“¿Qué
palabras tienen para ti un especial sabor a infancia, a familia, a tu tierra de
Burgos?”, le preguntaron alguna vez a Alex Grijelmo, el famoso periodista y
divulgador de la filología. Esto respondió: “¡Scalextric! Ésa sí era una
palabra mágica. Deseaba un Scalextric con todas mis fuerzas. Pero nunca lo
tuve. La palabra me parecía tan enrevesada que podía imaginarme dentro de ella
la autopista enredada por la que corrían los coches en miniatura”.
Lo
cito porque, como todos los niños de los sesenta, setenta y quizá ochenta, fui
también tentado por el deseo de tener una autopista Scalextric. Por supuesto
que eso jamás ocurrió, como tampoco tener una bici. Ahora que lo pienso, quizá a
partir de tales imposibilidades se remachó en mi ser la tendencia a imaginar: veía los
comerciales del Canal 5, programados a raudales durante la época navideña, y me
contentaba con soñar la autopista, con fabular paseos en bici dentro de la
cabeza. Mi padre tenía seis hijos en aquel entonces, y en 1977 llegó el último,
así que mis regalos no podían exhibir tecnología. Recuerdo que siempre me
renovaban un balón de plástico, aunque no de los profesionales. De allí me viene
el amor al futbol, deporte que jugué miles de horas en la calle.
No
sé cómo, mi padre hacía aparecer regalos modestos en la Navidad. Todo era
esencialmente plástico, nada cercano a la electrónica japonesa o gringa que ya
nos seducía desde la tele. Pero un día me dijo que iríamos a la ferretería La Suiza,
inmensa tienda que contaba con un área bien surtida de regalos para niños. Por
fin se abría la oportunidad para tener una Scalextric, la autopista eléctrica u otra parecida. Vimos varias, pero sus precios eran altísimos. Ante la
imposibilidad de comprar una sofisticada, mi padre me regaló una harto austera, pues no requería pilas ni corriente: la pista era una larga tira de hule que
colgada desde alguna pared hacia el suelo permitía que un carrito descendiera
gracias a la magia newtoniana de la gravedad. Pese a su ñoñez, amé ese juguete.
Lo amé y amé todos mis juguetes, por pedestres que fueran. Aunque no hubiera
mucho, creo que de niño estuve cerca, al menos cerca, de la felicidad, así que
no me recuerdo con acritud.
Sé
que la venta de juguetes no es ya lo mismo, esto por la gravitación de los
celulares y las tabletas. Frente a tales aparatos, ¿qué pueden lograr hoy una
pelota, un carrito, una muñeca? Muchos padres tratan de estirar tanto como sea
posible el momento de permitir celulares y juegos de video a sus hijos
pequeños, pero muchos más saben que los apaciguarán con las pantallas
infinitas.
Tuve
tres hijas que ya son adultas. Hace tiempo que no sé lo que es tratar con
pequeños, e imagino que los padres en trance de regalar juguetes encaran ahora
un desafío. El celular y la tableta quizá garanticen más horas de enajenación y
tranquilidad, pero no necesariamente mejor tiempo de formación para los hijos. No sé,
pues esto ya entra en los ámbitos especializados de la educación y la
psicología.
Yo
por lo pronto sigo con el buen recuerdo de mis balones y la alegría de
patearlos.
Feliz navidad.