miércoles, enero 17, 2024

José Agustín de perfil


 











Como tantos, tuve primera noticia sobre José Agustín gracias a la famosa antología El cuento hispanoamericano (FCE, México, 1964, luego ampliada y reimpresa en numerosas ocasiones) del académico norteamericano Seymour Menton. Recorrí aquel libro en dos clases de literatura recibidas durante la carrera de Comunicación, una con Saúl Rosales y otra con Paco Amparán, esto hacia 1982.

Bien organizado según un criterio cronológico que hasta la fecha lo hace útil como material didáctico, el libro de Menton llegaba, hasta mi edición de los ochenta, al cuento “Cuál es la onda”, de José Agustín. No he olvidado el macanazo que significó su lectura, la sensación de haber arribado de golpe a una narrativa que en su insolencia y su ludismo nos (me) informaba que la literatura podía ser también un espacio en el que era viable meter todo lo que nos rodeaba: la música moderna, las maldiciones de la calle, las andanzas y los albures con los amigotes, el consumo de sustancias prohibidas, el sexo a trompicones, el desmadre en suma. No pasó mucho tiempo para que yo accediera a la precoz De perfil (Joaquín Mortiz, 1966), su libro más célebre, y entonces sí me declaré capacitado para considerar que las Letras, con mayúscula, no eran coto exclusivo de la solemnidad y sus almidonamientos, sino territorio en el que las palabras más frescas y las ideas menos tiesas también tenían derecho de circulación en las páginas de los libros.

Tras leer Inventando que sueño (Joaquín Mortiz, 1968) y De perfil, poco a poco fui sumando sus otros libros: La tumba, La panza del Tepozteco, Ciudades desiertas, Se está haciendo tarde, Furor matutino, los tomos de la Tragicomedia mexicana… Pasados los años, tuve además la oportunidad de presentar en Torreón dos de sus títulos, ambos en el Teatro Isauro Martínez: la novela Armablanca y una especie de crónica titulada Los grandes discos de rock (1951-1975), libro que comenté a teatro lleno y no sin dejar de sentir alguna envidia del público roquero de La Laguna, que seguramente me consideró, y con razón, un diletante en aquel tema.

Además del par de libros dedicados por José Agustín luego de las presentaciones, conservo una foto con él y en la memoria dos o tres conversaciones trenzadas a propósito de encuentros casuales en ferias. Lo recuerdo como un tipo de sonrisa fácil, atento a lo que uno le decía, inteligente y siempre “prendido”, para decirlo con un modismo de su juventud.

José Agustín, el eterno muchacho rebelde de la literatura mexicana, murió ayer a los 79 años. Descanse en paz.