Aproximarse
a la perfección en literatura es un gran mérito, y de hecho lo único a lo que
podemos aspirar si nos atenemos a la imposibilidad de saber qué es lo perfecto.
En lo personal, como lector he sentido el hallazgo de ese logro en contados
casos, por lo regular en poemas o cuentos breves, formatos en los que es
relativamente más sencillo evitar los ripios. Si pienso, por ejemplo, en un
cuento perfecto, rápido acude a mi memoria “El sur”, de Borges, texto en el que
no encuentro fisura, tropiezo, mancha. Si pienso en un poema, sé que “Desde la
torre”, de Quevedo, es un soneto que a mi ver no admite réplica.
Se
podrá pensar que la perfección o la cuasiperfección sólo es patrimonio de unos
cuantos genios, y no andaremos tan errados. Sin embargo, no es disparatado afirmar
que cualquier escritor con intuición y oficio puede crear obras más que
estimables y en las que sea posible percibir una apretada armonía entre forma y
fondo, el anuncio, así sea lejano, de la perfección. Lo asombroso de esto es
que tales escritores no necesariamente son “consagrados”, estrellas del
firmamento europeo o primermundista. Uno puede encontrar, si tiene suerte,
obras de factura excepcional allí donde menos las espera.
Me
pasó hace pocos años con “Algo entre Carolina y yo” (Cuentos cortos para gente que duerme sola, 2018), cuento de la
lagunera Elena Palacios Hernández, participante del taller literario del Teatro
Isauro Martínez. Uno como cuentista entiende más que nadie que las dificultades
del género tornan muy difícil la factura en ristra de cuentos excelentes. No es
difícil que uno mismo sienta, pues, cuál es mejor, cuál es más débil, cuál no
funciona y cuál es un bodrio. Tras leer “Algo entre Carolina y yo” supe que era
un cuento muy bien logrado, tanto que un texto de esta calidad justifica un
libro casi como un hit musical
justificaba antes un long-play.
Del
cuento de Elena me gusta todo, así que lo juzgo perfecto. Sé que decir esto
puede parecer excesivo, pero me atrevo a sostenerlo en función de su eficacia.
No sólo ha volcado en él su buena prosa, sino una espléndida administración de
las peripecias que se acumulan hasta la sorpresa final. Si un cuento clásico
organiza su trama en función del final, este cuento de Elena ha logrado articularse
de manera que al concluir su lectura uno siente que cerró todo, que no es
viable extenderlo.
¿Y
de qué trata? Un personaje narrador cuenta su vida en un pueblo opaco de la
provincia. Junto con los niños del lugar, espía a las lavanderas, les evalúa
las nalgas. El personaje narrador se obsesiona con Carolina, una joven cercana
a la familia. “Carolina,
amiga de mi hermana mayor, iba a la secundaria que tres años antes se había
instalado. Yo tenía doce años y ella andaría por los diecisiete. A pesar del
vestido, pude apreciar sus nalgas redondas y firmes”. La historia, siempre bien
narrada, clara y sutil en el suministro de detalles para el lector, avanza y
nos informa que quien narra, víctima de un sedimento de polio, sale del pueblo
para estudiar una carrera. No pierde su obsesión por Carolina, pero sabe que
vincularse con ella le será muy difícil. Un día regresa al pueblo y reencuentra
a Carolina, tienen un acercamiento y es allí donde debo suspender la
descripción del argumento, por si alguna vez pueden leer “Algo entre Carolina y
yo”.
Obtener un cuento con esta hechura puede requerir, a veces, la escritura de muchos otros no tan bien logrados. Elena Palacios lo consiguió en su primer libro. No es un mérito menor.
Dejo el cuento de Elena inmediatamente aquí:
Algo entre Carolina y yo
Elena Palacios Hernández
—Lárguense de
aquí, mocosos canijos.
—Léperos,
malcriados.
—¡Maldosos!
—A ver con qué le
salen al padre, cuando venga a confesar a los que van a hacer la primera
comunión.
Los gritos venían
de mi madre y de mis tías, de mi hermana, de las vecinas. De todas las mujeres
que la tarde de cada viernes acudían a los lavaderos del pueblo.
La travesura se le
ocurrió a mi hermano Luis. Luego de la escuela y de la comida nos juntábamos
una docena de chamacos a jugar. Las edades iban de los ocho a los trece años.
El nuestro, simplón y sin gracia, parecía un pueblo muerto, así que
inventábamos juegos cuando nos cansaban los de siempre, contar historias o
disputarnos los columpios o pasear en las bicicletas que no todos teníamos. Esa
tarde nos quedamos sin ideas y le hicimos caso a Luis: ir a los lavaderos,
donde a las mujeres se les movían las nalgas mientras restregaban la ropa.
Unos abrimos
tamaños ojos ante la propuesta, pero mi hermano, lidercillo de la bandada,
insistió:
—Se ven bien
chistosas, parecen como las ancas de las mulas cuando caminan despacio porque
llevan mucha carga. Hay de todos tamaños —dijo haciendo ademanes circulares.
Casi todos se rieron, y a mí no me quedó más remedio que acompañarlos.
La hilera de lavaderos
de cemento blanqueado por el agua, por los jabones y las lejías y no sé si
también por el sol y por el tiempo, se encontraba llena. En el aire viajaba el
aroma de la jabonadura y desde media calle antes se oían el chapalear del agua
en la que fregaban y esa especie de gorjeo disparejo que eran las voces de las
mujeres hablando unas con otras, de repente cuchicheos, de repente carcajadas,
casi nunca silencios. En los lavaderos se renovaba el alma del pueblo, no se
trataba sólo de lavar, ahí las mujeres compartían penas y exageraban alegrías
para tener algo que presumir.
—¿Y ahora qué se
traen? —dijo una que nos vio llegar repartidos en dos grupos silenciosos.
—Nada —respondió
el de la idea—, nomás venimos pasando, se nos ponchó el balón —al oír esto, dos
de las niñas no contuvieron la risa—, y venimos a sentarnos tantito —concluyó,
serio y reprimiendo con la mirada a las risueñas.
Las mujeres
siguieron en lo suyo y nosotros nos sentamos a sus espaldas, en el suelo, en
semicírculo, abrazando las rodillas y muy atentos, como si fuera a comenzar una
función.
Cierto lo que
había dicho Luis: las nalgas de las mujeres se diferenciaban en tamaño y en
forma y no había mejor momento para comprobarlo que mientras lavaban. Y sí
parecían grupas de caballo, de mula o de burro, meciéndose al ritmo del lavado.
Me puse a pensar si cuando restregaban más rápido se debía a ropa más sucia y
si cuando bajaban la velocidad era por lavar la ropa más nueva.
Pero mis
compañeros empezaron a reír. Fue un niño el que soltó la primera risita y
contagió a todas las niñas, luego todos, menos yo, que acababa de encontrar las
nalgas más bonitas que había allí: las de Carolina, la hija de doña Tencha.
Carolina, amiga de mi hermana mayor, iba a la secundaria que tres años antes se
había instalado. Yo tenía doce años y ella andaría por los diecisiete. A pesar
del vestido, pude apreciar sus nalgas redondas y firmes.
Las burlas y los
murmullos alertaron a las mujeres y nos corrieron a gritos y a jicarazos de
agua enjabonada.
—Si te vuelvo a ver
haciendo babosadas con los demás, te voy a pegar —dijo mi mamá, al anochecer, y
me pellizcó el brazo para convencerme—, tú no deberías juntarte con esos
maloras.
Dije sí mamá, no mamá, y no me atreví a denunciar a Luis porque hizo señas de que
me callara. Seguramente a todos los del grupo los regañaron en sus casas y por
eso al día siguiente volvimos a nuestros juegos normales.
Para mí ya nada
fue igual. Esa noche batallé para dormir, pensaba en Carolina y en sus nalgas.
Antes ya me había fijado en ella, en su cara bonita de ojos cafés y en el color
rojo con que se pintaba la boca. Mi hermana decía que la consideraba su mejor
amiga, y siempre andaban juntas. A veces podía estarme un rato con ellas, pero
me corrían o se encerraban en el cuarto para contarse secretos. Mi situación en
la casa siempre fue un tanto confusa, la polio me dejó una leve cojera y eso
sirvió para que me consintieran pero también para que mi hermano, celoso por
los mimos, se aprovechara y fuera abusivo conmigo, sin llegar a nada malo,
cosas de la niñez.
Cuando Carolina me
encontraba por la calle o al ir a nuestra casa, me sonreía y a veces hasta
acarició mi mejilla o el pelo que me caía sobre la frente. Podía decirse que
teníamos amistad, por eso no se molestó cuando volvió a verme en los lavaderos.
Tal vez se sorprendió un poco, pero no se enojó y creo que hasta le gustaba. Yo
sabía que lavaba sola su uniforme los martes y los jueves, y el resto de su
ropa los viernes, junto con las demás mujeres.
Para evitar
sospechas, a mamá le decía que Caro me revisaba la ortografía y a ella, que
sólo ahí hacía la tarea a gusto, sin que nadie me distrajera. Llevaba mis
cuadernos de la tarea o un libro de cuentos que fingía leer mientras admiraba
su figura inclinada sobre el lavadero; descubrí que no sólo sus nalgas, esferas
perfectas, ocupaban mi pensamiento, también sentía curiosidad por su escote,
por esa raya profunda que divide el pecho de las mujeres.
En el pastel de
mis trece años, Carolina me dio un abrazo e hice que durara lo más que pude;
entonces supe que yo estaba cambiando, no era lo mismo mirar una cara linda que
aquella inquietud que me nacía en la sangre y obligaba al corazón a bombear más
fuerte y me producía cosquillas en la piel de todo el cuerpo.
Me acostumbré a
soñarla, a soñar sus manos salpicadas de espuma, su vestido mojado a la altura
del vientre y sus brazos estirados para tender la ropa en los mecates. Quise
crecer rápido y acariciarle los hombros y la espalda sobre la que el sol de la
tarde dejaba caer su última lumbre. Quería que pasaran los años y tener derecho
a tocar sus brazos enjabonados y sus manos frías y enrojecidas. Y cada noche y
cada mañana rogaba a Dios que la voz me engrosara para gustarle a Carolina. Me
veía en el espejo y mi cara no era fea, de cuerpo no estaba tan mal, pero mi
pierna coja, eso sí podría ser algo que a ella no le agradara. También estaba
lo del pecado, lo de no tener malos pensamientos y lo de la fornicación, que la
pobre catequista nos explicaba cómo podía, ruborizada y en voz baja. Seguro que
lo mío era pecado, pero el primer mandamiento hablaba de amor, así que para
justificarme, día tras día me convencí de que “el amor todo lo consigue” y de
que “el amor es lo único que importa”.
A los quince años
comencé a escribir poemas. Se los mostraba como al descuido, sin decirle que
ella era mi musa. Los leía rápido, sonreía, volteaba a verme y me felicitaba:
te quedan bien, me decía. Y eso era todo. Sin embargo, desde siempre, desde que
la veía en los lavaderos, tuve la impresión de que en su mirada había algo para
mí, algo especial.
Me fui a vivir con
unos tíos en otro pueblo para hacer la prepa y regresaba en vacaciones. Un día
supe que se casó. Dejé de acercarme pero no la olvidé. Años después fui a
estudiar sociología, en la capital. Durante la carrera tuve algunos amoríos,
compañeras de la universidad, chicas de pelo corto y rostro sin maquillaje, con
cuerpo esbelto y mentalidad liberal. Pero yo acariciaba a Carolina en cada una
de ellas, las besaba pensando en ella. Creo que cada vez que tuve intimidad,
fue un ensayo para cuando le hiciera el amor al amor de mi vida. Sin embargo,
en ninguna de mis idas a casa volví a verla.
Carolina tendría
treinta años cuando terminé la carrera. El pueblo me recibió sin ocultar su
extrañeza ante el nuevo aspecto que adopté: mi cabello, mi ropa, mis zapatos.
Como sin querer, le pregunté a mi hermana por ella.
—Se separó. Tiene
dos niños y trabaja para mantenerlos —dijo y en seguida, frunciendo el gesto, me
encaró—: ¿por qué te vistes así?
—¿Qué tiene de
malo? —pregunté jalando un poco mi camiseta con los dedos de ambas manos—.
¿Tiene algo de malo? —insistí para acorralarla pues advertí que le faltaba
valor.
—Puede que malo no —murmuró—, pero es… raro.
Esa noche volví a
soñar a Carolina, ya no como antes, sino en un sueño adulto, erótico. Decidí
buscarla. Fui hasta su casa asumiendo que sus hijos estarían en la escuela.
Toqué la puerta y nadie abrió. Me acerqué a la entrada abierta del patio y la
vi. Enjabonada de las manos a los antebrazos, empeñada en blanquear el cuello
de una camisa. El olor del jabón me remitió al pasado; el deseo, nacido en la
pubertad y nunca cumplido, empezó a retumbarme en las sienes, en el pecho, en
la garganta. En realidad, la voz no me engrosó nunca, pero procuré que sonara
grave, como tantas veces la había ensayado; dije su nombre y volteó. Nos
miramos. No abrió la boca y sentí sus nervios. Señaló la puerta para invitarme
a entrar y no acepté, me quedé frente a ella. Vi que sintió vergüenza de su
piel ajada y de su ropa sencilla. Pero enseguida paseé la vista por sus hombros
y sus caderas, más amplias ahora. Me acerqué y ella no se retrajo. Se entretuvo
en mi camisa azul y en el pantalón de vestir que no disimulaba del todo el
zapato especial para la pierna coja, miró mi cabello corto y su curiosidad se
atrevió a tocarlo con los dedos mojados, y sonrió. Fue la señal. La fresa de su
boca, aquélla que me atrajo tantos años atrás, se abría ante mí, invitándome a morderla.
Y acepté. Una de mis manos abarcó su talle y la otra buscó sus nalgas, ahora
más llenas. Cerró los ojos, jadeante, y rocé su boca con la mía. Sólo un
momento.
—No —gritó—. Nunca, nunca, estaré con alguien como tú —la voz fue de piedra—. Habrás vivido en la ciudad y tendrás un título universitario, pero eso no importa, aquí las cosas no cambian, somos los mismos de siempre —su voz ya no sonaba dura sino derrotada al decir—: en el pueblo nunca se verá bien que haya algo entre tú y yo.
Me pidió que no volviera a buscarla y acepté. Era verdad lo que ella dijo: ni siquiera mi familia aceptaría que Carolina y yo tuviéramos algo. Llegando a casa de mis padres me encerré en la que había sido mi habitación de niña y con una mezcla de tristeza por lo que no podrá ser y de rabia hacia los convencionalismos que aún rigen al pueblo, comencé a hacer la maleta para irme a donde nadie le importara mi ropa masculina y mi cara sin maquillaje.