Coincidió
que el primero de enero me eché en Netflix los tres capítulos de la miniserie
documental Las cintas de Jeffrey Dahmer
(Joe Berlinger, 2022) que a su vez es parte de la saga Conversaciones con asesinos, y al leer la fecha de muerte del protagonista
vi que era una efemérides de este año: en 2024 el mundo cumple tres décadas sin
el Carnicero de Milwaukee. A propósito del documental, por ello, y ahora que
todavía el año calza pañales (la tercera acepción del DRAE para “calzar” permite
usar así este verbo), escribo la presente evocación sobre el más célebre hijo
de la ciudad cervecera.
Jeffrey
Lionel Dahmer nació en Milwaukee el 21 de mayo de 1960, y hasta donde es
posible afirmar, con base en los datos suministrados por el video, tuvo una
infancia ordinaria. Hijo de un químico y una especialista en teletipos,
presenció, eso sí, frecuentes discusiones de sus padres, quienes a la postre se
separaron. Ya para entonces el pequeño Jeff hacía exploraciones por un bosque
cercano y pronto tuvo una obsesión anticipatoria de lo que después le
granjearía fama en todo el orbe: comenzó a recolectar cadáveres de animales
para escudriñar sus entresijos. Esta afición se mezcló con el sentimiento de
soledad experimentado tras la ruptura de sus padres, lo que se agudizó tras el
nacimiento de su único hermano. La pasión de anatomista coincidió además con el
descubrimiento de su homosexualidad, en la adolescencia, y poco después también
con el del alcohol.
Las
carambolas de la vida lo aislaron cada vez más. Fracasó en los estudios,
consiguió trabajo en una chocolatería, decidió vivir con su abuela y al alimón
frecuentó bares gays de la localidad. En el 78 perpetró su primer asesinato:
invitó a un joven a su casa y optó por liquidarlo para evitar que llegara el
indeseable momento de la despedida. En aquel primer caso usó una pesa de
ejercicio de las llamadas “mancuernas”.
Tras
un paréntesis de algunos años, recayó en el apetito de matar, y lo satisfizo.
Sin saber bien a bien por qué lo hacía, luego pudo explicar que mataba, vejaba,
desmembraba y conservaba, e incluso devoraba, todo en este copretérito, partes
de sus víctimas para evitar perderlas, para tenerlas siempre junto a (dentro
de) él.
En
la época más activa de su vida criminal, Dahmer vivía en un modesto complejo de
departamentos de la ciudad de Milwaukee, casi todo ocupado por afroamericanos,
como se dice en EUA. Lo raro es que en su pequeño y sórdido habitáculo operó
sin que el vecindario se las oliera (sin metáfora), aunque los ruidos de
martillos y serruchos y la frecuente pestilencia llamaron la atención de
algunos inquilinos sin que llegara a mayores, es decir, sin que hubiera
denuncias ni las autoridades revisaran el escondrijo convertido en recurrente
escena del crimen. La mayor parte de las víctimas eran jóvenes de tez oscura,
de preferencia atléticos, 17 en total.
Las cintas de Jeffrey
Dahmer apela a grabaciones de audio (interrogatorios) y
algunos videos originales, además de reconstruir con difuminados actores
ciertas escenas hipotéticas; tiene una estructura tripartita: fluye del pasado
infantil y adolescente del Carnicero al periodo más productivo de su trabajo
aniquilatorio, luego al inmediato momento de las investigaciones y, al final,
al juicio y la condena en medio del morbo periodístico.
No
soy mucho de ver películas ni documentales, pero tengo amigos que sí, algunos
de ellos devotos de la bestialidad humana. Al recibir el tip sobre esta semblanza fui al documento y, la verdad, es notable
la calidad de su edición. Por supuesto que tenía noticias sobre Dahmer (quién
no), pero jamás me había detenido a recorrer las peripecias de este personaje
que se convirtió, hasta la fecha, en dechado de lo que Bataille llamó “la parte
maldita”. En efecto, en Dahmer afloró espléndidamente el lado más cavernoso del
ser humano, la inclinación al salvajismo que ha sido domesticada o casi
domesticada por las leyes y la cultura —“la civilización”—, pero que de vez en
cuando, pese a la amenaza de la vigilancia y el castigo, estalla volcánicamente
en individuos con el instinto de muerte desbocado.
Contra la defensa que argumentó locura, Dahmer fue hallado cuerdo y culpable, por lo que recibió una condena a no sé cuántas cadenas perpetuas en un juicio donde el acusado lució siempre sereno y hasta apuesto. Pocas semanas vivió tras las rejas, pues fue asesinado el 28 de noviembre de 1994 en una cárcel del condado de Columbia, Wisconsin, por un reo que para llevar a cabo su labor usó (“a la realidad le gustan las simetrías”, dijo Borges) una pesa del gym penitenciario. En Milwaukee fueron destruidas todas las pertenencias de Dahmer y demolido el Oxford, edificio de departamentos en donde, entre cuchillos, ácidos y congeladores, el Carnicero ejerció su vocación de asesino, anatomista y caníbal serial.