lunes, marzo 14, 2022

Crónica sobre el Cañón del Junco

 









Exploración en el Cañón del Junco

Vestigios de escritura ancestral en Cuatrociénegas

“Este fin de semana iremos al Cañón del Junco, un lugar con pinturas rupestres que está en Cuatrociénegas. Te invitamos…”, fue el mensaje que recibí por inbox el 8 de septiembre. Lo escribió Héctor Esparza, una de las dos cabezas que concibieron la revista Nomádica. La otra, como sabemos, está sobre el cuello de Armando Monsiváis, Monsi. Accedí de inmediato. Luego de una larga, muy larga espera, por fin formaría parte de una expedición a los entornos deambulados y vueltos a deambular por mis amigos nómadas.

Tenía algunas dudas sobre mi condición física, pero en medio de la pandemia había reanudado poco antes la práctica del senderismo, deporte que consiste en caminar y caminar por los azarosos derroteros de cualquier zona campestre. El senderismo no había implicado, en mi caso, acampar, así que carecía de los rudimentos básicos para la pernoctación al aire libre. “Nosotros llevamos todo”, aclaró Héctor, pero no quise depender al cien por ciento de la generosidad nomádica y, como niño, salí en busca de un sleeping y de todo lo que pudiera ser necesario. No hallé mucho. Además del bolsón para dormir que usaría en el Bolsón de Mapimí, compré una navaja múltiple Coleman (marca que mitifiqué desde mi niñez), una brújula y una bolsita kangurera. Con eso recién comprado y una cantimplora, una soga y una lámpara ya disponibles en casa, la víspera del recorrido me eché temprano a dormir. Fue inútil: la impaciencia me tasajeó el sueño como sucedía hace muchos años, en la infancia, cuando alguna emoción me esperaba al día siguiente, cuando alguna alegría brillaba casi al alcance de la mano.

El sábado 12 desperté muy temprano y no resentí el pésimo descanso de la madrugada. Me aguardaba una aventura en despoblado, mucho más que un día de campo, y eso no podía mermarse con ningún cansancio. Como niño tomé todos los arreos y emprendí la marcha hacia el centro operativo de Nomádica. Llovía levemente, como garúa, y llegué todavía a oscuras. Lo primero que vi fue la Combi 1975, la nave espacial que, según la leyenda, ya había hecho decenas de viajes en pro del periodismo de investigación naturalista. Di los buenos días a Monsi. Luego vi a Héctor. Ambos me saludaron sin efusividad, acostumbrados como están al trote de recorrer todos los recovecos de Coahuila y Durango. Quise ayudar, pero vi que hacían nado sincronizado y preferí mantenerme sólo atento. “Aquí empieza la crónica”, pensé. “Estos dos ya le saben bien a todo el rollo”.

Poco después llegó un vehículo sospechoso. “Es el arqueólogo”, me dijo Héctor. Se refería a Yuri de la Rosa Gutiérrez, también experto en esas correrías, profesional del campismo investigativo. El arqueólogo no venía solo. Junto con él apareció Snoopy, un perro más listo que los cuatro seres humanos que ocuparíamos la Combi. Salimos rumbo a San Pedro cerca de las siete de la mañana, con el ligero chipichipi en el exterior y la carretera sin mucho tráfico.

La disposición de los ocupantes no varió desde el inicio. Monsi al volante, yo de copiloto (aunque no copiloteara nada), y Héctor, Yuri y Snoopy atrás. Mi conversación en la ruta, por ello, se expandió casi exclusivamente con Monsi. Es increíble lo poco que uno conoce a los amigos, y sólo el diálogo sosegado de un viaje puede permitir el despliegue de experiencias personales. A preguntas expresas, supe más de Armando Monsiváis, de su padre y su madre, de sus hermanos, y sobre todo de él, de sus inicios en el dibujo y luego en la fotografía, de sus viajes por el mundo, de sus hijos, de su matrimonio… una pizca de todo.

En el laberinto del diálogo llegamos al tema de la Combi. La compró a finales de los noventa y poco a poco fue adaptándola para viajar. Lo extraño del caso es que todas o casi todas las adaptaciones las había diseñado y ejecutado su actual dueño, pues, lo fui sabiendo en el camino, una de las más grandes pasiones de Monsi es la todología en artes y oficios. En efecto, a retazos me enteré, durante el trayecto San Pedro-Cuatrociénegas, que había construido su casa y él ha acometido cada adaptación y desperfecto, además de que suele reparar sus vehículos, así que es ducho en albañilería, electricidad, herrería, plomería, carpintería, mecánica y, en términos menos manuales, tiene asimismo destrezas propias del diseño industrial y de la arquitectura. Si a eso sumamos el dibujo (técnico y periodístico), la fotografía y la escritura, resulta una especie de agravio para quienes sólo sabemos desempeñarnos en uno o dos oficios, y esto a tientas. El colmo llega cuando uno sabe que además toca la batería y desde hace 18 años abraza un proyecto editorial. “Leonardo es un incompetente junto a ti”, me atreví a decirle.

Casi al mediodía llegamos a Cuatrociénegas para recoger al guía. Mientras lo esperábamos, Monsi y yo fuimos en busca de unas gorditas para desayunar. A media cuadra de la plaza principal encontramos un negocio y ordenamos. Las gorditas eran pequeñas, como de seis centímetros de diámetro, y eso me llevó a pensar en los cambios que experimenta la realidad a pocos kilómetros de distancia. Ya en Cuatrociénegas la gastronomía es otra, no idéntica a la que conocemos los laguneros. “La Laguna termina donde empieza otro tipo de gordita”, concluí.

El guía no pudo ser el que esperábamos, sino su hijo, un mocetón de 17 años de nombre Abdel. Con todo en orden, volvimos a la poderosa Combi y nos encaminamos al ejido Nueva Atalaya ubicado a la derecha de la carretera Cuatrociénegas-Torreón. A partir de allí el camino dejó de ser la mesa de billar asfáltica que habíamos recorrido y se convirtió en muchas brechas, atajos y meandros de superficies desiguales: polvo, piedra de río (sin río), laja, llano, grava. En todo el tramo de casi dos horas la Combi se portó con entereza, sin rajarse un segundo ante lo peliagudo del trayecto.

Poco a poco nos alejamos de todo asentamiento humano. Los últimos rastros de civilización que vimos fueron dos abrevaderos artificiales, secos ambos. Uno de ellos lucía al lado la presencia, no poco pavorosa, de un caballo muerto y ya casi irreconocible, seguramente fulminado por la sed. La falta de agua, o más bien su uso irracional, ha provocado que ese rumbo de Coahuila muestre signos de desahucio, una calamidad que sólo deja en pie la flora y la fauna más tercas y endémicas, y a veces ni éstas.

Al fin llegamos a nuestro destino, más de siete horas después de haber salido de Torreón. El Cañón del Junco es en efecto, como su nombre lo indica, una inmensa grieta sinuosamente flanqueada por macizos de piedra. Los geólogos podrán explicar la razón prehistórica de esas formaciones, pero es evidente a simple vista que en algún momento del remotísimo pasado, cuando el hombre ni siquiera era una insinuación en la naturaleza, una montaña se rajó formando aquel cañón.

Allí, en una “cortina” del cañón estaban los dibujos rupestres que íbamos a saludar. Héctor me había dicho que estuvieron en ese sitio hace dos décadas, así que su principal inquietud estaba puesta en ver la condición actual de aquel vestigio aborigen. Hicimos una primera exploración hacia la cortina de los dibujos (no me atrevo a llamarlos “pinturas”) y comenzó el debate histórico, arqueológico, lingüístico y cultural. Yuri tuvo un encontronazo con Monsi en la discordia ¿es arte o no es arte? Héctor se obsesionó con la ontología del lenguaje, tema de acceso más complicado que el Cañón del Junco. Mientras nuestro toma y daca se desarrollaba, Snoopy exploraba a sus anchas, sin miedo a nada, todo el espacio abierto a su curiosidad infatigable.

Luego de las conferencias magistrales celebradas junto a los dibujos rupestres, bajamos para comer algo y comenzar el montaje del campamento. Vi entonces, y ayudé en lo que pude, el trabajo de los exploradores. Yuri y el joven guía levantaron una gran casa de campaña; Héctor, no supe por qué, articuló al lado un cono individual, y Monsi puso a modo el techo plegable, como fuelle, de la camaleónica Combi Westfalia. Allí dormiría él.

En la soledad total del cañón, el día se fue apagando y entonces reparé en una de las maravillas que me deparaba el viaje: el cielo durante la noche. En el crepúsculo, cuando el sol todavía iluminaba a ras de suelo, imploré para que se retiraran unas pocas nubes, pues yo deseaba ver el cosmos sin obstáculos. Había poca disponibilidad de leña, pero entre todos reunimos varas para alentar una fogata donde cocinaríamos la cena. El menú fue sencillo, sin lujos, y más lujosa fue la charla: entre otras cosas, pregunté a Yuri por su lugar y año de nacimiento en el DF, y me dijo “Tlaltelolco, 1968”. Hacia el 2 de octubre tenía pues unos meses de nacido, sus padres participaban en el movimiento estudiantil y él había sido bautizado “Yuri” en homenaje al cosmonauta soviético, quien murió aquel mismo año.

Poco a poco llegó la noche más transparente que yo había visto en cuarenta años. Entre todos me indicaron la ubicación de Júpiter, de Saturno, del rojizo Marte y la Vía Láctea en el inmenso lienzo salpicado de luces que se abría ante mis ojos de animal urbano. “Este sí es cielo, no la poca cosa que podemos vislumbrar en la ciudad”, pensé.

Ya cenado, Monsi fue por su cámara. Comenzó allí, para mí, otro espectáculo. Hasta entonces, yo imaginaba que las fotos a cielo nocturno consisten en poner la cámara en “bulbo” sobre tripié, y listo. Craso yerro. Para captar hebras de luz en la oscuridad casi absoluta es necesario el bulbo de la cámara, cierto, pero también un juego complicado de luces, tiempos y obturaciones de la lente con la mano. Es algo difícil de explicar, pues Monsi, como director de orquesta —y Héctor como primer violín— nos daba indicaciones desde su emplazamiento junto al tripié para hacer tomas fotográficas que podían alcanzar los dos minutos de duración. “Uno puede llegar de día, tomar la foto e irse… eso lo hace todo mundo. Para que agreguemos interés periodístico tenemos que buscar algo distinto”, me dijo Monsi. Al final de las dos horas fotográficas en la penumbra no pude no confesarle mi satisfacción: “Me da gusto haber colaborado en estas fotos”.

Concluida la sesión para capturar las imágenes nocturnas de los dibujos rupestres volvimos al campamento. Todos estábamos ya fatigados y, sin más, tomamos nuestros lugares para el sueño. Yo caí en la casa de campaña grande, junto al guía, Yuri y Snoopy; Monsi en la Combi y Héctor en la casa de campaña individual, sólo acompañado por sus ronquidos, unos ronquidos que hacían eco en la inmensidad del cañón.

Al día siguiente, domingo, desayunamos con una nueva fogata e hicimos una breve caminata extra más adentro del cañón. Yo añadí un último vistazo a las pinturas. En el regreso nos detuvimos en una especie de cueva con una formación rocosa parecida a un elefante. La recorrimos, vimos gran cantidad de guano de murciélago al lado del paquidermo y ahora sí salimos del cañón.

En el camino de retorno agradecí íntimamente la aventura y pensé en lo que había hecho durante la mañana, cuando en un ratito me escapé sin compañía a ver los dibujos: me despedí para siempre de aquellas enigmáticas huellas de la comunicación humana, pues es casi seguro que nunca más habré de volver a ese lugar. Viví en ese simple gesto la emoción de quien se despide de los viejos, de los viejísimos paisanos que las habían pintado para comunicar algo, jamás sabremos qué.

Comarca Lagunera, 3, octubre y 2020