Hace treinta años, en agosto de 1989, leí por primera vez El acoso (1955), novela corta de Alejo
Carpentier (Lausana, 1904-París, 1980). De aquella primera incursión recordaba
muy poco, casi nada, salvo la idea general: que narra la breve historia de una
persecución entre edificios y calles habaneras con el telón de fondo de la
Sinfonía Heroica, de Beethoven. Fuera de eso, el caset de mi memoria (que no
llega ni a CD), no retenía nada. Dije persecución y quizá debo aclarar que más
bien es huida, pues todo el tiempo seguimos al protagonista, al acosado, no a
sus difusos persecutores.
Borges decía que más que leer, le gustaba releer, pero
lamentablemente para releer hay que haber, primero, leído. Tras la relectura de
El acoso saco en conclusión que debo
revisitar toda la obra carpenteriana recorrida hace tres décadas. Lo digo
porque tras el paso de tanto tiempo siento que he disfrutado más El acoso, y junto con esto he podido
apreciar con mayor hondura el estilo suntuoso de Carpentier, su ritmo poético
envolvente, denso por la profusión de insinuaciones, de detalles que recogen el
contexto como una cámara que con barroca y voluptuosa precisión registra todo.
La acción se ubica en la Habana, en los treinta, y comienza
con un taquillero de sala de conciertos. Mientas tocan la Heroica, a la sala entra
un sujeto agitado, el perseguido: este es el presente del relato.
En otro plano espacio-temporal, un exestudiante de
arquitectura se involucra con grupos políticos. Llegó de Sancti-Spíritus a la
capital. Tras el fashback, vemos que vive
aislado en un edificio colonial. Es el acosado. Una vieja enferma lo protege en
un cuartucho. En la azotea, a la que sube en la noche para respirar, oye, sin
saber quién toca, al taquillero que ensaya música seguramente de Beethoven.
Cuando la vieja muere, el acosado debe salir del escondite y atraviesa
la ciudad, pero no encuentra salvación. Mientras tanto se revela que mató, que
fue un sicario y en los vaivenes de la política lo apresaron, lo torturaron y
delató para salvarse. En la escapada de la noche atroz da con la sala de
conciertos, donde sospecha que se librará de sus persecutores.
Volver con la frente marchita, luego de treinta años, a la
prosa impar de Carpentier —nada parecido a lo que se escribe hoy— es una
revelación, como si lo saludara por primera vez.