sábado, marzo 30, 2019

Arrumbar lo accesorio
















Cierto que todavía está lejos de haber perdido el enorme capital simbólico que le fue dado en las urnas, pero creo que AMLO y su equipo deben atender mejor, como en los diques, las zonas fisuradas así sea levemente. A cuatro meses de gobierno ya hay grietas y una crítica que no cederá ante los errores grandes ni pequeños. No me refiero aquí a las lecturas desde siempre negativas de sus “adversarios”, legítimas como lo fueron, en otro momento, las enderezadas por sus adictos contra lo que genéricamente fue etiquetado como “mafia del poder”. Es, pues, obvio que las andanadas le granicen desde todos los espacios y a propósito de cualquier tema, con o sin humor, sensatas o grotescas. Los temas de la guardia nacional, del nuevo aeropuerto y del tren maya, enormes en términos de importancia, eran pasto suficiente para que brillaran todos los colmillos en la acera contraria. No ha sido necesario, entonces, crear más pistas en el circo, es decir, abrir trincheras para batalla innecesarias.
No sé si sea una táctica o qué, pero eso de encabezar la agenda periodística sí o sí terminará por derivar en el hartazgo, en el desgaste semántico que produce todo mensaje reiterado. Si el ejercicio del poder genera, per se, desgaste, no veo pertinente que se añadan combates y métodos que a simple vista dan la impresión de ser ociosos, sacados de una chistera poco práctica. Pienso por ejemplo en la exposición sobre la cuenca lechera. Al oír el hilo de ese discurso percibo que nació en ese momento para, de botepronto, ofrecer a Tabasco una cuenca lechera y desaparecer la lagunera más allá de los miles y miles de asegunes que todo gran proyecto implica. No tenía caso decir eso, así como no tiene caso enunciar decenas de palabras en las mañaneras o exponerse en aeropuertos a reclamos individuales que luego son carne de meme.
En este último caso, está bien la austeridad, no desplegar, por ejemplo, la onerosa movilización de una aeronave descomunal para cada viaje a la provincia, pero creo que nadie vería mal el uso de un avión pequeño y no ostentoso. Eso no sólo agilizaría los desplazamientos del presidente, sino que le evitaría gritos, demandas y solicitud de selfies que hacen poco ejecutivo al Ejecutivo, quien lo es para encauzar las líneas generales de un gobierno y un país, no para escuchar felicitaciones y reclamos personales en pasillos públicos.
Igualmente, las “mañaneras” son necesarias, pues veníamos de la opacidad total. Sin embargo, hay demasiado tiempo invertido en declaraciones que no vienen a cuento. En fin. Ojalá AMLO arrumbe pronto lo accesorio y enfoque sólo lo central. Tiene sobrado tiempo para corregir.

miércoles, marzo 27, 2019

KKK en tono menor















El infiltrado del KKKlan (Estados Unidos, 2018) da la impresión de ser una película en la que el asunto no parece coincidir con el tono. Aborda, no podía ser de otra manera dado el título, el tema del racismo contra los afroamericanos en Estados Unidos y en más de un momento (en toda la historia, más bien) se percibe un registro de comedia menor que aligera y no sé si frivoliza algo la historia.
Abundan las cintas con esta temática que dan por hecho la seriedad del permanente conflicto librado entre blancos y negros en nuestro vecino país. Difícilmente, creo, se pueden dar licencia para el abordaje risueño; sucede lo contrario: los conflictos llegan al drama del linchamiento o de la turba callejera en pleno combate. En El infiltrado… se da, al contrario, una especie de zigzag —muy al estilo de Spike Lee— entre el tratamiento serio del racismo y cierto chacoteo basado sobre todo en el falso autoflagelamiento del protagonista, Ron Stallworth (John David Washington), primer policía negro de Colorado Springs.
La cinta comienza con una entrevista de sondeo a Stallworth, quien desea ser policía pese a su color. Sus interlocutores no le ponen muchas trabas y pronto vemos a Stallworth metido como archivista en la corporación, trabajo que le desagrada. Casi sin sudar, logra que lo asignen a otro espacio, el de policía encubierto. Es allí cuando, un poco de casualidad, establece contacto telefónico con un integrante del KKK, a quien le hace creer que odia a negros y a judíos. Queda de verse pronto con el supremacista, pero como Stallworth es negro, debe recurrir a Flip Zimmerman (Adam Driver), un compañero blanco de la división encubierta que se hará pasar por el negro que hizo la llamada. En el ínterin conoce a Patrice Dumas (Laura Harrier), una hermosa luchadora por los derechos de los negros. La trama se enreda a partir de que hay dos Stallworth, el real, negro, y el compañero que poco a poco infiltra al KKK, grupo que en esta película parece idiota, más que temible, incluido David Duke (Topher Grace), su líder.
En general se trata de una cinta estimable, sin duda, como muchas de Lee, pero siento que pudo tener un poco de mayor dramatismo si hubiera puesto sobre la mesa una pizca de mayor maldad en los supremacistas. Este detalle, sospecho, lo notó Lee, de ahí el final vérité, moralista y aleccionador.

sábado, marzo 23, 2019

Micronarrativa ubicua




















La micronarrativa es más antigua de lo que suponemos. De hecho, creo que acompaña al hombre desde que a gruñidos comenzó a contar historias, a codificar en pequeños relatos su experiencia diaria, desde la caza del bisonte hasta la compra vía internet del nuevo Ipad. Más allá de que hoy la llamemos así (micronarrativa, microficción, microrrelato, microtexto, microloquesea), la historia armada en poco espacio y cuyo propósito es divertir, edificar, informar, adoctrinar y demás desde siempre ha estado allí, como el dinosaurio de Monterroso. La micronarrativa, pues, es ubicua, se cuela por todos los poros de la realidad y no le pertenece sólo a los micronarradores. Es tal vez, por ello, el más democrático de los géneros, pues basta compartir un café para que nazcan, con o sin intención estética, pequeñas historias que harán de nuestras vidas un amplio repositorio de microhistorias.
El microrrelato entonces es antiguo y acusa decenas de fisonomías. Hoy mismo, por ejemplo, cunde el brevísimo de una o dos líneas gracias a las nuevas tecnologías, sobre todo a la plataforma de Twitter que fuerza la hechura de los llamados tuits en 280 caracteres o menos. Nunca como ahora hubo relatos, nunca como ahora proliferaron las microhistorias que son ya la forma predominante del arte narrativo, de suerte que los estudiosos del género deban estar atentos sobre todo para destilar y obtener lo mejor en el inagotable menú que tiene hoy sobre la mesa.
Parte del trabajo que es posible perfilar en este inabarcable universo consiste, lo sabemos, en delimitar, describir, historiar aquellos productos que sin ser micronarrativa en estado químicamente puro bordean, rozan, atraviesan este territorio y confirman que contar en un palmo de papel es una de las prácticas incisivas del ser humano. Finalmente, reitero, la micronarrativa y las formas aledañas del relato no son patrimonio de los micronarradores, ni siquiera de los escritores en general, sino de todo aquel que desee contar algo y observe un mínimo propósito estético, así sea fallido, así sea rupestre.

(Este texto es un fragmento, el arranque, del ensayo “Balas contadas y cantadas: micronarración de la violencia en el corrido mexicano” contenido en el libro Rostros de la agresión. Aproximaciones a la diversidad de la violencia, Ibero Torreón, 2018, pp. 65-80).

miércoles, marzo 20, 2019

Extremo sur, crónica del desamparo*
























¿Cómo se narra el dolor? ¿Cómo se narra la desgracia? ¿Cómo se narra la pobreza terminal? ¿Cómo se narra la tristeza sin orillas? ¿Cómo se narra el éxodo de la violencia a la violencia? A su todavía breve edad, Andrés Guerrero, estudiante recién egresado de la Ibero Torreón, acometió este desafío en Extremo sur y lo hizo con una mezcla de esperanza y perplejidad cuyo resultado es un relato que por muchas razones nos cautiva.
La primera es la más visible en toda crónica digna de este nombre: la observación. Narrador agudo, Andrés sabe acumular situaciones salpicadas de detalles precisos y significativos. Como una cámara, registra todo lo que encuentra en el paneo y poco a poco, mediante su testimonio, nos adentramos en el mundo sofocante y carenciado del sur mexicano en el que conviven miles de destinos arrojados a la vida sin mayor arma que la fe en salir bien librados, cada uno, de su tragedia individual que más bien es una tragedia colectiva. Con los sentidos y la sensibilidad abiertos, el observador mira, oye, huele, toca, prueba y nos comparte una experiencia viva, terriblemente crítica.
Otro rasgo no menos importante de Extremo sur es el estilo. Con una prosa fluida, justa y no pocas veces impregnada de literatura, Andrés nos guía por un universo pleno de estímulos, el de los albergues mexicanos en los que muchos migrantes restauran sus precarias fuerzas para luego continuar sus viajes por los anchos y ajenos caminos de la incertidumbre que recomienza sobre el traca-traca de La Bestia.
Por último, lo fundamental: el tratamiento humano de lo experimentado. Pese a la dificultad que implica contar el dolor por el riesgo de incurrir en el lloriqueo o el panfletarismo, Andrés oscila entre la distancia que le permite su condición de trabajador voluntario y el involucramiento al que sin remedio lo arrastran las tragedias que desfilan frente a su mirada. Como se sabe, mucho más que la felicidad, el pesar es casi inefable, así que la palabra se erige apenas como pálida representación, como sucesión de símbolos que desea reconstruir la realidad sin lograrlo cabalmente. Pese a esto, la palabra, el relato, es la mayor parte de las veces lo único que tenemos a la mano para transmitir a los demás el sabor y el olor de lo vivido. Y si la mayor parte de los seres humanos que viven a contracorriente en el extremo sur no tienen el privilegio de contar con una voz, si son invisibles y casi nadie los oye, es fundamental la palabra que se articula para consignar, en este caso mediante la crónica, los hechos. Quienes, como Andrés Guerrero, han convivido con migrantes y además saben articular su experiencia con el arma de la escritura, son como linternas que nos ayudan a iluminar zonas poco exploradas por quienes milagrosamente no padecemos infiernos similares.
Tales son algunos de los méritos de Extremo sur, entrañable crónica de un viaje al centro de la desdicha cuyas páginas debemos, sí o sí, a partir de este momento, atravesar.

*Presentación del libro Extremo sur (segunda edición), Universidad Iberoamericana Torreón-Escuela Carlos Pereyra, Torreón, 2019.

sábado, marzo 16, 2019

Videojuegos en la vida real













En mi vida como videojugador no pasé de la prehistoria. Recuerdo que cierto vecino de nombre Gerardo, de cuyo apellido no puedo acordarme, dio un día una noticia fenomenal a toda la palomilla del barrio: que en su familia habían comprado una consola del videojuego llamada, creo, Nesapon. Consistía el tal aparato en una cajita con dos o tres botones y un par de cables que se conectaban a la televisión para reproducir en ella un divertimento como de ping-pong. La pantalla pasaba a blanco y negro, aparecía una raya fija en medio y dos rayitas en los extremos laterales que podían ser movidas desde afuera con unas perillas. El asunto consistía en evitar que una mancha blanca, equivalente a la pelota, pasara las dos rayitas móviles, que equivalían a las raquetas. Hablo de 1978, más o menos.
Poco después, mis primos consiguieron una consola de la marca Atari a la que se le insertaban cartuchos con una diversidad mayor de juegos, casi todos consistentes en disparar y tirar bombas desde aviones o barcos pixelados, siempre sobre un fondo negro. Hasta allí llegué, y desde entonces no supe mucho sobre aquellos entretenimientos que después cundieron cuando fueron inventados el Nintendo, el Xbox y otros dispositivos que crearon una economía y una enajenación de dimensiones mundiales.
Como cualquier indiferente a los videogames, no quedé del todo al margen. En más de alguna ocasión, claro, vi que poco a poco alcanzaban un mayor grado de sofisticación. Los monitos a los que antes se les veía el pixel se fueron convirtiendo en figuras casi reales en medio de escenarios perfectos, a veces mejor caracterizados que en las grandes producciones de cine. Muchos de esos juegos, lo sabemos todos, tienen un sentido ya no bélico en el sentido amplio de la palabra, es decir, colectivo. Ahora, un sujeto, un solo sujeto, avanza entre ruinas, bosques, recovecos de ciudades en llamas, y busca enemigos para, en cámara subjetiva, masacrarlos antes de que la computadora haga de las suyas.
No sé si esto tiene mucha relación con Brenton Tarrant, el joven terrorista de 28 años que disparó en una mezquita neozelandesa. Quizá no tenga nada qué ver, pero el hecho de que usara una cámara en el casco y filmara él mismo su atrocidad genocida parece una calca de los juegos que recién he descrito. Siempre valdrá la pena preguntar qué tanto se aceleran las neuronas de quienes juegan a matar. Puede ser que algo quede, que algunos se la crean.


miércoles, marzo 13, 2019

El acoso releído
























Hace treinta años, en agosto de 1989, leí por primera vez El acoso (1955), novela corta de Alejo Carpentier (Lausana, 1904-París, 1980). De aquella primera incursión recordaba muy poco, casi nada, salvo la idea general: que narra la breve historia de una persecución entre edificios y calles habaneras con el telón de fondo de la Sinfonía Heroica, de Beethoven. Fuera de eso, el caset de mi memoria (que no llega ni a CD), no retenía nada. Dije persecución y quizá debo aclarar que más bien es huida, pues todo el tiempo seguimos al protagonista, al acosado, no a sus difusos persecutores.
Borges decía que más que leer, le gustaba releer, pero lamentablemente para releer hay que haber, primero, leído. Tras la relectura de El acoso saco en conclusión que debo revisitar toda la obra carpenteriana recorrida hace tres décadas. Lo digo porque tras el paso de tanto tiempo siento que he disfrutado más El acoso, y junto con esto he podido apreciar con mayor hondura el estilo suntuoso de Carpentier, su ritmo poético envolvente, denso por la profusión de insinuaciones, de detalles que recogen el contexto como una cámara que con barroca y voluptuosa precisión registra todo.
La acción se ubica en la Habana, en los treinta, y comienza con un taquillero de sala de conciertos. Mientas tocan la Heroica, a la sala entra un sujeto agitado, el perseguido: este es el presente del relato.
En otro plano espacio-temporal, un exestudiante de arquitectura se involucra con grupos políticos. Llegó de Sancti-Spíritus a la capital. Tras el fashback, vemos que vive aislado en un edificio colonial. Es el acosado. Una vieja enferma lo protege en un cuartucho. En la azotea, a la que sube en la noche para respirar, oye, sin saber quién toca, al taquillero que ensaya música seguramente de Beethoven.
Cuando la vieja muere, el acosado debe salir del escondite y atraviesa la ciudad, pero no encuentra salvación. Mientras tanto se revela que mató, que fue un sicario y en los vaivenes de la política lo apresaron, lo torturaron y delató para salvarse. En la escapada de la noche atroz da con la sala de conciertos, donde sospecha que se librará de sus persecutores.
Volver con la frente marchita, luego de treinta años, a la prosa impar de Carpentier —nada parecido a lo que se escribe hoy— es una revelación, como si lo saludara por primera vez.


sábado, marzo 09, 2019

Sor Juana por Saúl Rosales
























Hay escritores que no son escritores, sino literaturas. Lo son en el sentido casi nacional de la palabra, por la calidad y la cantidad de obra y por la imposibilidad de agotarlos. Esto es así al grado de que podemos pensar, por ejemplo, que en las facultades podrían existir, junto a la licenciatura en Letras Hispánicas o Portuguesas, una licenciatura en Homero, una licenciatura en Dante, una licenciatura en Shakespeare, una licenciatura en Víctor Hugo o una licenciatura en Goethe. Saúl Rosales ha atravesado en los años recientes, ceñido a esta hipotética modalidad académica, una licenciatura en Cervantes y en los meses que corren está cursando otra: la licenciatura en Sor Juana.
Quiero decir que nuestro escritor, acaso el maestro de literatura por antonomasia en La Laguna, aró por muchos años en el inabarcable territorio de Cervantes, en particular del Quijote, libro que generó dos libros —Un año con el Quijote y Don Quijote, periodistas y comunicadores— que en su momento comenté y hoy reitero que dan cuenta de lo mucho y muy nutricio, en términos de enseñanza literaria y ética, principalmente, asequible en esa catedral narrativa edificada hace poco más de cuatro siglos. En resumen, durante los años cercanos al cuarto centenario del caballero andante, Rosales se licenció en Cervantes.
Ahora, de un tiempo a esta parte del tiempo, con igual pasión y agudeza ha dedicado sus horas de lector y escritor a navegar en el mar de Sor Juana, en la licenciatura de Sor Juana. El resultado de estos placenteros afanes se ha condensado ahora es Sor Juana. La Americana Fénix (UAdeC, 2019), libro que desde el título nos guiña el ojo: si tratará sobre la escritora más importante del barroco mexicano, justo es que el pórtico del libro contenga el arabesco de un hipérbaton, figura retórica clave del novohispano estilo.
El libro de Saúl Rosales, lo confiesa desde el prólogo aunque con palabras no tan explícitas, es a su modo la historia de un enamoramiento que viene de muy lejos. El autor, prendado de las altas prendas así físicas como espirituales de la jerónima, le ha rendido en estos años el tributo de leer minuciosamente su obra, la de sus biógrafos y la de sus comentaristas para, al final, producir una serie de asedios en la que podemos asombrarnos ante la celebrada discreción de la Americana Fénix. Diez ensayos, trece artículos, una cronología: el amor de Saúl Rosales por Sor Juana se desbordó en el gozo, en la veneración a la autora de Primero sueño como inagotable fuente de placer para el espíritu.
Es, por ello, un homenaje de lector agradecido desde los primeros acercamientos. En “Destellos de Sor Juana en Santa Catarina”, por ejemplo, establece un paralelo entre la santa egipcia con la monja mexicana, simetría revelada en los villancicos que la misma Sor Juana le dedicó. Allí, sutilmente, la jerónima filtra conceptos sobre la inteligencia, la belleza, la castidad y el rechazo por sus cualidades sufrido por Catarina que a su vez fueron, mutatis mutandis, rasgos de su ser y penalidades de su vida. En este como en los demás ensayos, Rosales se apoya en Diego Calleja, Alfonso Méndez Plancarte, Antonio Alatorre, Aureliano Tapia Méndez y Marta Lilia Tenorio, entre otros sorjuanólogos.
Páginas adelante, Saúl Rosales examina los énfasis de Sor Juana sobre la belleza, ese privilegio ante el cual suele rendirse la mirada de todos, y la de ella como artista no fue la excepción. Vale decir que sin engreimiento, porque era evidente, Sor Juana se autopercibe como hermosa y con malicia verbal supo expresar alguna legítima vanidad sin que lo pareciera, con el estilo sinuoso propio del barroco. Por muchos ángulos de su obra y su personalidad accede el ensayista lagunero a la vida y a la obra de la creadora mexicana. Algunos dejan ver exquisitas curiosidades, como ocurre con el aluvión de sobrenombres que adornaron a Sor Juana; Décima Musa, tal vez el más popular, y Americana Fénix que le ofrendó Diego Calleja, su corresponsal en España; o la mala leche que desde joven —desde joven Sor Juana— le tuvo Manuel Antonio Núñez de Miranda, su confesor y director espiritual. En otro tipo de acosos, Juana Inés sufrió, por bonita, los que hoy conocemos como tales, y por eso Calleja, también su primer biógrafo, escribió que “la buena cara de una mujer pobre es una pared blanca donde no hay necio que no quiera echar un borrón”.
La parte segunda, digamos a la manera hiperbatónica de aquellos siglos, traza ensayos de menos amplitud, pero no menor calado. En todos se escudriña un pliegue de la obra sorjuanina en el que se destacan las incandescencias de su ethos creativo, sea su oído para captar el habla popular, su apabullante erudición, su rechazo a las cadenas que pretendieron aherrojarla en la parálisis del pensamiento, su pericia para el debate en medio de un ambiente abiertamente hostil, su padecimiento del acoso masculino, su expresión siempre lujosa y resonante y su habilidad para caminar por la cornisa discursiva en una sociedad refractaria al talento de la mujer. En suma, Saúl Rosales nos comparte un calidoscopio de Sor Juana, un calidoscopio que por fuerza no la agota, pues ya observé que la monja jerónima es, más que una escritora, una literatura que da pie a la glosa y a la exégesis infinitas.
Para terminar, no sobra decir que los textos de La Americana Fénix  muestran y demuestran la plenitud intelectual de Juana de Asbaje, pero en ellos también late un cierto afán didáctico que busca compartir un tesoro al lector de a pie. Saúl Rosales escribe no para que nos deslumbremos con sus aproximaciones, sino para hacer que sus ensayos y artículos sean una cadena de transmisión que nos mueva hacia la obra de la más grande escritora nacida en México y acaso en nuestro continente: la Décima Musa, la Americana Fénix, Sor Juana Inés de la Cruz.

Comarca Lagunera, 8, marzo y 2019

*Texto leído en la prestación de Sor Juana. La Americana Fénix (UA de C, Saltillo, 2018, 170 pp.) celebrada en la Infoteca de la UA de C, Torreón. Participamos Lucila Navarrete Turrent, Salvador Hernández Vélez, el autor y yo.

miércoles, marzo 06, 2019

El Ser de Macho Viejo
























Entre otras virtudes, el género literario llamado novela tiene la capacidad, como recipiente, de contener la vida. Es, por supuesto, un artificio, un mecano armado para persuadir al lector de que en unas cuantas páginas es viable incrustar las azarosas y múltiples andanzas que se dan en el telar de la existencia real. Macho Viejo (Alfaguara, México, 2015, 150 pp.), de Hernán Lara Zavala (DF, 1943), tiene esta peculiaridad. En un palmo de papel, el escritor ha logrado atravesar los afanes de Ricardo Villamonte, alias Macho Viejo, médico sin título que ha decidido ejercer su profesión en un lugar, Puerto Marinero y sus alrededores, al que muy difícilmente, si no fuera por él, habría podido llegar la ciencia médica.
El ágil y poético relato de Lara Zavala sigue, como dije, los pasos de Macho Viejo. No conocemos su pasado remoto, es decir, su niñez ni su adolescencia, y de hecho nada sabemos de sus estudios profesionales e inconclusos en la capital del país. Desde el arranque de la historia lo vemos instalado en su casa-consultorio de Puerto Marinero, sitio al que acuden todos los lugareños ante las eventualidades de la enfermedad o el accidente.
Sin que se nos aclare explícitamente, porque es innecesario, Macho Viejo es un hombre que ha renunciado al progreso que por lo general conlleva la práctica médica; en vez de eso siente, ajeno al panfleto, que su lugar en el mundo está allí donde sus pacientes tienen tan poco que a veces le pagan en especie, si es que le pagan. Su oficio es curar, y lo hace con sosegada alegría y hasta con humor. En ese espacio remoto, Villamonte se da tiempo para Ser en el sentido más hondo de este verbo, o sea, para escudriñar el sentido de su vida, para vincularse al mar, a la gente humilde y a los animales de la selva con la convicción de que todo eso esconde misterios por los que vale la pena existir.
A trancos breves (tiene XLVI capítulos) y con planos espacio-temporales zigzagueantes, Macho Viejo encuentra en el amor —y en su manifestación más concreta: la carnal— el mayor de los impulsos y el más profundo de los asombros. Sus relaciones con Cintia y Rosa, dos mujeres muy distintas, son contadas con desinhibición, tal y como actuamos cuando en el juego erótico la plenitud del sexo nos humaniza pese a parecer lo contrario.
Macho Viejo es la más reciente novela de HLZ, un escritor necesario en la literatura mexicana.

sábado, marzo 02, 2019

Grasa de marsopa y el bloqueo*
























La capacidad digestiva de la novela es infinita. Todos los recursos y todos los formatos le caben a la perfección siempre y cuando el escritor se dé la maña para persuadirnos de que lo contado es pertinente. Es el caso de Grasa de marsopa (Eximia, México, 2018, 124 pp.), novela de Rodrigo Pámanes (Torreón, 1979), agudo viaje novelado sobre el arte de escribir una novela.
El autor estudió Relaciones Internacionales en el Tec de Monterrey, pero pronto derivó hacia la literatura; en la Universidad Carolina de Praga hizo un curso de literatura e historia de Europa del Este, y arte y gastronomía en la Universidad Pontificia de Madrid. Tras graduarse, estudió un máster en Literatura Creativa en Madrid, y en 2007 el doctorado en literatura hispanoamericana en la Universidad de Salamanca.
Grasa de marsopa comienza con una declaración de extrañeza ante las albercas como espacios anómalos, ruidosos y caóticos; el narrador luego describe que la obligación de nadar surge en su vida como prescripción del psicólogo. Asume la receta como oportunidad para serenarse y escribir en serio, ya que esto representa su principal obsesión: “Sé que lo he mencionado más de una vez pero este relato no solo es sobre la natación, no es sobre el poder curativo del agua; esta es la historia de una novela, de un héroe, de muchos litros de agua golpeando a un ser vivo con todas sus coyunturas a punto de tronar. Esta historia es la conjunción perfecta de literatura y deporte, el fiel reflejo de dos de las tareas más inútiles del ser humano”. Pronto advierte que la natación le acarrea el sosiego necesario que quizá le permitirá anular el bloqueo de su escritura, de suerte que se trata de una novela sobre la angustia del escritor amagado por la temible parálisis creativa.
Como Leopoldo, el personaje del cuento de Monterroso titulado “Leopoldo (sus trabajos)”, del libro Obras completas y otros cuentos (UNAM, 1959), el protagonista de Grasa de marsopa sabe que para escribir hay que saber de lo que se escribe, no confiar todo a los azares de la imaginación, así que, tras asumir el tema de su novela —la hazaña de Matthew Webb, primer hombre que cruzó el canal de La Mancha a nado—, no hay nada que quede sin saber sobre este  personaje y sus méritos, sobre su contexto, sobre todo.
La novela avanza, por ello, mientras nos narra los preparativos de la novela, todo lo que es necesario ejecutar para que la historia sea sólida. Grasa de marsopa es un ejercicio metaliterario e ingenioso, inútil para demostrar cómo se sale del bloqueo del escritor, pero sí cómo se puede escribir cuando escribir parece un invencible desafío.  
En tal trance, el de escribir, Gerardo Argüelles, el personaje narrador, indaga todo lo que tiene que ver con el agua, con los mares y los ríos, con los héroes del nado, y por supuesto con Matthew Webb, quien, como ya quedó señalado, cruzó el canal de La Mancha y al intentar lo mismo en las cataratas del Niágara, murió. “Todas mis preguntas iban orientadas a la concepción del reto y no al reto mismo. Investigué, lo hice con seriedad y dedicación, pude estudiar las mareas, el clima, la topografía submarina pero no había diario que registrara los impulsos de Webb. Parecía que todo se complicaba pero el reto de inventar los impulsos de Webb me animaba a seguir con la empresa: tramar una novela maravillosa sobre el primer hombre que cruzó a nado el canal de la Mancha”.
Por tanto, El narrador necesita ser Webb para construir la historia de Webb, así como Pierre Manard tiene que ser Cervantes para reescribir el Quijote. La obsesividad del narrador llega entonces a extremos que aturden, al absurdo de calcar una vida para escribir sobre esa vida. Para repetir la proeza natatoria, contrata a Luis Tule, entrenador de nado, el hombre que lo capacitará para recorrer los 33 kilómetros de agua fría que alguna vez venció Webb. Es, claro, una idea descabellada: el motor es literario, pero la actividad es deportiva y peligrosa, todo para vivir en carne propia lo que significaba esencialmente vencer al canal de La Mancha, reiterar al héroe inglés que fue elegido como personaje de la novela escrita dentro de la novela.
Las sutilezas rayan en el delirio: “Hoy en día existe una grasa llamada Swimmer’s Grease que solamente se vende en una farmacia en Dover, pero el gran Webb utilizó grasa de marsopa y por eso yo planeo hacer exactamente lo mismo. No sé si comprar grasa de marsopa sea ilegal pero seguro es menos riesgoso que comprar colmillos de elefante o vesícula de tigre”. El plan ha sido diseñado con el apego más ceñido posible a la andanza original del héroe:

Fecha y hora de salida: 24 de agosto 10:41 (ni un minuto más).
Lugar exacto de salida: Shakespeare Beach (Dover, Inglaterra).
Lugar aproximado de llegada: Cap Gris Nez (entre Calais y
Boulogne, Francia).
Distancia aproximada: 18.2 millas náuticas (33 km.).
Velocidad aproximada del viento: 5 nudos, dirección Norte
Tiempo de nado Entre 13 y 21 horas.
Número de brazadas aproximadas: 35,000.
Alimentación (cada hora): Mezcla: grasa de ganso, nueces y plátano.

Todas estas prevenciones, aclara, han sido tomadas por un motivo superior: “esto lo hacía por la literatura no por la natación, no por el deporte”, así que aunque digan “que llevar manteca en el cuerpo no protege de nada, pero si Matthew Webb portó cebo, yo lo haré”, sin dejar de recordar lo fundamental: “que soy un novela navegando por un mar extranjero”, pues el nadador está “seguro de que será un gran texto, una novela realista”, y “que cuando todo esto termine y la novela sea publicada y tenga un éxito descomunal mi siguiente texto será sobre la complicada vida del equipo olímpico de Bobsled mexicano”
Grasa de marsopa nos depara, en suma, un juego interesante en el que no escasea la sorna: hasta dónde se puede desbloquear artificialmente el escritor, qué tanto puede basarse en la experiencia real o en la imaginación, hasta dónde es viable estirar los límites de la verosimilitud, cómo podemos llenar los huecos de lo que ignoramos porque no lo hemos vivido. Igual que las Meninas de Velázquez, Grasa de marsopa, de Rodrigo Pámanes, es un lienzo en el que un narrador se ve a sí mismo en el acto, en este caso, no de pintar, pero sí de escribir, un ejercicio que muchas veces puede ser dramático y otras tantas puede ser, por qué no decirlo, absurdo e innecesariamente autodestructivo.

Comarca Lagunera, a 1 de marzo de 2019

*Texto leído el 1 de marzo de 2019 en el Teatro Alfonso Garibay de Torreón. Participamos en la presentación Federico Garza Ramos, el autor y yo.