sábado, marzo 19, 2022

En busca del cuento perfecto










Aproximarse a la perfección en literatura es un gran mérito, y de hecho lo único a lo que podemos aspirar si nos atenemos a la imposibilidad de saber qué es lo perfecto. En lo personal, como lector he sentido el hallazgo de ese logro en contados casos, por lo regular en poemas o cuentos breves, formatos en los que es relativamente más sencillo evitar los ripios. Si pienso, por ejemplo, en un cuento perfecto, rápido acude a mi memoria “El sur”, de Borges, texto en el que no encuentro fisura, tropiezo, mancha. Si pienso en un poema, sé que “Desde la torre”, de Quevedo, es un soneto que a mi ver no admite réplica.

Se podrá pensar que la perfección o la cuasiperfección sólo es patrimonio de unos cuantos genios, y no andaremos tan errados. Sin embargo, no es disparatado afirmar que cualquier escritor con intuición y oficio puede crear obras más que estimables y en las que sea posible percibir una apretada armonía entre forma y fondo, el anuncio, así sea lejano, de la perfección. Lo asombroso de esto es que tales escritores no necesariamente son “consagrados”, estrellas del firmamento europeo o primermundista. Uno puede encontrar, si tiene suerte, obras de factura excepcional allí donde menos las espera.

Me pasó hace pocos años con “Algo entre Carolina y yo” (Cuentos cortos para gente que duerme sola, 2018), cuento de la lagunera Elena Palacios Hernández, participante del taller literario del Teatro Isauro Martínez. Uno como cuentista entiende más que nadie que las dificultades del género tornan muy difícil la factura en ristra de cuentos excelentes. No es difícil que uno mismo sienta, pues, cuál es mejor, cuál es más débil, cuál no funciona y cuál es un bodrio. Tras leer “Algo entre Carolina y yo” supe que era un cuento muy bien logrado, tanto que un texto de esta calidad justifica un libro casi como un hit musical justificaba antes un long-play.

Del cuento de Elena me gusta todo, así que lo juzgo perfecto. Sé que decir esto puede parecer excesivo, pero me atrevo a sostenerlo en función de su eficacia. No sólo ha volcado en él su buena prosa, sino una espléndida administración de las peripecias que se acumulan hasta la sorpresa final. Si un cuento clásico organiza su trama en función del final, este cuento de Elena ha logrado articularse de manera que al concluir su lectura uno siente que cerró todo, que no es viable extenderlo.

¿Y de qué trata? Un personaje narrador cuenta su vida en un pueblo opaco de la provincia. Junto con los niños del lugar, espía a las lavanderas, les evalúa las nalgas. El personaje narrador se obsesiona con Carolina, una joven cercana a la familia. “Carolina, amiga de mi hermana mayor, iba a la secundaria que tres años antes se había instalado. Yo tenía doce años y ella andaría por los diecisiete. A pesar del vestido, pude apreciar sus nalgas redondas y firmes”. La historia, siempre bien narrada, clara y sutil en el suministro de detalles para el lector, avanza y nos informa que quien narra, víctima de un sedimento de polio, sale del pueblo para estudiar una carrera. No pierde su obsesión por Carolina, pero sabe que vincularse con ella le será muy difícil. Un día regresa al pueblo y reencuentra a Carolina, tienen un acercamiento y es allí donde debo suspender la descripción del argumento, por si alguna vez pueden leer “Algo entre Carolina y yo”.

Obtener un cuento con esta hechura puede requerir, a veces, la escritura de muchos otros no tan bien logrados. Elena Palacios lo consiguió en su primer libro. No es un mérito menor.

Dejo el cuento de Elena inmediatamente aquí:


Algo entre Carolina y yo

Elena Palacios Hernández

—Lárguense de aquí, mocosos canijos.

—Léperos, malcriados.

—¡Maldosos!

—A ver con qué le salen al padre, cuando venga a confesar a los que van a hacer la primera comunión.

Los gritos venían de mi madre y de mis tías, de mi hermana, de las vecinas. De todas las mujeres que la tarde de cada viernes acudían a los lavaderos del pueblo.

La travesura se le ocurrió a mi hermano Luis. Luego de la escuela y de la comida nos juntábamos una docena de chamacos a jugar. Las edades iban de los ocho a los trece años. El nuestro, simplón y sin gracia, parecía un pueblo muerto, así que inventábamos juegos cuando nos cansaban los de siempre, contar historias o disputarnos los columpios o pasear en las bicicletas que no todos teníamos. Esa tarde nos quedamos sin ideas y le hicimos caso a Luis: ir a los lavaderos, donde a las mujeres se les movían las nalgas mientras restregaban la ropa.

Unos abrimos tamaños ojos ante la propuesta, pero mi hermano, lidercillo de la bandada, insistió:

—Se ven bien chistosas, parecen como las ancas de las mulas cuando caminan despacio porque llevan mucha carga. Hay de todos tamaños —dijo haciendo ademanes circulares. Casi todos se rieron, y a mí no me quedó más remedio que acompañarlos.

La hilera de lavaderos de cemento blanqueado por el agua, por los jabones y las lejías y no sé si también por el sol y por el tiempo, se encontraba llena. En el aire viajaba el aroma de la jabonadura y desde media calle antes se oían el chapalear del agua en la que fregaban y esa especie de gorjeo disparejo que eran las voces de las mujeres hablando unas con otras, de repente cuchicheos, de repente carcajadas, casi nunca silencios. En los lavaderos se renovaba el alma del pueblo, no se trataba sólo de lavar, ahí las mujeres compartían penas y exageraban alegrías para tener algo que presumir.

—¿Y ahora qué se traen? —dijo una que nos vio llegar repartidos en dos grupos silenciosos.

—Nada ­—respondió el de la idea—, nomás venimos pasando, se nos ponchó el balón —al oír esto, dos de las niñas no contuvieron la risa—, y venimos a sentarnos tantito —concluyó, serio y reprimiendo con la mirada a las risueñas.

Las mujeres siguieron en lo suyo y nosotros nos sentamos a sus espaldas, en el suelo, en semicírculo, abrazando las rodillas y muy atentos, como si fuera a comenzar una función.

Cierto lo que había dicho Luis: las nalgas de las mujeres se diferenciaban en tamaño y en forma y no había mejor momento para comprobarlo que mientras lavaban. Y sí parecían grupas de caballo, de mula o de burro, meciéndose al ritmo del lavado. Me puse a pensar si cuando restregaban más rápido se debía a ropa más sucia y si cuando bajaban la velocidad era por lavar la ropa más nueva.

Pero mis compañeros empezaron a reír. Fue un niño el que soltó la primera risita y contagió a todas las niñas, luego todos, menos yo, que acababa de encontrar las nalgas más bonitas que había allí: las de Carolina, la hija de doña Tencha. Carolina, amiga de mi hermana mayor, iba a la secundaria que tres años antes se había instalado. Yo tenía doce años y ella andaría por los diecisiete. A pesar del vestido, pude apreciar sus nalgas redondas y firmes.

Las burlas y los murmullos alertaron a las mujeres y nos corrieron a gritos y a jicarazos de agua enjabonada.

—Si te vuelvo a ver haciendo babosadas con los demás, te voy a pegar —dijo mi mamá, al anochecer, y me pellizcó el brazo para convencerme—, tú no deberías juntarte con esos maloras.

Dije sí mamá, no mamá, y no me atreví a denunciar a Luis porque hizo señas de que me callara. Seguramente a todos los del grupo los regañaron en sus casas y por eso al día siguiente volvimos a nuestros juegos normales.

Para mí ya nada fue igual. Esa noche batallé para dormir, pensaba en Carolina y en sus nalgas. Antes ya me había fijado en ella, en su cara bonita de ojos cafés y en el color rojo con que se pintaba la boca. Mi hermana decía que la consideraba su mejor amiga, y siempre andaban juntas. A veces podía estarme un rato con ellas, pero me corrían o se encerraban en el cuarto para contarse secretos. Mi situación en la casa siempre fue un tanto confusa, la polio me dejó una leve cojera y eso sirvió para que me consintieran pero también para que mi hermano, celoso por los mimos, se aprovechara y fuera abusivo conmigo, sin llegar a nada malo, cosas de la niñez.

Cuando Carolina me encontraba por la calle o al ir a nuestra casa, me sonreía y a veces hasta acarició mi mejilla o el pelo que me caía sobre la frente. Podía decirse que teníamos amistad, por eso no se molestó cuando volvió a verme en los lavaderos. Tal vez se sorprendió un poco, pero no se enojó y creo que hasta le gustaba. Yo sabía que lavaba sola su uniforme los martes y los jueves, y el resto de su ropa los viernes, junto con las demás mujeres.

Para evitar sospechas, a mamá le decía que Caro me revisaba la ortografía y a ella, que sólo ahí hacía la tarea a gusto, sin que nadie me distrajera. Llevaba mis cuadernos de la tarea o un libro de cuentos que fingía leer mientras admiraba su figura inclinada sobre el lavadero; descubrí que no sólo sus nalgas, esferas perfectas, ocupaban mi pensamiento, también sentía curiosidad por su escote, por esa raya profunda que divide el pecho de las mujeres.

En el pastel de mis trece años, Carolina me dio un abrazo e hice que durara lo más que pude; entonces supe que yo estaba cambiando, no era lo mismo mirar una cara linda que aquella inquietud que me nacía en la sangre y obligaba al corazón a bombear más fuerte y me producía cosquillas en la piel de todo el cuerpo.

Me acostumbré a soñarla, a soñar sus manos salpicadas de espuma, su vestido mojado a la altura del vientre y sus brazos estirados para tender la ropa en los mecates. Quise crecer rápido y acariciarle los hombros y la espalda sobre la que el sol de la tarde dejaba caer su última lumbre. Quería que pasaran los años y tener derecho a tocar sus brazos enjabonados y sus manos frías y enrojecidas. Y cada noche y cada mañana rogaba a Dios que la voz me engrosara para gustarle a Carolina. Me veía en el espejo y mi cara no era fea, de cuerpo no estaba tan mal, pero mi pierna coja, eso sí podría ser algo que a ella no le agradara. También estaba lo del pecado, lo de no tener malos pensamientos y lo de la fornicación, que la pobre catequista nos explicaba cómo podía, ruborizada y en voz baja. Seguro que lo mío era pecado, pero el primer mandamiento hablaba de amor, así que para justificarme, día tras día me convencí de que “el amor todo lo consigue” y de que “el amor es lo único que importa”.

A los quince años comencé a escribir poemas. Se los mostraba como al descuido, sin decirle que ella era mi musa. Los leía rápido, sonreía, volteaba a verme y me felicitaba: te quedan bien, me decía. Y eso era todo. Sin embargo, desde siempre, desde que la veía en los lavaderos, tuve la impresión de que en su mirada había algo para mí, algo especial.

Me fui a vivir con unos tíos en otro pueblo para hacer la prepa y regresaba en vacaciones. Un día supe que se casó. Dejé de acercarme pero no la olvidé. Años después fui a estudiar sociología, en la capital. Durante la carrera tuve algunos amoríos, compañeras de la universidad, chicas de pelo corto y rostro sin maquillaje, con cuerpo esbelto y mentalidad liberal. Pero yo acariciaba a Carolina en cada una de ellas, las besaba pensando en ella. Creo que cada vez que tuve intimidad, fue un ensayo para cuando le hiciera el amor al amor de mi vida. Sin embargo, en ninguna de mis idas a casa volví a verla.

Carolina tendría treinta años cuando terminé la carrera. El pueblo me recibió sin ocultar su extrañeza ante el nuevo aspecto que adopté: mi cabello, mi ropa, mis zapatos. Como sin querer, le pregunté a mi hermana por ella.

—Se separó. Tiene dos niños y trabaja para mantenerlos —dijo y en seguida, frunciendo el gesto, me encaró—: ¿por qué te vistes así?

—¿Qué tiene de malo? —pregunté jalando un poco mi camiseta con los dedos de ambas manos­—. ¿Tiene algo de malo? —insistí para acorralarla pues advertí que le faltaba valor.

—Puede que malo no —murmuró—, pero es… raro.

Esa noche volví a soñar a Carolina, ya no como antes, sino en un sueño adulto, erótico. Decidí buscarla. Fui hasta su casa asumiendo que sus hijos estarían en la escuela. Toqué la puerta y nadie abrió. Me acerqué a la entrada abierta del patio y la vi. Enjabonada de las manos a los antebrazos, empeñada en blanquear el cuello de una camisa. El olor del jabón me remitió al pasado; el deseo, nacido en la pubertad y nunca cumplido, empezó a retumbarme en las sienes, en el pecho, en la garganta. En realidad, la voz no me engrosó nunca, pero procuré que sonara grave, como tantas veces la había ensayado; dije su nombre y volteó. Nos miramos. No abrió la boca y sentí sus nervios. Señaló la puerta para invitarme a entrar y no acepté, me quedé frente a ella. Vi que sintió vergüenza de su piel ajada y de su ropa sencilla. Pero enseguida paseé la vista por sus hombros y sus caderas, más amplias ahora. Me acerqué y ella no se retrajo. Se entretuvo en mi camisa azul y en el pantalón de vestir que no disimulaba del todo el zapato especial para la pierna coja, miró mi cabello corto y su curiosidad se atrevió a tocarlo con los dedos mojados, y sonrió. Fue la señal. La fresa de su boca, aquélla que me atrajo tantos años atrás, se abría ante mí, invitándome a morderla. Y acepté. Una de mis manos abarcó su talle y la otra buscó sus nalgas, ahora más llenas. Cerró los ojos, jadeante, y rocé su boca con la mía. Sólo un momento.

—No —gritó—. Nunca, nunca, estaré con alguien como tú —la voz fue de piedra—. Habrás vivido en la ciudad y tendrás un título universitario, pero eso no importa, aquí las cosas no cambian, somos los mismos de siempre —su voz ya no sonaba dura sino derrotada al decir—: en el pueblo nunca se verá bien que haya algo entre tú y yo.


Me pidió que no volviera a buscarla y acepté. Era verdad lo que ella dijo: ni siquiera mi familia aceptaría que Carolina y yo tuviéramos algo. Llegando a casa de mis padres me encerré en la que había sido mi habitación de niña y con una mezcla de tristeza por lo que no podrá ser y de rabia hacia los convencionalismos que aún rigen al pueblo, comencé a hacer la maleta para irme a donde nadie le importara mi ropa masculina y mi cara sin maquillaje.