No
es exactamente una semblanza, pero en algo lo parece. Es un tipo de cuento que
recorre una vida, y se presta sobre todo para trabajar con la arcilla de los
tipos peculiares, con los excéntricos, pues poco atractivo literario (y fílmico
y teatral y etcétera) tendría la vida de un sujeto gris, digamos normal. A
estos, a los normales, lo que les conviene para convertirse en personajes de
relatos atrayentes es el suceso extraordinario, la disrupción. Pienso por
ejemplo en el señor juez honrado y monogámico de la película Sensualidad (Alberto Gout, 1951),
interpretado por Fernando Soler. Cuando a su vida llega la mujerzuela (palabra
de aquella época) personificada por Ninón Sevilla, la realidad de aquel hombre
probo sufre una turbulencia, y esto pone en funcionamiento el drama.
Los
personajes anómalos, raros, estrambóticos por cualquier razón, pueden ser
percibidos por el público como interesantes, esto más allá de que den extrañas
vueltas de tuerca a lo que ya son. En el cuento “El último round” (Deterrados, 2013), de Eduardo
Antonio Parra, se nos cuenta la historia de un loco callejero que per se llama la atención. En apenas tres
o cuatro páginas recorremos su vida. En el presente de la narración ya es un
tipo andrajoso que vive en un barrio y es considerado parte del vecindario. Lo
apodan el Campeón, y a propósito del sobrenombre se nos comparte un dato
biográfico: fue boxeador.
El
Campeón, como todo buen loco de barrio, perpetra barbaridades, pero todo
empeora en él cuando las autoridades deciden modificar el uso de la calle donde
vive: la convierten en avenida. La abundancia de vehículos lo trastorna aún más
y comienza a manifestar una mayor cantidad de gestos agresivos. “Con la
ampliación todos perdimos tranquilidad y él se vio bastante afectado. Se la
pasaba el pobre corre y corre de una banqueta a otra, toreando los carros que
venían a madres, siempre a punto de llevárselo de corbata. Se tardó, pero al
decidir no aguantar más empezó el contraataque: a los pitos respondía con
mentadas y aspavientos, a los insultos con señas obscenas”. Luego tiró basura
en la carretera y se tendió a descansar en ella.
Lo
que hace al final es el colmo. Su antipatía por los autos lo lleva a
radicalizar su método y, de alguna manera, a triunfar.
Dejo
el cuento inmediatamente aquí:
El último round
Eduardo Antonio Parra
Lo
creíamos capaz de muchas barbaridades, pero no imaginamos hasta dónde podía
llegar. Se le consideraba un vecino pues andaba en el barrio desde antes que
cualquiera de nosotros. Sus harapos astrosos, ese mal olor que en verano
revolvía el estómago, los pelos empastelados y las verijas aireándose por los
agujeros del pantalón nos resultaban tan familiares como el puesto del Pancho,
el taller o los aromas dulzones de la taquería de doña Luz.
Jamás
dijo su nombre. Lo llamábamos el Campeón porque cuentan que hace muchos años
ganó el Guantes de Oro. Seguro de los golpes quedó así, tocado. Y no se dejaba
de nadie. Por una nada se arrancaba a discutir y por otro poco a tirar
guamazos. Según él defendía su libertad, el derecho a pasear sus pies descalzos
por la calle. Fue feliz hasta cuando vinieron los del municipio a rebanar la
manzana de enfrente para que por aquí pasara la avenida. Cosas del progreso. Ya
se sabe: la ciudad crece.
Con
la ampliación todos perdimos tranquilidad y él se vio bastante afectado. Se la
pasaba el pobre corre y corre de una banqueta a otra, toreando los carros que
venían a madres, siempre a punto de llevárselo de corbata. Se tardó, pero al
decidir no aguantar más empezó el contraataque: a los pitos respondía con
mentadas y aspavientos, a los insultos con señas obscenas. Hasta se bajaba los
pantalones si quienes lo agredían eran mujeres. Nosotros nos reíamos y le
echábamos porras. Y él alegue y alegue que había que protestar contra esas
bestias y quién sabe qué tantos disparates…
Sí,
en los meses de verano sus locuras se volvieron peligrosas: tiraba piedras y
vidrios en los carriles, aventaba bolsas de basura al paso de los vehículos. Ya
no nos daba tanta risa. En una ocasión, un taxista se bajó enojadísimo porque
una botella le ponchó la llanta. Yo lo vi todo desde la tienda. Se trenzaron y
el Campeón, sin olvidar los buenos tiempos, dejó al chofer para el arrastre.
Atizaba reteduro. Al rato el tipo volvió acompañado de la patrulla, mas no lo
hallaron: lo escondió el dueño del taller y los vecinos juramos no haberlo
visto nunca. Se fueron como vinieron.
Eso
lo animó a seguir, digo yo, aunque con los calores se nos estaba pirando. Se me
hace que la canícula y el tráfico le aceleraron la locura. Una tarde, tras
regar los cuatro carriles de mugrero, se aplastó en mitad de la avenida. Me di
cuenta al oír los rechinidos y al salir me topé con la circulación parada. Doña
Luz le advertía: ¡Te van a apachurrar!, y él medio tartamudo contestó que si
hacía falta el sacrificio, se moría pues. De pronto aparecieron los azules, y
el Campeón a surtir a trompadas hasta que lo achicaron entre varios. Quedó bien
cateado. Unos dicen que lo entambaron; otros, que lo encerraron en la casa de
la risa. Sabe. Eso sí, en menos de dos semanas lo teníamos por aquí de nuevo. Y
la película se repitió hasta el cansancio: él, con ganas de morirse, echado
como vaca en el pavimento, y los patrulleros a treparlo a punta de macana.
Hasta
el mediodía en que cargó con el galón de gasolina. Increíble, pero nadie se
olió lo que traía en mente. Era la hora pico y el Campeón, según su costumbre,
volteó los botes de basura y a patadas destripó las bolsas entre los rugidos de
los carros que le pasaban rozando. Cuando iba a plantarse enmedio del tráfico,
se acordó de algo y vino a la tienda. Lucía sereno, raro en él. Me encontró con
un cliente y nomás me dijo que si le regalaba un cerillo. Le di la caja y
salió. La verdad, en ese momento sentí un cosquilleo en el estómago, semejante
a un presagio. Sin embargo, con mis ocupaciones, no hice caso.
Y
el primero en gritar fue el Pancho: ¡No lo hagas, Campeón! Y de inmediato dos
muchachas se detuvieron en seco frente a la tienda con cara de horror y una de
ellas pegó un chillido. Se armó un escándalo de los mil demonios. Mientras
brincaba el mostrador alcancé a escuchar un claxonazo seguido del rechinar de
llantas y luego el deslumbrón igual que si el sol se hubiera desplomado encima
de la calle. No pude llegar a tiempo.
Así
acabó el Campeón. No lo hemos vuelto a ver. Por ahí me aseguraron que lo tienen
en un sanatorio especial, y que está muy quietecito, muy sonriente. Al verlo
acercarse como si fuera a limpiarle el vidrio, el conductor abrió la puerta y
salió corriendo. El Campeón entonces, con total parsimonia, roció la gasolina
encima del coche. Me dijeron que parecía feliz en el instante de prender el
cerillo. Después se sentó a contemplar las llamas con expresión de triunfo. Y
cómo no, si finalmente había derrotado al enemigo.