi fue por su cámara. Comenzó allí, para mí, otro espectáculo. Hasta entonces, yo imaginaba que las fotos a cielo nocturno consisten en poner la cámara en “bulbo” sobre tripié, y listo. Craso yerro. Para captar hebras de luz en la oscuridad casi absoluta es necesario el bulbo de la cámara, cierto, pero también un juego complicado de luces, tiempos y obturaciones de la lente con la mano. Es algo difícil de explicar, pues Monsi, como director de orquesta —y Héctor como primer violín— nos daba indicaciones desde su emplazamiento junto al tripié para hacer tomas fotográficas que podían alcanzar los dos minutos de duración. “Uno puede llegar de día, tomar la foto e irse… eso lo hace todo mundo. Para que agreguemos interés periodístico tenemos que buscar algo distinto”, me dijo Monsi. Al final de las dos horas fotográficas en la penumbra no pude no confesarle mi satisfacción: “Me da gusto haber colaborado en estas fotos”.

Concluida la sesión para capturar las imágenes nocturnas de los dibujos rupestres volvimos al campamento. Todos estábamos ya fatigados y, sin más, tomamos nuestros lugares para el sueño. Yo caí en la casa de campaña grande, junto al guía, Yuri y Snoopy; Monsi en la Combi y Héctor en la casa de campaña individual, sólo acompañado por sus ronquidos, unos ronquidos que hacían eco en la inmensidad del cañón.

Al día siguiente, domingo, desayunamos con una nueva fogata e hicimos una breve caminata extra más adentro del cañón. Yo añadí un último vistazo a las pinturas. En el regreso nos detuvimos en una especie de cueva con una formación rocosa parecida a un elefante. La recorrimos, vimos gran cantidad de guano de murciélago al lado del paquidermo y ahora sí salimos del cañón.

En el camino de retorno agradecí íntimamente la aventura y pensé en lo que había hecho durante la mañana, cuando en un ratito me escapé sin compañía a ver los dibujos: me despedí para siempre de aquellas enigmáticas huellas de la comunicación humana, pues es casi seguro que nunca más habré de volver a ese lugar. Viví en ese simple gesto la emoción de quien se despide de los viejos, de los viejísimos paisanos que las habían pintado para comunicar algo, jamás sabremos qué.

Comarca Lagunera, 3, octubre y 2020

sábado, marzo 12, 2022

Cuento, caló y sincronía

 









Como la novela, el cuento es un recipiente igualmente capaz de contener el habla y los comportamientos sociales del presente. Tiene en este sentido la posibilidad de convertirse en documento no sólo artístico, sino también antropológico e histórico. En “El Nicolás” (La tumba, 1966), de José Agustín, podemos advertir el uso abundante de caló, por un lado, y, por otro, de algunos guiños a las vivencias con las que se topaba la juventud preparatoriana y universitaria de la capital mexicana. Observemos.

En cuanto al habla, “El Nicolás”, como la obra toda de José Agustín acuñada en aquel momento, está salpicada por numerosos modismos. Varios de los que son incorporados en este cuento siguen siendo asombrosamente entendibles y hasta usados en la actualidad: “bravero”, “emboletado”, “gandalla”, “prángana”, “guamazo”, “descontón”, “chamaquito”, “güey” (que ahora todos escriben, no sé por qué, “wey”), “pinche”. Otros están en desuso, como “cuais” (cuate), “manises” (plural de “mano”, apócope de “hermano”), “azuliza” (policías). En el relato también son abundantes las locuciones verbales, adverbiales e incluso sustantivales: “de la patada”, “armar la pelotera”, “dar la manita”, “andar jorobando”, “un cien” (un billete de cien pesos), “muy sabrosos” (“íbamos caminando muy sabrosos”, muy desenfadados). En este breve repertorio podemos notar cuáles palabras o expresiones sobreviven y cuales han desaparecido. Incluso es dable apreciar que algunos objetos son ya parte del pasado, como los cigarros marca “Delicados”, que eran muy baratos y creo que ya desaparecieron; en el caló también eran llamados “Delincuentes” (“Mi tío fuma Delincuentes”). Observar la presencia de todas estas palabras y expresiones nos habla de que alguna vez coincidieron en el tiempo, sincrónicamente, y también, con el paso de los años o en la diacronía, algunas desaparecieron.

Otro detalle interesante de un cuento como “El Nicolás” está en sus referencias a la realidad. Trataré de resaltar dos de las situaciones de aquella época, los sesenta, distintas con respecto del presente, de ahí que sea posible inferir que en el camino entre aquella realidad y la actual hubo un cambio cultural. Hay una escena en la que el grupo de jóvenes que sube al bus intimida con actitudes machistas a unas muchachas:

–Me cae gordo ir a Filosofía y Letras porque hay puras flacas. ¿Me oyeron? Puras flacas, bien flacas las canijas besuconas.
Las chamacas se hacían las disimuladas viendo hacia la ventana, muy serias, pero el Tarolas no las iba a soltar tan fácil”.

Esta escena me parece mucho más difícil de encontrar en esta época, pues las jóvenes de hoy no reaccionarían como las del cuento; de hecho, los bravucones de ahora la pensarían dos veces antes de proceder como los chicos del relato.

Otro asunto. Los jóvenes son azuzados por el Nicolás para golpear a unos huelguistas: “orita tengo ganas de bronquear a esos rojos”. Menciona su simpatía por el MURO (Movimiento Universitario de Renovadora Orientación), grupo de ultraderecha, fascista a la mexicana, famoso por pelear sobre todo contra los comunistas. Pues bien, en las discordias juveniles de la actualidad, e incluso en el mero discurso, han desaparecido las identificaciones políticas de izquierda o derecha, y grupos como MURO ya no existen porque son innecesarios en un mundo ya dócilmente derechizado.

Les evito la búsqueda del cuento en internet; aquí lo dejo:

El Nicolás

José Agustín

Hubieras visto a este cuate tan bravero (se llama Nicolás y es nosequé del equipo de futbol americano), apenas se subió al camión, ya estaba diciéndole a un cuate:
–Óigame, infeliz, me cae de la patada que me usen de recargadera.
El pobre tipo éste peló unos ojísimos y rapidito se metió más adentro. Después, el buen Nicolás se volvió, riendo, hacia nosotros.
–Tarugo, ni se me había recargado.
Palabra de honor que sentí re gacho: por nada del mundo me gustaría estar frente al Nicolás y oír que me diga me cae de la patada que me usen de recargadera. Qué cuate. Pero ya estaba emboletado con estos gandallas y ni modo de echarme para atrás.
Por otra parte, el relajo me atraía. Con nosotros también andaba un gordito bien vaciado, siempre trae un suéter dado al cuas y le dicen el Tarolas o el Prángana o el Apestoso: todos los apodos le caen a todo dar.
La verdad es que ya estaba sintiendo un poco de miedo. Tú sabes que no soy un charles atlas así y estos cuates bronquean a todo el mundo.
Me junté con ellos porque había ido al estadio buscando al maestro Rodríguez Ceniceros, que según me pasaron el tip, andaba echando lente para evitar las broncas. El caso es que al pobre maestro le rajaron la cabeza y ni supo cómo (por ahí dijeron que quiso separar a unos y ni separó a nadie y nomás le colocaron un soberano guamazo), la cosa es que ya se lo habían llevado para echarle su alcoholito y todo eso. Ahí encontré a Rolando que venía con este Nicolás y con el Tarolas. Me dijeron que jalara con ellos, y sin saber ni por qué, jalé con ellos.
Había ido a buscar al maestro Rodríguez Ceniceros a ver si me daba una manita para el examen (la verdad es que no me siento muy fuerte y quien quita y me truena), además, me dijeron que el maestro me daría la manita, y si ya deveras no daba una, con un cien se arreglaba todo. Pero ahora, imagínate, el maestro Rodríguez Ceniceros quedó con la cabeza rajada y yo jalé con estos cuates.
Desde un principio me olí que se armaría la pelotera y tuve ganas de jalar al Rolando para decirle que nos cortáramos, pero el muy menso iba lambisconeando al Nicolás. Me repatea cuando se pone de barbero para quedar bien con alguien y nomás anda jorobando la borrega. Y este Nicolás (lo hubieras visto) se sentía a todo dar oyendo al otro tarugo dándole coba.
Al poco rato se desocupó un asiento y que se abalanza el Nicolás. Una señora, con niño y toda la cosa, ya mérito se sentaba y puso una carota cuando el Nicolás le dio mate con el asiento. El infeliz sacó un cigarro y todavía le echó el humo al chamaquito. El pobre ha de haber sentido horrible porque el Nicolás fuma Delicados. La seño, como quien no quiere la cosa, también se fue haciendo para atrás. La verdad es que me dio lástima pues casi creí que el Nicolás le soltaría un descontón (es capaz, el maldito), nada más sentí que el corazoncito me pateaba como loco.
Luego, que se suben unas chamacas y el Tarolas empezó a molestarlas, diciéndonos:
–Me cae gordo ir a Filosofía y Letras porque hay puras flacas. ¿Me oyeron? Puras flacas, bien flacas las canijas besuconas.
Las chamacas se hacían las disimuladas viendo hacia la ventana, muy serias, pero el Tarolas no las iba a soltar tan fácil.
–¿Qué pasó, mis reinas, vamos a un café existencialista?
El Nicolás agregó:
–Aquí mi cuais, aunque mugrosón, toca la guitarra eléctrica glimson.
–Siempre cargo mi guitarra, hoy lolvidé, ni modo, ¿no? Pero pa que me crean les voy a cantar el tuis de filosofía.
El Nicolás reforzó la ofensiva:
–Van a oír lo que es bueno. Órale, tarugo, canta.
Entonces que grita el Tarolas:
–¡A petición de las flacas aquí presentes ahí les va el Filósofi tuis!
Y que deveras empieza a berrear tarugadas, palabrita que no creí que se aventara. Las pobres chamacas se pusieron bien rojas, hicieron la parada y que se bajan (apuesto a que todavía ni llegaban a su esquina).
Nicolás y el Tarolas iban risa y risa y cuando alguien los miraba feo, el Nicolás, echándole humo, decía:
–Cómo traigo ganas de rajar hocicos.
Casi llegando al centro vimos a unos huelguistas que ponían una bandera rojinegra, canelones y toda la cosa, y lueguito nos dijo el Nicolás:
–Órale, bájense.
Ya abajo le preguntamos qué le picaba.
–Nada, manises, hace unos meses me contrataron los de MURO para rajar madres en una manifestación o algo así en CU y orita tengo ganas de bronquear a esos rojos.
–¿Y por qué a ellos? –pregunté.
–Pos porque los rojos, sepa la bola, pero yo soy muy católico.
–Estás loco –dijimos.
–Ni tanto, ni tanto, si son tres nomás, a poco me creen tan güey. Bueno, qué, ¿se rajan?
El maldito Tarolas dijo mangos y el Rolando también, y pues no me quedó más remedio que jalar parejo. Entonces, encabezados por el Nicolás, caminamos muy sabrosos toda la cuadra hasta donde estaban los pinches huelguistas.
El Nicolás pasó frente a uno y echó un gargajote al suelo, pero el otro ni se dio cuenta. Entonces, le dijo:
–Conque de huelga, ¿no?
El obrero se le quedó viendo y que lo tira a loco. Eso le dio un corajazo al Nicolás, pues mascullando:

—Ora verás, rojo jijo —le colocó un chingaputamadrazo horrible. Los otros dos obreros se alebrestaron y tuvimos que entrar al quite. Hubieras visto al Tarolas: con todo y lo panzón colocaba sus buenos mandarriazos.
Yo me anduve haciendo tarugo, como quien no quiere la cosa, dando patadas aquí y allá hasta que, quién sabe cómo, me dieron un descontón horrible, y como buen menso que soy, me desmayé.
Después, apenas y recuerdo que llegó la azuliza y que nos llevaron a la delegación y que el Nicolás le habló a un diputado y que nos dejaron ir. Pero lo que recuerdo muy bien es que a los huelguistas les armaron un lío del carajo por alborotadores y que a mí el Nicolás me decía:
–Bien, manis, te portaste muy machito.

miércoles, marzo 09, 2022

Ficción con fondo histórico

 







Alguna vez escribí y publiqué un ensayo más o menos amplio sobre “19 de diciembre de 1971” (Nada de otro mundo, 1988), cuento de Roberto Fontanarrosa que me parece, y creo que me seguirá pareciendo hasta el último aliento, el mejor con tema futbolístico. Su asunto de fondo fue un partido real entre dos equipos que se odian sin ahorro de tirria: Rosario Central y Newell’s Old Boys. Ambos juegan en la ciudad de Rosario, y son, para entendernos mejor, rivales al modo de Tigres y Rayados. Desde hace años, por ello, sus encuentros equivalen a guerras civiles de rosarinos contra rosarinos.

Pues bien, en la fecha que da título al cuento ambos equipos disputaron un partido en cancha neutral, el Monumental, casa de River Plate. No era un partido de la temporada regular, sino una semifinal, así que el estadio de Buenos Aires se llenó de público rosarino parejamente dividido. El resultado final fue de 1 a 0 favorable a Central, y el gol que hizo la diferencia pasó a convertirse en una leyenda llamada “La palomita de Poy”, esto por el tipo de jugada, un cabezazo de palomita, y por el apellido del anotador, Aldo Pedro Poy.

Con ese fondo real, histórico, el Negro Fontanarrosa creó una ficción memorable en la que un grupo de hinchas de Central deciden hacer algo para no perder aquel choque, el más importante de su equipo hasta aquel año, 1971. Y aquí ingresamos a la fabulación: narrado en primera persona del plural, quien nos cuenta las acciones observa que todos sus amigos pensaron en sus respectivas cábalas ganadoras (rituales de los aficionados que se supone tienen un efecto benéfico si las repiten antes, durante y/o después de los partidos; por ejemplo, usar una determinada playera, ver el partido en tal televisor, hacer un rezo específico, etcétera). Lamentablemente, nada de eso garantiza el triunfo de Central, y ellos lo saben.

Alguno recuerda, sin embargo, que un sujeto, el viejo Casale, afirmaba que Central había ganado todos los partidos a los que él asistió, así que era como un amuleto de carne y hueso. Por desgracia tenía un mal cardiaco y por prescripción médica ya no podía exponerse a emociones futboleras, menos si se trataba de su equipo. Falta mucho para llegar al final: sólo adelanto que Casale es secuestrado y llevado a la fuerza al estadio. Lo demás ya podemos imaginarlo.