sábado, marzo 30, 2024

Vanidad con citas torpes









Un video de YouTube —siempre he querido usar videos de YouTuve como tema de conversación y de escritura— expone el pleito sostenido entre los escritores Francisco Umbral y Arturo Pérez Reverte. Ocurrió en 1999, y todo comenzó con un viaje de Pérez Reverte a Buenos Aires. Allá, un periodista de Página 12 le pidió opinión sobre Borges, y el español dio su respuesta. Al día siguiente, el diario argentino cabeceó la nota más o menos así: “‘Borges era un gilipollas’: Pérez Reverte”. Ya no es necesario aclarar que “gilipollas” es en España “necio” o “estúpido”, y en México sería aproximadamente a quien tildamos “pendejo”.

El polémico Umbral tomó el asunto en sus manos para desagraviar a Borges, lo que, de entrada, parece justo, pero lo hizo de un modo peculiar, así, según el video: “El novelista Arturo Pérez Reverte ha ido a Buenos Aires para decirles a los argentinos que Borges era gilipollas. En realidad, Pérez Reverte ha elegido a Borges como Chivo emisario para atacar a todos los escritores de prosa pura, de creación verbal. Por ejemplo, en un relato de acción: 'Nadie le vio desembarcar en la noche mutua'. Donde Pérez Reverte hubiera necesitado unas cuantas páginas de descripción prolija, intrigante y para mí aburrida, Borges resuelve el caso con un adjetivo inesperado, breve, tomando (sic) de otro orden de cosas, y que con sus dos 'ues' ya nos da la oscuridad y cerrazón de la noche. Pérez Reverte, gran muñidor de asuntos, no comprende que la crítica le trate mal o no le trate. En una época de pasión por la escritura el escritor de acción y asunto se queda para los best selleres, y un best seller no es más que un tumor canceroso que le sale a la literatura. Pérez Reverte, que ha cubierto con brillantez su vocación de narrador aventurero, está ya en edad de aprender que, de Quevedo a Borges, de Miró a Cela, la literatura es el cómo, la voz propia. Borges, como el mismo dijera de Quevedo, ‘más que un escritor es una vasta y completa literatura’. Un respeto, joven”.

El golpe fue dado y de entrada uno siente que Umbral tuvo razón en varios puntos de su alegato: en la literatura es muy importante el cómo, el best seller es un tumor canceroso, Borges es una vasta literatura… Obviamente, el asunto no terminó allí. No sé si antes o después del tomaidaca, Pérez Reverte describió en una entrevista para la televisión cómo estuvo el asunto cuando en Buenos Aires le preguntaron sobre Borges: “Bueno, Borges es un escritor inmenso además al que le dedico La tabla de Flandes; lo que pasa es que Borges tenía un aspecto snob o como dicen aquí [en Argentina] ‘concheto’. Bueno, concheto es un poco gilipollas, y así fue como salió el titular del periódico: ‘Borges era un gilipollas’”. Hasta allí la aclaración en tevé.

La columna de respuesta, también resumida en el video, señala: “Francisco Umbral, guardián de todos los centenos sembrados por los grandes de la literatura —preferiblemente muertos, que se dejen plagiar sin decir ni pío— me hizo el honor de dedicarme una doble página de revista, aprovechando la coyuntura para hablar de su autor favorito, que es él mismo. El planteamiento era previsible: Pérez-Reverte ataca a Borges. Borges y nosotros estamos en el mismo nivel, Maribel. Luego Pérez-Reverte nos ataca a nosotros que nos queremos tanto. Francisco Umbral mezcla las churras con las merinas para ir donde pretende y le duele: que la literatura ‘de asunto’ es el cáncer de la verdadera literatura. Y luego va a firmar a la Feria del Libro y se encuentra que Javier Marías está firmando con una cola de cincuenta señoras encantadas y otros tantos caballeros —lo de las señoras es lo que más le mortifica—, y el propio Umbral sólo tiene seis que pasaban por allí, eso genera muy mala leche”.

Puedo decir que el agarrón me deja a medio camino entre los dos. Pérez Reverte observa bien que Umbral respinga para ubicarse a sí mismo en el nicho de Borges, pero no me parece gran argumento el de las ventas descomunales (a las “señoras encantadas”) en las ferias, lo que supuestamente Umbral envidia. Mejor argumento para anularlo pudo ser la pésima manera de citar usada por Umbral; Borges no escribió “Nadie le vio desembarcar en la noche mutua”, dizque primera línea del cuento “Las ruinas circulares”, que en su cita incurre en leísmo y adjetiva mal, pues el original es “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”. Otra cita cuestionable es la referida a Quevedo: “más que un escritor es una vasta y completa literatura”, que Borges acuñó “Francisco de Quevedo es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura”.

El video de YouTube con este penoso match aparece titulado “Francisco Umbral vs Arturo Pérez Reverte por insultar aBorges-1999”, y las columnas de ambos escritores figuran completas en la web lahemerotecadelbuitre.com

miércoles, marzo 27, 2024

Relectura y rescate


 









Se habrán dado cuenta de que con frecuencia enuncio frases como estas: “Hace unos días leí…”, “Recién he leído…”, “Acabo de leer…” y otras similares. Por supuesto, tales referencias a una temporalidad cercana, fresca aún, se debe a un hecho inevitable: que lo recién leído se fugará sí o sí de mi memoria, y cuando eso ocurra me será más difícil articular un comentario orientado nomás por mis apresuradas notitas sobre las páginas del libro, costumbre que desde hace algunos años me ha llevado a la neurosis de no poder leer si no cuento con un lápiz a la mano. Así entonces, la lectura fresca me garantiza un lapso breve la posesión de los detalles del libro, de los nombres de los personajes y la trama en el caso de la ficción o de las ideas centrales si se trata de un texto expositivo. No escribo sobre todo lo que leo, pero si lo hago es porque recién lo he leído.

Esto no significa, desde luego, el olvido total de los libros recorridos hace años. Algo queda, un sedimento a veces casi extinto, pero todavía perceptible que me permite conversar o, en la sobremesa, referirme a la idea básica del libro de manera general, pero no escribir. Para escribir, insisto, debo tener fresca la lectura, y esta es la razón por la que en años recientes he vuelto a ciertas páginas, he releído.

Lo viví la semana pasada al releer Querido Diego, te abraza Quiela, la nouvelle de Elena Poniatovska. La había leído hace casi cuarenta años, y como no recordaba casi nada y es cortita, la releí y la comenté con gratitud, pues se trata de un gran libro. Este ejercicio me trajo hasta aquí, a esta reflexión algo triste, pues me obliga a pensar en la inevitable flaqueza de la memoria. Si de por sí no fui dotado de un buen disco duro, el tiempo suma su habitual estrago y más temprano que tarde aniquila lo poco que retengo como recuerdo.

Hay en esta lamentación, sin embargo, una modesta ganancia, un consuelo obtenido tras la evaporación del recuerdo. Como el sedimento de la lectura es a veces insignificante, tan pobre que se reduce casi a cero, la relectura se aproxima mucho a ser lectura, sin el prefijo de reiteración “re”. Esto acarrea sorpresas y asombros ante lo leído, entusiasmos con denso olor a estreno, rescate de tesoros enterrados en el olvido.

sábado, marzo 23, 2024

Quiela: del daño a la creación

 











Entre las tres más famosas novelas cortas de México ubico cuatro: en primer lugar, empatadas, Aura (1962) y Las batallas en el desierto (1981); en segundo, la que comentaré en este apunte; y, en tercero, La casa que arde de noche (1971), obras de Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Ricardo Garibay, respectivamente. Me referiré aquí a Querido Diego, te abraza Quiela (1978), de Elena Poniatowska (París, 1931). La leí hace más de treinta años en aquella compilación guinda y gorda de Promexa que muchos recordarán, pero, como ocurre con las memorias porosas como la mía, olvidé las sutilezas que en una segunda y reciente lectura se me han revelado para colocarla entre las mejores nouvelles mexicanas del siglo XX.

Compuesta mediante cartas, son una versión literaria —no sé hasta dónde real y hasta dónde ficticia— de lo que la pintora Angelina Beloff (San Petesburgo, 1879-Ciudad de México, 1969) pudo sentir tras el alejamiento de Diego Rivera. Como se sabe, ambos se conocieron en París hacia 1911, y pronto se casaron. Tuvieron un hijo que sólo sobrevivió poco más de un año, y ambos padecieron no tan indirectamente las calamidades de la Primera Guerra. Tras finalizar la segunda década del XX, y entre carencias materiales de toda laya, Diego parte solo, sin Angelina, de París a México, ya que no tenían dinero para dos boletos.

Angelina (o Quiela, hipocorístico que usaba Diego para llamarla), queda casi abandonada en París y es cuando comienza el envío de cartas al pintor mexicano, quien las responde con frialdad, con una línea casi telegráfica, y sólo para mandar algunos magros francos de supervivencia. La artista rusa recurre entonces a una escritura epistolar no tanto desesperada por la bancarrota económica de su circunstancia cuanto por el hecho simple de que ama a Diego y reclama de él palabras de aliento y acaso, si fuera posible, de amor.

Esas demandadas palabras de Diego, sin embargo, jamás llegan, y por ello Quiela bordea la locura. El hijo muerto, que la lastima hasta el tuétano, es una calamidad tan grande como el silencio de Rivera, lo que convierte el potencial diálogo epistolar en un monólogo.

Las misivas enviadas desde Europa comienzan su camino sobre el Atlántico, la primera, el 11 de octubre de 1921, y la última emprende el viaje sin palabras de retorno el 22 de julio de 1922. En el ínterin, Quiela se desmorona frente a su cotidianidad: le duele el hijo perdido, le duelen las vicisitudes de su precaria subsistencia en París, le duele su frenón creativo, le duele la mengua de su arte, pero más, mucho más le duele el hecho de presentir, y casi saber, que el amor de Diego se ha extinguido, aunque ella misma se dé esperanzas al pensar que no recibe respuesta porque el pintor de Guanajuato es devorado por su trabajo.

La historia de esta relación (real, pues ambos estuvieron casados una década) aparece en las cartas. Allí saltan a la página las amistades (Modigliani, Apollinaire, entre otros), el fervor artístico que ambos mantuvieron mientras vivieron juntos, la molestia de Diego ante la paternidad, sus engaños (de Diego) con amantes y la alegría breve de los primeros años de la relación.

Las cartas de Beloff son muy tristes, y hoy pueden leerse con otra perspectiva, la del feminismo, que no admitiría que una mujer se sacrifique así por un hombre, tanto que hasta pierde su personalidad: “Tú has sido mi amante, mi hijo, mi inspirador, mi Dios, tú eres mi patria; me siento mexicana, mi idioma es el español aunque lo estropee al hablarlo”.

Por fortuna, lo que sabemos después de enviadas las desgarradas cartas imaginadas por Poniatowska no es desalentador: Angelina Beloff ya no tuvo respuesta ni relación con Diego, pero dado que de veras se sentía “mexicana” pudo instalarse en nuestro país y aquí, al margen de su antiguo y traumático amor, reverdeció su poder creativo y pintó hermosos cuadros en una radicación de casi cuarenta años.

miércoles, marzo 20, 2024

Un millón de visitas

 







El blog Ruta Norte Laguna recién ha llegado a un millón de vistas. Eso me alienta, pero no me engaño: el mundo de internet es más cuantitativo que cualitativo, es decir, que en él importa más el número que el contenido, y así un meme o cualquier situación mínimamente erotizada alcanzan miles y miles de vistas apenas son subidos a la red. El millón de accesos se ha dado pues, en el caso de este blog, a un ritmo lento, el ritmo de la lectura. Muchos de los accesos habrán sido casuales; otros, quizá voluntarios y hasta recurrentes, y algunos más, la inmensa minoría, inducidos abiertamente por mí. En cualquiera de los tres casos agradezco mucho las visitas. Este espacio seguirá su discreta marcha hasta donde el teclado aguante.

domingo, marzo 17, 2024

Siempre Enriqueta











 

El poeta más visible en la historia de La Laguna es una poeta, Enriqueta Ochoa (Torreón, Coah., 1928-Ciudad de México, 2008). Por suerte, su obra ha merecido frecuentes y variadas ediciones, como la del FCE que reúne toda su producción. Hay muchas más, claro, como Retorno de Electra publicada en los ochenta por la colección Lecturas Mexicanas de la SEP, Material de lectura que sacó la UNAM, Que me bautice el viento. Enriqueta Ochoa para niños, entre los que recuerdo sin consultar. De acceso libre tenemos, en PDF, Filtrando imágenes (Gobierno del Estado de Coahuila, Saltillo, 2020), colección que reúne una parte significativa de su poesía.

En tal muestra podemos encontrar “Las urgencias de un Dios”, su primer poema publicado y una evidencia de su precocidad literaria: tenía apenas 22 años cuando lo dio, como se decía antes, a la estampa y provocó a la par admiración y escándalo. Al margen de la rima y los temas provincianos a los que parecía condenada, Enriqueta se instala de golpe en un decir moderno y en una hondura que reflejaba la angustia mundial de la postguerra (1950): “Dios es mi inseparable, / mi más íntimo compañero / de juegos y de lágrimas: / el más constante y tierno, / más rebelde y sumiso”.

A la par del poema de largo aliento, hallaremos otros breves y contundentes, como “La muerte”, del que cito la primera de sus dos estrofas: “Caminando conmigo desde siempre… / con tormentas de incendio me sopló en la cara; / me apadrinó en mis nupcias con la tierra; / la garganta inauguró con sed y arenas; / y en verano caliente abrió carrera / por los montes nocturnos de mis venas”.

O este otro, en el que nos deslumbra la sencillez de una verdad a la que siempre nos negaremos: la de aceptar que estamos solos y esencialmente desposeídos, ignorantes de lo fundamental (“El hombre”): “¿Qué ha visto el hombre? Nada. Ciego y desnudo llegó, desnudo y ciego se irá del polvo al polvo”.

Cierro con una anécdota algo triste. Vi una sola vez a la autora de los versos anteriores, la última que visitó su tierra, Torreón, cuando tenía como 70 años. Terminaba el siglo XX y mi amigo Fernando Martínez iba a comer en el restaurante del hotel Marriot con doña Enriqueta. Me llamó, me invitó, y fui, pero todo fue tan acelerado que ni cámara ni libro llevé a la mano, así que no pude salir del encuentro ni con foto ni con libro dedicado. Ante esta pérdida —y aunque queda el recuerdo de una conversación muy grata—, me he resignado a leerla y recordarla. Bien mirado es más que suficiente.


sábado, marzo 16, 2024

Crónicas con calle y libros


 










Creo que no se ha destacado lo suficiente un rasgo del buen cronista: la erudición. El otro, que tenga “calle”, es bien conocido porque es lo primero que suponemos a la hora de imaginarlo. Digo la erudición porque es la única manera de procesar la infinita cantidad de estímulos que dispara la realidad, de suerte que no sería posible hacerles frente si no se contara con un filtro, con una capacidad de interpretación capaz de convocar, al alimón, disciplinas como el periodismo, la literatura, la sociología, la antropología, la lingüística, la filosofía y no sé cuántos saberes más. José Joaquín Blanco, Carlos Monsiváis, Juan Villoro, por citar sólo tres casos mexicanos, son ejemplos de lo que afirmo: calle y libros, libros y calle son claves en la hechura de la crónica.

En La Laguna pasa lo propio con Saúl Rosales y Vicente Alfonso: son cronistas con calle y a la vez con la cabeza muy bien amueblada. Un caso más reciente y no menos notable es el del periodista y escritor Iván Hernán Benítez (Torreón, 1981), autor de Con el barrio puesto (Ayuntamiento de Torreón, Torreón, 2023, 107 pp.). Vaya libro, para mi gusto uno de los mejores publicados el año pasado en nuestra región. Lo he leído y no puedo no celebrar la calidad de su prosa, la precisión de su mirada, la enciclopedia que lo alienta, la solidaridad sin chantaje de su propósito y, en fin, el cúmulo de aciertos en la captación de los temas que escudriña.

Lo recorro pieza por pieza, para no omitir ninguna de las doce.

“Un loco de pasta dura” cuenta los encuentros del cronista con Carlos, un antiguo vecino suyo de la infancia que, luego de golpearlo en la niñez, cae en la droga para no salir ya nunca de allí. El cronista recorre la vida en permanente desmoronamiento del drogo, esto gracias a los accidentales encuentros callejeros entre ambos. Desde esta primera pieza advertimos las destrezas de Iván Hernán Benítez: una prosa vigorosamente literaria, un talento nato para captar detalles con todos los sentidos y una colocación perfecta del radar sensible: jamás juzga al grifo, y, sin enunciarlo, de manera muy hábil, nos enseña a comprender ese destino vapuleado por la adversidad. Sin lloriqueo, sin panfleto y con una delgada película de autoescarnio, el cronista traza un relato a un tiempo feroz y conmovedor, con una especie de chanfle compasivo, para decirlo en argot futbolero. En un mundo donde domina la mirada cínica y la burla neoliberal ante la indefensión ajena, el autor de esta crónica nos muestra que se puede ser solidario con el desventurado sin incurrir en el lloriqueo que haría fácil la descalificación de su trabajo.

Semejante al servicio de un hospital es el que ofrece el monte de piedad en “Rutina de empeños dorados”. Las enfermedades, sin embargo, tienen que ver en este caso con los malestares y las dolencias del bolsillo, no con los achaques del cuerpo. Benítez ha sabido establecer un parangón que sostiene con pericia comparativa: así como se asiste a un hospital, así como se busca la cura gracias a la intercesión de un médico, los pignorantes desfilan en las ventanillas del montepío para que los valuadores los curen o al menos palien los malestares crónicos o repentinos. Con la comparación hospital-montepío se logra un humor sobrio y contenido que alivia de pesadez la crónica previsible sobre la tragedia de empeñar bienes para salir al paso de una urgencia como quien recibe primeros auxilios, en este caso monetarios. Otra vez, hay aquí una rara distancia/cercanía entre el cronista y el motivo de su crónica. Otro texto, además, literario, escrito con estilo sinuoso, alusivo y rico en imágenes que incluso transitan lo poético.

En “El crucero de las variedades”, Benítez asiste a los puntos de la ciudad atestados de automóviles. Allí, gracias a la dictadura de los semáforos, el cronista toma nota de todo lo que se mueve en torno de los vehículos: pordioseros, vendedores-hormiga, discapacitados varios y artistas circenses se disputan en sorda lucha la atención de los conductores y el dividendo más importante: alguna moneda. El cronista husmea varios cruceros y con implacable pluma nos describe la esperpéntica de la miseria congregada delante de los semáforos que dan tiempo para causar piedad, placer y asombro, aunque sería más preciso decir que lástima de manera destacada. Sin explicitarlo, crea un contraste entre el mundo del privilegio sobre ruedas y el mundo de la vulnerabilidad jugándose el pellejo. Otra gran crónica.

Cuerpo de crónica y elementos de artículo y hasta de ensayo exhibe “Una masacre que no fue”, texto en el que Benítez asedia el sentido que el periodismo nacional dio a las palabras tragedia, masacre, atrocidad, barbarie y demás a propósito de la desgracia ocurrida en el estadio de futbol Corregidora en un histórico partido entre Querétaro y Atlas. Como recordamos, en aquel choque se desataron todos los demonios de la violencia en el estadio y, como ocurre siempre en estos casos, la ganadora del partido, y por goleada, fue la impunidad.

“El privilegio de morir en casa” está más cerca del artículo que de la crónica, aunque en efecto hay rasgos de este género en los párrafos del texto. Aborda con brillo verbal e inteligencia las diferentes posibilidades de la muerte entre nosotros: lo mismo por enfermedad que por masacre, lo mismo por la pandemia que por edad. Es hasta aquí el texto con mayor carga de parecer subjetivo.

Tiene un fragmento como de memoria personal de la violencia, la que vio de niño en los rumbos de su casa ubicada por el siempre peligroso poniente de Torreón. Esto le sirve como marco de lo que comenzó el 26 de octubre de 2006, “El día que mataron a Gaviria”. Con eso comenzó la carnicería que vivió La Laguna en aquellos años, el antecedente primero de lo que después serían las masacres de 2010, en la planitud del horrible calderonato que desató a todos los demonios (como breve paréntesis personal, fui al lugar donde mataron a Gaviria y a Elfego. Había llovido, en efecto, y la sangre no se había secado cuando la vi).

Sin duda, una de las mejores piezas del libro es “Hay que hacerse culerita”, indagación sobre la pobreza material y simbólica subyacente en las groserías. Mucho de sociólogo tiene Benítez, pero también en este caso de lexicógrafo con oído de “músico callejero”, como decía Borges. El autor recorre aquí los usos y costumbres de la palabrota, el nexo entre el déficit de los medios económicos y los verbales, y junto a esto la incorporación de la mujer, hoy, al habla de carretonero.

Otra de las mejores piezas de Con el barrio puesto es “Pásele p’atrás (estampas al interior de un camión de ruta)”, crónica en la que igualmente, como en otras, hay una cuidadosa dosis de sociología. La tragedia de viajar en nuestro transporte público es expresada con humor amargo y una suerte de estoicismo ante la petrificación de la incomodidad. El cronista sabe captar los tumbos de la realidad dentro de los vejestorios móviles y nos pinta un mural de la desdicha cotidiana implicada en la condición de pasajero.

“Byung Chul-Han o el perfume del otro” es una reflexión veloz sobre la obra del filósofo coreano-alemán. El examen pasa revista a las ideas generales del pensador, como el arribo a la mentalidad que arrastra hacia el exceso de “positividad” y su contracara de negación del dolor, o el advenimiento de una era en la que los objetos físicos han cedido su lugar en las preferencias del respetable público a las “no-cosas” encarnadas (es un decir) en la información digital que a su vez supone mecanismos de control que no nos incomodan. Un ensayo, más que una crónica.

“La seducción del infinito” describe lo que se reveló al cronista en la etapa global del aislamiento por el pánico al coronavirus: el ajedrez. Se trata en realidad de un reportaje pleno de aciertos, apretadamente informado sobre “el deporte de reyes”. Es el texto más largo del conjunto y uno de los más inquietantes, pues nos describe un mundo cuya existencia, creo, ignorábamos quienes estamos lejos tanto de escaques como de trebejos.

Un análisis del trabajo infantil es “Para ayudar a la jefita”. Benítez explora el caso de los niños que se ven forzados a buscar unos pesos en chambas que sólo sirven para sacar la cabeza, aunque sea un poco, de la miseria. Un motivo poderoso que impulsa la huida hacia adelante de los niños que trabajan es la necesidad de dar algo a la mamá, de sacarla del agujero al menos para que también de allí asome la cabeza. En textos como éste se nota bien un rasgo caro en la escritura de Benítez: la distancia. Uno sabe que escribe lo que escribe porque le duele, pero no nos chantajea, no incurre en trazos lacrimógenos. Al contrario, analiza los hechos con una suerte de conmovedora frialdad, valga el oxímoron.

“Réquiem por un diario amarillo sangre”, última pieza del conjunto, es un recuerdo del diario La Opinión de la Tarde, vespertino que hace algunos lustros trabajó con la materia informativa del crimen desorganizado de una manera hoy extinta (ex tinta), pues ya sería imposible pensar en columnas como la “Galería de malandros”, aporte que devino sección de sociales a la inversa.

Por todo, Con el barrio puesto (título hermoso, además) es un libro redondo, atendible sin regateo ninguno. Llegadle.

miércoles, marzo 13, 2024

Comida que llegó después

 






Mis hijas no me creen cuando les digo que en mi infancia no había pizzas. No, no había. Llegaron a La Laguna, si la memoria no me defrauda, allá por los ochenta, y ya para los noventa habían alcanzado la popularidad de la que gozan hasta hoy, cuando ya son un bocado omnipresente y de alto punch.

En mi infancia lo que había como comida de la calle o de los restaurantes era lo estrictamente mexicano y diría, si me apuran, lo estrictamente lagunero. Hablo de los sesenta y setenta. Había tacos dorados, esos tacos que, lo dije alguna vez, eran y siguen siendo el taco primigenio —el prototaco— de nuestra tierra. Todavía hoy los preparan como antes, eso no ha cambiado mucho: tortillas hechas tubito con un poco de papas, frijoles, rajas o carne dentro. Eran un platillo preparado en la calle, en un receptáculo aceitoso en el que nadaban los taquitos hasta que se doraban. Luego eran servidos en un plato de peltre y arriba los tupían con las verduras inamovibles: repollo, tomate, cebolla y alguna salsa al gusto. Han pasado los años y todavía podemos ver, sobre todo en los barrios, que de alguna casa sacan los aditamentos para cocinar y así se ayuda una familia, si no es que vive de eso.

Otro lujo popular del pasado aun sobreviviente eran los platillos caldosos: menudo, pozole, caldo (de pollo y res) y birria. El primero era, es, habitual los domingos, y los otros han sobrevivido como producto de todos los días, y son vespertinos/nocturnos.

Las gorditas y los burritos se sumaron con fuerza en aquella época. No eran tan populares y ubicuos como hoy, y creo llegaron para no abandonarnos más, por suerte. Una de las rarezas de estas dos maravillas de la gastronomía local es que, siendo esencialmente lo mismo, unas, las gorditas, son de consumo mañanero, y los otros, nocturno, a veces muy muy nocturno, tanto que se venden/consumen con fervor en las madrugadas.

Renglón aparte merecen los lonches, otro de los emblemas de la gastronomía popular en las inmediaciones del Nazas.

Aunque hoy parezca increíble, las hamburguesas también aparecieron tímidamente en los setenta. Recuerdo que Pilón, el personaje de Popeye, las consumía en exceso y de niños sólo las imaginábamos, ya que no las teníamos a la mano.

Así, luego, llegaron los hotdogs, las pizzas, las crepas, el sushi y la comida “china”: no siempre estuvieron aquí. Ahora tengo edad para saber que hubo un tiempo en el que no se nos antojaba nada de eso simplemente porque aquí no existía.

sábado, marzo 09, 2024

Paseo por López Velarde

 














En 2021 celebramos, siempre infinitamente menos de lo que merece esta efemérides, el centenario luctuoso de Ramón López Velarde (Jerez, Zac., 1888-Distrito Federal, 1921). Como un óbolo de cuya trascendencia no puedo jactarme, escribí un par de apuntes y con eso obtuve la vana sensación de que al menos me sumé un poquito al elogio de quien es, quizá, el mejor poeta mexicano del siglo XX. En aquel año, me refiero otra vez a 2021, vi a Saúl Rosales varias veces y sé, porque lo conversamos, que también se sumó al recuerdo mediante varios comentarios publicados en sus espacios periodísticos.

Por él supe que en el quincuagésimo aniversario luctuoso hubo ya nutridos homenajes a la figura del jerezano, entre ellas una colección de revistas monográficas de la SEP que Saúl todavía conserva. Tenía repetido uno de los ejemplares, así que me lo regaló; al hojearlo quedé pasmado: la publicación trataba de agotar lo inagotable ya en 1971: la vida y la obra del poeta. Eso significaba que, pese a su brevedad, la existencia del autor de Zozobra había sido suficiente para alentar un tributo de dimensiones nacionales, y significaba a la vez que su importancia no amenguó al cumplirse el centenario en el aquí tres veces recordado 2021.

Poco antes, de José Emilio Pacheco, uno de los lopezvelardistas más tenaces, fue editado Ramón López Velarde. La lumbre inmóvil (Era, México, 2018, 138 pp.). JEP murió en 2014, de manera que él no pudo armar la selección ofrecida en este libro. La hizo, y también el epílogo del libro, Marco Antonio Campos, y en la compilación podemos seguir el énfasis crítico de JEP al enigmático y venerado poeta de Jerez. Digo “énfasis” porque en lo amplio de su variada escritura JEP mostró un interés permanente por López Velarde, lo que se demuestra en los catorce acercamientos contenidos en este libro.

Quiere decir entonces que Pacheco entintó la pluma desde 1970 (fecha de publicación del primer ensayo) hasta 2009 (fecha del último) para escribir sobre el tema López Velarde. Se nota que lo hizo en general para explicar, sobre todo, zonas un tanto borrosas de la vida y de la obra lopezvelardeanas. Ninguno de los textos tiene desperdicio, pero hay algunos que recomendaría por notables. Uno de ellos es el titulado “Notas sobre una enemistad literaria: Reyes y López Velarde”, en el que JEP explora y documenta los detalles que explican la grieta de malquerencia que abriría un desconcertante Reyes, quien viviría hasta 1959 nunca conforme con una reseña —escrita y publicada por el zacatecano— sobre El plano oblicuo; este comentario, inocuo para mí al menos en el trozo citado, subrayaba la calidad estilística de Reyes casi como único atributo, lo que el regiomontano pudo ignorar, pero no hizo.

La lumbre inmóvil, producto de una vida de escritura frecuente sobre el tema, indaga asimismo en algunos de los poemas más famosos de López Velarde y también en sus misteriosos enamoramientos, en sus influencias, en sus amigos, en su póstuma conversión a “poeta nacional” y en su prosa, que también la tuvo.

Además de sus libros de creación poética y narrativa, además de los tres tomos de sus “inventarios”, podemos sumar este apretado racimo de aproximaciones, La lumbre inmóvil, a la siempre atendible bibliografía de Era sobre JEP. Bienvenida.

miércoles, marzo 06, 2024

La ciudad y los pelos












Uno de los tics más frecuentes de mi andanza por la ciudad es el de advertir sus cambios de fisonomía. Siempre, al caminar o conducir, voy viendo rasgos, pequeñas variaciones, mutaciones radicales y, en general, modificaciones repentinas. La ciudad no se mantiene estable, sus gestos físicos se proyectan más bien al infinito de la mano de los caprichos y las necesidades de sus habitantes.

Hace muchos años, uno de los elementos más visibles de la urbe era el caramelo de las peluquerías. De luz neón o pintado en la pared, el rojo, blanco y azul constituían el aviso silencioso de que allí cortaban el pelo. Eran lugares sólo disponibles para el público masculino, desde niños hasta ancianos. Pienso más o menos en la década de los setenta cuando comenzaron a propagarse los “salones” para esculpir el pelo de las mujeres. El elemento más visible de tales espacios, cómo podemos verlo en las películas de aquella época silviapinalesca, era la secadora de pelo con forma de casco interplanetario.

De los ochenta data la aparición de las “estéticas”, establecimientos que promovieron la indiscriminación de sexos y para lograrlo pusieron en circulación el espantoso adjetivo “unisex”. No fue suficiente para ellas devaluar la palabra “estética”, rama de la filosofía, y le añadieron un neologismo que unas décadas después cayó en desuso.

Eso sí, las estéticas unisex cundieron por las ciudades y en unos cuantos años casi no hubo cuadra ni colonia con alguna de ellas. Dejaron de llamarse así, claro, cuando en los barrios también aparecieron y le restaron prestigio al rótulo genérico: “Estética unisex D’Geovanni”. De esa manera, las estéticas que no quisieron verse contaminadas por la popularización de la palabra “estética” volvieron a llamarse “salones” o “studios” (“hair studio”), con lo que recuperaron su estatus de caché.

La ciudad, hoy, acusa un fenómeno similar al de la pululación de las estéticas en los noventa. Ahora, de unos diez años a la fecha, casi no hay cuadra ni colonia en la que no salte a la vista una “barber shop”, nombre con el que los clientes han decidido separarse tanto de los salones como de las estéticas. Para remarcar este rasgo, es común que tengan aspecto “rudo”, letras vintage y la imagen de uno o dos hipsters tatuados que no por duros dejan de apapacharse delicadamente las pelambres para tener una apariencia más ad hoc con su sobreactuada imagen de virilidad.

Las “barber shops” ya son ubicuas, y, aunque comenzaron como servicio para winners con alma de motociclistas y vocación de parrilleros, ahora también pelan cholos en los barrios. Quizá por ello no falte mucho para que cambien de nombre.

domingo, marzo 03, 2024

Un vistazo a "Guerra prolongada"

 









Gracias a Saúl Rosales por este comentario sobre mi cuento “Guerra prolongada”.

Un relato de represión y vindicación

Saúl Rosales

Este marzo es propicio para ver dos temas que se mueven en el subsuelo de la historia y una pieza literaria que los vincula: un relato del narrador lagunero Jaime Muñoz Vargas (JMV); los otros, que el 14 de marzo es aniversario de la muerte de Marx y que, a mediados de este mes, se constituyó, hace 51 años, la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S).

El relato de JMV lleva el título de “Guerra prolongada”. Se ve estructurado y llevado con la eficaz palabra del gran oficio de escritor que le ha granjeado muchos premios y reconocimientos al autor nacido en Gómez Palacio. La narración se puede localizar en rutanortelaguna arroba yahoo.com.mx, en un opúsculo titulado Dos relatos ligados a la Liga, por cierto, dedicado a dos guerrilleros comunistas de los setentas, nacidos en Torreón, Raúl Ramos Zavala e Ignacio Olivares Torres.

En la obra de Jaime Muñoz dos hilos narrativos convergen, “por un lado el aprendizaje político y, por otro, el permanente estrago derivado de los suplicios infligidos a los guerrilleros en la siniestra impunidad de las mazmorras, espacios en los que sin piedad operaron expertos en picana, tehuacán y puñetazo”.

En el relato, tales tratos bestiales devastaron a un estudiante circunstancialmente vinculado con la LC23S. Hace ver “el permanente estrago” de los tratos inhumanos infligidos por los guardianes del poder gubernamental en el alumno de una escuela normal rural, quien apenas había tenido leve relación con un militante de la Liga.

La LC23S, por su denominación, lleva a pensar en la Liga de los Comunistas, fundada en 1847 cuando, a la Liga de los Justos, llegaron Marx y Engels y auspiciaron el nuevo nombre. Y decía en el primer párrafo que se asociaban tres temas que reitero: el relato de JMV, el nombre de la Liga que aparece en el mismo relato y el aniversario, el 14 de marzo, de la muerte de Marx, el más alto fundador del comunismo.

Una vez aclarado lo anterior volvamos al relato de JMV, el que, ya lo hemos adelantado indirectamente, se mueve dentro del tema de la LC23S. El personaje torturado por los agentes del poder le confía al narrador su traumática experiencia. A su vez, el de la voz narradora va dando señas de su identidad para luego proporcionar las de su personaje principal.

En la sólida estructura de la narración aparece otro siniestro personaje principal: “Alto, flaco, de cara angulosa y piel blanca pero bronceada, el tipo solía usar guayaberas de manga larga y pantalones opacos de poliéster gris.”

La historia del estudiante vejado y la del torturador van siendo ensambladas por la hábil capacidad narrativa de JMV hasta un punto pretérito en el que coincidieron cuando el agente del pantalón de poliéster y otros dos esbirros lo secuestran en Gómez Palacio.

Todo ello ha sido contado por la víctima al testigo actuante del relato, es decir, quien va contando la historia, mientras regresan de Guadalajara a la ciudad duranguense. Lleva a un punto de tensión en que “de madrugada, unos gritos destemplados retumbaron en el camión. ¡Ayuda, ayuda!” Era una pesadilla del antiguo estudiante torturado.

Finalmente, la magistral prosa de Jaime Muñoz lleva al lector a la oportunidad de vindicación que se le presentó al antiguo normalista. Es mayo de 2023, dos meses después del viaje en el camión que los regresaba de Guadalajara, la pretérita víctima de la tortura y vigente inmolado por pesadillas se comunica con el personaje narrador y le confiesa el modo de su vindicación.

Después de que el testigo narrador lo escucha y de que reflexiona la confidencia, de alguna manera se solidariza con la acción vindicativa cuando a su vez confiesa: “Imagine, de hecho, casi como deseo retroactivo […]”. El deseo retroactivo del narrador es que la vindicación haya sido efectiva. Un eficaz relato de Jaime Muñoz.

sábado, marzo 02, 2024

Imán del canto








 

Cantar es una atracción muy poderosa, como todo lo que se relaciona con la música. Así se tengan oídos de artillero, dos pies izquierdos o una voz de perro agripado (algún rasgo o todos juntos), es casi imposible que la gente no guste de algún tipo de música, aborrezca el baile o desdeñe la práctica del canto. Sé de amigos melómanos, por ejemplo, que sin embargo ni en su boda son capaces de bailar un simple vals ni de cantar en la regadera. Hay de todo, siempre, incluso casos en los que el baile, el dominio de algún instrumento y del canto se dan combinados en grado digno e incluso superlativo, pero son los menos.

Aquí quiero detenerme sólo en el canto de lo popular, de lo comercial. Y comienzo con un recuerdo de mi infancia. En las fiestas más remotas que retiene mi memoria creo ver a los adultos cantar a la par de una consola o, en vivo, frente a un grupo norteño o un mariachi. La gente cantaba al lado de los discos, de la música ya hecha; es decir, si por ejemplo Pedro Infante entonaba las notas de “No volveré”, el canto del admirador caminaba paralelo al del sinaloense. La única forma de omitir la voz del también famoso actor se podía dar mediante un conjunto en vivo o al menos con el acompañamiento de una guitarra. Eso cambió, creo, al final de los setenta. Quizá poco antes, pero no puedo asegurarlo.

¿Cómo? Con la invención de las “pistas”. En mis recuerdos de la adolescencia veo a mi padre y a un compañero de trabajo en la sala de nuestra casa. Se servían “cubas”, la horrible bebida que estaba de moda en aquel tiempo, y ponían discos de vinilo con pistas. De las grabaciones brotaban las notas de canciones populares, y tanto mi padre como su amigo acompañaban su conversación y su libaje con el seguimiento de las pistas. Eran canciones rancheras o de tríos, y además de una voz mínimamente entonada, los intérpretes amateurs requerían buena memoria y la obligación de entrar y salir a tiempo en el desarrollo de cada canción. Mi padre y su amigo cantaban con decoro, no desafinaban y eso los hacía sentir orgullosos. Durante algunos meses el descubrimiento de las pistas los embelesó, y no faltó que en varias ocasiones convidaran a nuevos comensales que se sumaban tanto al trago como a la caravana artística. Uno de ellos era mi tío Ramón, hermano menor de mi padre, quien, no miento, tenía una voz profunda y aterciopelada muy cercana a la de Javier Solís.

Pasaron varios años y supongo que las pistas decayeron como producto para amenizar reuniones, hasta que a finales de los ochenta o principios de los noventa comenzó la popularidad de un producto que nos llegó de Japón con todo y nombre: karaoke. Tenía, tiene este recurso tecnológico la pista, pero con el plus de visibilizar la letra e incluso las entradas y las pausas en el desarrollo de cada pieza. Siempre que recuerdo a mi tío Ramón, lo recuerdo en relación con su goce frente a las posibilidades abiertas por el karaoke. Murió joven, y supongo que ya no supo de los lugares comerciales en los que la gente se reúne para beber, cenar, convivir y aparecer como intérprete frente al karaoke. Mucho menos supo que los discos compactos con karaoke murieron pronto, todos aniquilados por la infinita oferta de YouTube.

Hoy sigue siento un atractivo de las fiestas familiares, aunque siento que tiene ya menor fuerza que hace diez o más años. Frente a él, todos lo hemos visto, pueden desempeñarse amigos o parientes con algún talento y tal vez nociones intuitivas de canto; además, también, de voces convencionales e intérpretes frente a quienes uno casi maldice la invención del sistema. Lo cierto es que el embrujo del canto encontró en esta herramienta la forma más económica e inocua de ejercer el imantado canto.