En mi vida como videojugador no pasé de la prehistoria.
Recuerdo que cierto vecino de nombre Gerardo, de cuyo apellido no puedo
acordarme, dio un día una noticia fenomenal a toda la palomilla del barrio: que
en su familia habían comprado una consola del videojuego llamada, creo,
Nesapon. Consistía el tal aparato en una cajita con dos o tres botones y un par
de cables que se conectaban a la televisión para reproducir en ella un
divertimento como de ping-pong. La pantalla pasaba a blanco y negro, aparecía
una raya fija en medio y dos rayitas en los extremos laterales que podían ser
movidas desde afuera con unas perillas. El asunto consistía en evitar que una
mancha blanca, equivalente a la pelota, pasara las dos rayitas móviles, que
equivalían a las raquetas. Hablo de 1978, más o menos.
Poco después, mis primos consiguieron una consola de la marca
Atari a la que se le insertaban cartuchos con una diversidad mayor de juegos,
casi todos consistentes en disparar y tirar bombas desde aviones o barcos
pixelados, siempre sobre un fondo negro. Hasta allí llegué, y desde entonces no
supe mucho sobre aquellos entretenimientos que después cundieron cuando fueron
inventados el Nintendo, el Xbox y otros dispositivos que crearon una economía y
una enajenación de dimensiones mundiales.
Como cualquier indiferente a los videogames, no quedé del
todo al margen. En más de alguna ocasión, claro, vi que poco a poco alcanzaban
un mayor grado de sofisticación. Los monitos a los que antes se les veía el
pixel se fueron convirtiendo en figuras casi reales en medio de escenarios
perfectos, a veces mejor caracterizados que en las grandes producciones de
cine. Muchos de esos juegos, lo sabemos todos, tienen un sentido ya no bélico en
el sentido amplio de la palabra, es decir, colectivo. Ahora, un sujeto, un solo
sujeto, avanza entre ruinas, bosques, recovecos de ciudades en llamas, y busca
enemigos para, en cámara subjetiva, masacrarlos antes de que la computadora haga
de las suyas.
No sé si esto tiene mucha relación con Brenton Tarrant, el
joven terrorista de 28 años que disparó en una mezquita neozelandesa. Quizá no
tenga nada qué ver, pero el hecho de que usara una cámara en el casco y filmara
él mismo su atrocidad genocida parece una calca de los juegos que recién he
descrito. Siempre valdrá la pena preguntar qué tanto se aceleran las neuronas
de quienes juegan a matar. Puede ser que algo quede, que algunos se la crean.