miércoles, marzo 30, 2022

El cuento semblanza

 












No es exactamente una semblanza, pero en algo lo parece. Es un tipo de cuento que recorre una vida, y se presta sobre todo para trabajar con la arcilla de los tipos peculiares, con los excéntricos, pues poco atractivo literario (y fílmico y teatral y etcétera) tendría la vida de un sujeto gris, digamos normal. A estos, a los normales, lo que les conviene para convertirse en personajes de relatos atrayentes es el suceso extraordinario, la disrupción. Pienso por ejemplo en el señor juez honrado y monogámico de la película Sensualidad (Alberto Gout, 1951), interpretado por Fernando Soler. Cuando a su vida llega la mujerzuela (palabra de aquella época) personificada por Ninón Sevilla, la realidad de aquel hombre probo sufre una turbulencia, y esto pone en funcionamiento el drama.

Los personajes anómalos, raros, estrambóticos por cualquier razón, pueden ser percibidos por el público como interesantes, esto más allá de que den extrañas vueltas de tuerca a lo que ya son. En el cuento “El último round” (Deterrados, 2013), de Eduardo Antonio Parra, se nos cuenta la historia de un loco callejero que per se llama la atención. En apenas tres o cuatro páginas recorremos su vida. En el presente de la narración ya es un tipo andrajoso que vive en un barrio y es considerado parte del vecindario. Lo apodan el Campeón, y a propósito del sobrenombre se nos comparte un dato biográfico: fue boxeador.

El Campeón, como todo buen loco de barrio, perpetra barbaridades, pero todo empeora en él cuando las autoridades deciden modificar el uso de la calle donde vive: la convierten en avenida. La abundancia de vehículos lo trastorna aún más y comienza a manifestar una mayor cantidad de gestos agresivos. “Con la ampliación todos perdimos tranquilidad y él se vio bastante afectado. Se la pasaba el pobre corre y corre de una banqueta a otra, toreando los carros que venían a madres, siempre a punto de llevárselo de corbata. Se tardó, pero al decidir no aguantar más empezó el contraataque: a los pitos respondía con mentadas y aspavientos, a los insultos con señas obscenas”. Luego tiró basura en la carretera y se tendió a descansar en ella.

Lo que hace al final es el colmo. Su antipatía por los autos lo lleva a radicalizar su método y, de alguna manera, a triunfar.

Dejo el cuento inmediatamente aquí:

 

El último round

Eduardo Antonio Parra

Lo creíamos capaz de muchas barbaridades, pero no imaginamos hasta dónde podía llegar. Se le consideraba un vecino pues andaba en el barrio desde antes que cualquiera de nosotros. Sus harapos astrosos, ese mal olor que en verano revolvía el estómago, los pelos empastelados y las verijas aireándose por los agujeros del pantalón nos resultaban tan familiares como el puesto del Pancho, el taller o los aromas dulzones de la taquería de doña Luz.

Jamás dijo su nombre. Lo llamábamos el Campeón porque cuentan que hace muchos años ganó el Guantes de Oro. Seguro de los golpes quedó así, tocado. Y no se dejaba de nadie. Por una nada se arrancaba a discutir y por otro poco a tirar guamazos. Según él defendía su libertad, el derecho a pasear sus pies descalzos por la calle. Fue feliz hasta cuando vinieron los del municipio a rebanar la manzana de enfrente para que por aquí pasara la avenida. Cosas del progreso. Ya se sabe: la ciudad crece.

Con la ampliación todos perdimos tranquilidad y él se vio bastante afectado. Se la pasaba el pobre corre y corre de una banqueta a otra, toreando los carros que venían a madres, siempre a punto de llevárselo de corbata. Se tardó, pero al decidir no aguantar más empezó el contraataque: a los pitos respondía con mentadas y aspavientos, a los insultos con señas obscenas. Hasta se bajaba los pantalones si quienes lo agredían eran mujeres. Nosotros nos reíamos y le echábamos porras. Y él alegue y alegue que había que protestar contra esas bestias y quién sabe qué tantos disparates…

Sí, en los meses de verano sus locuras se volvieron peligrosas: tiraba piedras y vidrios en los carriles, aventaba bolsas de basura al paso de los vehículos. Ya no nos daba tanta risa. En una ocasión, un taxista se bajó enojadísimo porque una botella le ponchó la llanta. Yo lo vi todo desde la tienda. Se trenzaron y el Campeón, sin olvidar los buenos tiempos, dejó al chofer para el arrastre. Atizaba reteduro. Al rato el tipo volvió acompañado de la patrulla, mas no lo hallaron: lo escondió el dueño del taller y los vecinos juramos no haberlo visto nunca. Se fueron como vinieron.

Eso lo animó a seguir, digo yo, aunque con los calores se nos estaba pirando. Se me hace que la canícula y el tráfico le aceleraron la locura. Una tarde, tras regar los cuatro carriles de mugrero, se aplastó en mitad de la avenida. Me di cuenta al oír los rechinidos y al salir me topé con la circulación parada. Doña Luz le advertía: ¡Te van a apachurrar!, y él medio tartamudo contestó que si hacía falta el sacrificio, se moría pues. De pronto aparecieron los azules, y el Campeón a surtir a trompadas hasta que lo achicaron entre varios. Quedó bien cateado. Unos dicen que lo entambaron; otros, que lo encerraron en la casa de la risa. Sabe. Eso sí, en menos de dos semanas lo teníamos por aquí de nuevo. Y la película se repitió hasta el cansancio: él, con ganas de morirse, echado como vaca en el pavimento, y los patrulleros a treparlo a punta de macana.

Hasta el mediodía en que cargó con el galón de gasolina. Increíble, pero nadie se olió lo que traía en mente. Era la hora pico y el Campeón, según su costumbre, volteó los botes de basura y a patadas destripó las bolsas entre los rugidos de los carros que le pasaban rozando. Cuando iba a plantarse enmedio del tráfico, se acordó de algo y vino a la tienda. Lucía sereno, raro en él. Me encontró con un cliente y nomás me dijo que si le regalaba un cerillo. Le di la caja y salió. La verdad, en ese momento sentí un cosquilleo en el estómago, semejante a un presagio. Sin embargo, con mis ocupaciones, no hice caso.

Y el primero en gritar fue el Pancho: ¡No lo hagas, Campeón! Y de inmediato dos muchachas se detuvieron en seco frente a la tienda con cara de horror y una de ellas pegó un chillido. Se armó un escándalo de los mil demonios. Mientras brincaba el mostrador alcancé a escuchar un claxonazo seguido del rechinar de llantas y luego el deslumbrón igual que si el sol se hubiera desplomado encima de la calle. No pude llegar a tiempo.

Así acabó el Campeón. No lo hemos vuelto a ver. Por ahí me aseguraron que lo tienen en un sanatorio especial, y que está muy quietecito, muy sonriente. Al verlo acercarse como si fuera a limpiarle el vidrio, el conductor abrió la puerta y salió corriendo. El Campeón entonces, con total parsimonia, roció la gasolina encima del coche. Me dijeron que parecía feliz en el instante de prender el cerillo. Después se sentó a contemplar las llamas con expresión de triunfo. Y cómo no, si finalmente había derrotado al enemigo.