Uno
de los tics más frecuentes de mi andanza por la ciudad es el de advertir sus cambios de fisonomía. Siempre, al caminar o conducir, voy viendo rasgos,
pequeñas variaciones, mutaciones radicales y, en general, modificaciones repentinas.
La ciudad no se mantiene estable, sus gestos físicos se proyectan más bien al
infinito de la mano de los caprichos y las necesidades de sus habitantes.
Hace
muchos años, uno de los elementos más visibles de la urbe era el caramelo de
las peluquerías. De luz neón o pintado en la pared, el rojo, blanco y azul constituían el aviso silencioso de que allí cortaban el pelo. Eran lugares sólo disponibles
para el público masculino, desde niños hasta ancianos. Pienso más o menos en la
década de los setenta cuando comenzaron a propagarse los “salones” para
esculpir el pelo de las mujeres. El elemento más visible de tales espacios, cómo
podemos verlo en las películas de aquella época silviapinalesca, era la secadora de pelo con forma de casco interplanetario.
De
los ochenta data la aparición de las “estéticas”, establecimientos que
promovieron la indiscriminación de sexos y para lograrlo pusieron en
circulación el espantoso adjetivo “unisex”. No fue suficiente para ellas
devaluar la palabra “estética”, rama de la filosofía, y le añadieron un
neologismo que unas décadas después cayó en desuso.
Eso
sí, las estéticas unisex cundieron por las ciudades y en unos cuantos años casi
no hubo cuadra ni colonia con alguna de ellas. Dejaron de llamarse así, claro,
cuando en los barrios también aparecieron y restaron prestigio al rótulo
genérico: “Estética unisex D’Geovanni”. De esa manera, las estéticas que no quisieron
verse contaminadas por la popularización de la palabra “estética” volvieron a
llamarse “salones” o “studios” (“hair studio”), con lo que recuperaron su estatus
de caché.
La
ciudad, hoy, acusa un fenómeno similar al de la pululación de las estéticas
en los noventa. Ahora, de unos diez años a la fecha, casi no hay cuadra ni
colonia en la que no salte a la vista una “barber shop”, nombre con el que los
clientes han decidido separarse tanto de los salones como de las estéticas.
Para remarcar este rasgo, es común que tengan aspecto “rudo”, letras vintage y la imagen de uno o dos hipsters tatuados que no por duros dejan
de apapacharse delicadamente las pelambres para tener una apariencia más ad hoc con su sobreactuada imagen de virilidad.
Las “barber shops” ya son ubicuas, y, aunque comenzaron como servicio para winners con alma de motociclistas y vocación de parrilleros, ahora también pelan cholos en los barrios. Quizá por ello no falte mucho para que cambien de nombre.