sábado, enero 31, 2015

Los negocios son los negocios

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Mientras la situación está en calma sus opiniones contra “los políticos” suelen ser críticas, a veces hasta feroces, pero todo es que se desconfigure la situación del querido aliado para que asome la oreja de sus intereses, los intereses del poder tras el trono: el empresarial. Y con toda razón: ¿a quién que gana lo que ellos ganan le interesa que los vientos soplen para otra dirección? El cierre de filas empresarial en torno al gobierno “encabezado” por Peña Nieto no está pues para andar con miramientos. El interés económico, que todo siga como siempre, está por encima de la verdad y la justicia, está por encima de todo. El antecedente más cercano que recuerdo en este mismo ruin sentido, aunque radicalizado en aquel momento, se dio en 2006, cuando el CCE articuló aquella campaña en la que no se mordieron la lengua para decir que el candidato más aventajado era “un peligro para México”.
Mutatis mutandis, en la coyuntura actual han comenzado a opinar, obvio, para colocarse en la línea de golpeo y otra vez a favor, como siempre, de la satrapía en funciones. Con la confianza que da el control de inmensos capitales, sin un análisis que tome en cuenta la ya evidente actitud delincuencial del Estado, se muestran preocupados por los acontecimientos y vuelven a las andadas colaboracionistas: Ayotzinapa fue magnificado, no es para tanto, qué importan unos cuantos muertos cuando está de por medio la estabilidad del país.
Luego de reaparecer con toda la autoridad moral que apareja el éxito económico, siguió el carpetazo oficial y a renglón seguido, sin pausa mediante, comenzó a circular con fuerza la especie de los “desestabilizadores”. El mensaje fue claro: todos los que de aquí en adelante no hayan quedado conformes con “la verdad histórica” quedan automáticamente colocados en el casillero rojo que también automáticamente justifica el uso de la fuerza.
Para los dueños del capital, en suma, no hay versiones oficiales descabelladas, pistas revueltas, inconsistencias en cada hoja del legajo judicial. No hay abusos, no hay crímenes, no hay injusticias. No hay dolor, no hay incertidumbre, no hay quebranto del estado de derecho. Lo único que hay es un gobierno servil a sus intereses, un gobierno en estado de shock y muy necesitado de apoyo.
Dicho en una frase manoseada: los negocios son los negocios.

miércoles, enero 28, 2015

La historia que cuenta*












El ábaco fue durante muchos años el instrumento que nos enseñó a contar; no es pues gratuito que ahora use tal palabra para hilar este comentario. Si algo comparten muchos géneros de escritura es que cuentan, que acumulan —como si fueran cálculos o piedras— anécdotas, peripecias, hechos, situaciones, opiniones, juicios, ideas. Como la novela, como la crónica, como el reportaje, la historia también cuenta, narra, describe, expone una serie de ideas cuyo propósito es crear un efecto: no estético, no político, sino científico, esto al menos en la historia urdida con una metodología cuya apetencia es, justamente, cerrar lo más posible las puertas a la ficcionalización del pasado.
El asunto, así planteado, parece fácil, pero, como toda ciencia, la historia requiere la aceptación de ciertos presupuestos fundamentales antes de contar, y explicar eso no es tan sencillo. El primer presupuesto: que la historia es una ciencia social, precisamente, y, como tal, su aspiración es sembrar su semilla en los terrenos dedicados a la producción de conocimiento. Que la historia haya sido y sea usada, sobre todo, para embellecer, adulterar o adecentar el pasado, o que se le edifique para justificar discursos legítimos o ilegítimos de algún poder, no obsta para señalar que en su condición más noble (o menos espuria, según queramos) tiene como fin la generación de discursos científicamente válidos.
De esta manera, arraigada como está la noción de que La Historia es una entidad abstracta independiente del historiador y de sus mil subjetividades, nunca será ocioso el desbrozamiento del proceso mediante el cual opera la escritura (la forma de contar) de la historia en su sentido menos literario o político y, sí, más científico. Eso es lo que hace, aseguro que con solvencia, el historiador Sergio Antonio Corona Páez (Torreón, Coahuila, 1950) en Cultura y pasado. Consideraciones en torno a la escritura de la historia (UAdeC-Ibero Torreón, 2014; incluye una presentación de Salvador Hernández Vélez y varios ensayos, a modo de ejemplos, del doctor Corona Páez). Su exposición señala los errores más frecuentes planteados al historiar y propone con claridad las rutas que debe asumir el historiador si lo que desea es hacer ciencia, contar, si no verdades, aproximaciones al conocimiento del pasado que en determinado momento sean apreciadas como tales, como verdades, gracias al método mediante el cual fueron obtenidas: el científico, que es frío, severo, antisentimental y, en lo posible, apartidista.
Este es, entonces, un libro de teoría de la escritura de la historia, pero sin lágrimas. Hay en él, sutilmente subsumido, un saber y una asimilación de la nueva historia que toma en cuenta, con exuberante eclecticismo, formulaciones de todas las disciplinas, desde la economía hasta la sociología, desde la filosofía hasta la antropología, desde la lingüística hasta la economía, y que se apoya con solidez en la lingüística, dado que en suma y a fin de cuentas la historia es un discurso, una construcción, un relato, es decir, un enhebramiento verbal atravesado por la propia historicidad de quien escribe, de ahí la importancia del énfasis en el deseo de generar ciencia que debe hacer quien escribe o lee historia cuando la intención es vincularse al conocimiento y no a la estilización ingenua o mañosa del pasado.
Reitero que el doctor Corona Páez tiene las herramientas para explicarnos cómo cuenta la historia, y lo hace con prosa de suyo accesible. No puedo menos, por ello, que celebrar la utilidad de Cultura y pasado... Sé que muchos me acompañarán en esta enhorabuena.

*Texto leído en la presentación de Cultura y pasado celebrada el 27 de enero de 2014 en el Teatro Isauro Martínez de Torreón. Participamos Salvador Hernández Vélez, el autor y yo.

sábado, enero 24, 2015

Una vieja promesa














Hace diez, quince años, me prometí escribir sobre el periférico que une a Torreón, Gómez y Lerdo, el famoso “libramiento”, cada vez que por alguna razón debía atravesarlo. Creo, pues, que al menos llevo escritos y publicados tres o cuatro textos sobre ese paso de la muerte, una de las “vialidades” —así les dicen ahora— más peligrosas que vieron los pasados años y verán los venideros. Pues bien, ayer tuve la desgracia de volver a recorrerlo y aquí me tienen, cumpliendo mi vieja promesa.
¿Qué decir sobre ese largo trecho lleno de acechanzas para el conductor, el ciclista y el transeúnte? Todo, menos elogios. Desde que lo recuerdo ha sido lo mismo: una especie de monstruosidad pasada de contrabando como “periférico”, uno de los más grandes fraudes viales construidos en la Comarca Lagunera, y conste que tenemos muchísimos.
Desde que comienza, en el punto donde estaba el DVR de triste memoria, hasta la punta de Ciudad Lerdo, uno puede admirar el espectáculo del caos, de la arbitrariedad, de la incuria. Las palabras, por más gruesas que parezcan, se quedan cortas ante el desafío para la vida que representa ese mal asfaltada y mal trazada y siempre mal remozada senda mortal.
Ayer, como ya dije, atravesé uno de sus tramos —digamos que desde Galerías hasta Chilchota— y volví a quedar aterrado (en los dos sentidos del verbo “aterrar”). Mientras conducía, mientras eludía vehículos ligeros y pesados, desviaciones imprevisibles, cuchillas casi salidas de la nada, señalamientos improvisados, pensé una y otra vez a quién mentarle la madre, a quién culpar por esa tortuosa arteria. Mis insultos, todos de tono subido, estaban dirigidos para “los tres niveles de gobierno”, de los cuales, es claro, no se hace uno.
Me impresionó que a la altura de la UANE, casi bajo la Puerta de Torreón, hubiera retenes. Pensé en lo obvio: ¿retenes para cuidarnos de los delincuentes, para atraparlos? ¿No sería mejor, primero, cuidar al ciudadano con lo más elemental, con obra pública bien ejecutada? ¿De qué sirve que capturen a un narcomenudista en un retén si ese retén está en un periférico que todos los días pone en peligro las vidas de miles de ciudadanos? Y no pensé nomás en los conductores, sino en la mayoría: los obreros y las obreras que en bici o camión deben sortear, sin descanso, un punto tan peligroso.
Por supuesto, mientras yo mentaba madres en el interior de mi coche, tomé una ruta conocida, una callecita aledaña a Chilchota. Estaba cerrada. Luego avancé obligado por debajo del puente (un asco) y volví a Gómez. Salí de allí no sé cómo. Poco después respiré y escribí esto.

miércoles, enero 21, 2015

Cementerio de futuro


En el número más reciente de la revista Nomádica aparece el artículo que traigo a continuación. Como siempre, esa revista sobre medio ambiente, historia y arte ofrece muchos textos y fotogafías de interés.
Una purga de roña en el cuarto de los triques me llevó a reflexionar en el destino de la tecnología obsoleta y en nuestra tecnoglotonería. La revelación de este asunto se dio cuando vi dos gabinetes de computadora (cepeús), dos monitores, dos teclados, un escáner, una impresora, un amasijo de cables y como cuatro ratones (mouses, quiero decir) inhabilitados y listos para convertirse en carne de pepenador. Eran, pues, varios kilos de plástico, vidrio y no sé cuántas tripas más ya rebasados por el futuro, objetos que en 1998, poco más o poco menos, fueron el fabuloso presente de mi cibernética hogareña. Aquel cementerio de cachivaches me llevó a pensar en lo rápido que ahora se nos va el futuro. Basta una década, basta un lustro para que los aparatos que nos hicieron sentir modernos parezcan luego piezas de museo paleontológico. Ver ahora un cepeú, por ejemplo, es contemplar el voraz destino de la tecnología: en muy poco tiempo nos parecen incómodos, feos, mastodónticos, tanto que irradian un deprimente aire de inutilidad. Y pensar, pienso, que esas herramientas alguna no lejana vez fueron anunciadas como lo mejor, como el futuro que nos haría la vida más cómoda. En un lapso cortísimo, ya vemos, se convirtieron en nada, a lo mucho en objetos lamentables que durante algunos años fueron a dormitar en un cuarto de triques hasta que una purga de chácharas inviables los condenó al camión recolector. Ya no hay producto de ese tipo, tecnológico, que no reciba publicidad excesivamente fanfarrona sobre sus virtudes anticipatorias. Todas las computadoras, los coches, los teléfonos y sus afines nacen, según los anuncios, para brindarnos la dicha de que gocemos el futuro hoy. Es una estrategia cliché de los mercadólogos, lo sé, y también sé que ya no reparamos tanto en esa publicidad para comprar los aparatos que requerimos. La simple obsolescencia de los que ya tenemos nos obliga a comprar una versión actualizada. Yo qué más quisiera: si me dieran a elegir, me hubiera quedado con la misma computadora de 1993, pero lo que ocurrió luego es pasmoso: mi PC del 93, un armatoste de seis o siete kilos, un cajón de medio metro cuadrado de tamaño, no tiene la memoria que ahora cabe en un dispositivo portátil usb que pesa no más de veinte gramos y mide lo que una goma de borrar. Imposible, pues, aferrarse a un pasado que no por cercano parece cavernario, remotísimo. La basura tecnológica que ha producido mi consumo de enseres computacionales me lleva a recordar algo en lo que frecuentemente pienso: defenderme, no caer en las garras de una adicción que parece no tener fin y sólo garantiza erogación tras erogación. Es innegable la revolución personal y colectiva provocada por estos aparatos, pero también hay mucho de falaz en sus virtudes. Es cierto: tenemos todos los periódicos del mundo a nuestra disposición, cualquiera con un click puede acceder (no accesar) a ellos, pero si nos fijamos con atención, los diarios, los buenos diarios, no son el pan habitual de los cibernautas. Tenemos cientos de páginas con libros a merced, gratuitos, muchos de ellos pirateados, pero con todo y eso la gente no lee (antes, la escusa se relacionaba con el precio de los libros; ahora, con el disgusto y la incomodidad de leer “en la pantalla”). Ni caso tiene hablar sobre el uso generalizado de la computadora y su más pudiente y maravilloso engendro, el internet; todos sabemos cómo, en qué, para qué se usan esos monstruos. La tecnología es bienvenida, negarla es obtuso, pero también admitirla a ciegas, consumirla sin discrimen y sólo para el hedonismo y la estulticia, lejos de ser liberador, nos ata, “coloniza nuestra subjetividad” (como dice José Pablo Feinmann sobre los medios en general) y nos mantiene haciendo que suenen las máquinas registradoras de marcas a las que no les preocupa en verdad nuestro bienestar presente o futuro. La mejor prueba de que el porvenir no habita los aparatos en sí es el montón de plástico, cables y chips que eché a la basura cuando el futuro que simbolizaron se convirtió en pasado, en polvo, en nada. Todo en una simple y veloz década.

sábado, enero 17, 2015

Dos formas de decir esta milonga















La poesía no pasa idéntica de la literatura a las canciones. Con la música se da, de alguna forma, una traducción o al menos una reinterpretación, así que quizá algo se gana y quizá algo se pierde en tal proceso. Sin regatear la fortuna que pueden tener muchos poemas pasados al formato musical, hay obras que me gustan sólo como letras. Una de ellas es “Milonga de dos hermanos”, incluida en el libro Para las seis cuerdas (Emecé, 1965), de Borges. Trataré de explicar por qué.
Si escuchamos las interpretaciones de Jairo y de Jesús Suaste advertiremos que ambas son excelentes, aunque creo que algo, así sea levemente, les sobra. Supongo que es el dramatismo no sólo de la voz, sino de la música. Borges compuso esas milongas para ser dichas sin tono lloriqueante o exaltado, ni siquiera mínimamente conmovedor. Recordemos su opinión, por cierto, sobre “el inconsolable tango-canción”, género que solía rechazar con el argumento de que gimoteaba demasiado. Las milongas de Borges, pienso, deben ser enunciadas como él las dijo: sin adornos vocales, sin alardes interjectivos. Debemos pronunciarlas pues como si lo contado allí no nos afectara, pues hay en todos esos versos una especie de indiferencia ante el dolor y la muerte que de ser posible debe coincidir con una lectura de estilo sobrio y hasta seco. Borges lo expresó así, como lo oímos en esta desapasionada enunciación.
“Milonga de dos hermanos” está en el libro de poesía que más me gusta de este autor. Algunos pensarán que estoy loco, pero el Borges que siempre he sentido más cerca no ha sido el genio creador de laberintos intelectuales a la manera de “El Aleph” o “El jardín de senderos que se bifurcan”, sino el Borges conmovido y atraído por compadritos y gauchos, por cuchilleros, por esos pobres diablos cultores del coraje en los que el ciego vio una especie de secreta épica. No por nada escribí hace poco que los cuentos que más releo de él son, por ejemplo, “La intrusa”, “El Sur” y otros de la misma familia, donde aparecen el campo, el caballo, la payada, el ombú, el silencio de la llanura y el admirable y gratuito coraje de hombres ajenos a la civilización.
Aprender de memoria la “Milonga de dos hermanos” me costó casi una semana de repetición a baja intensidad. Al fin logré asirlo y me lo repito a solas para no sentirme obligado a releerlo. Todo es perfecto, pero la estrofa final es la que termina por hacer universal, intemporal, la profana y anónima competencia de los hermanos Iberra. Meter a Caín en el remate es más que genial luego de lo expuesto en el camino; al hacerlo, Borges parece decir “Miren, amigos, hasta aquí la milonga puede parecer de quien sea; gracias a la última estrofa cualquiera sabrá entender que es mía”.
Se las comparto, a ver si me dan la razón.

Milonga de dos hermanos

Traiga cuentos la guitarra 
de cuando el fierro brillaba, 
cuentos de truco y de taba, 
de cuadreras y de copas, 
cuentos de la Costa Brava 
y el Camino de las Tropas. 

Venga una historia de ayer 
que apreciarán los más lerdos; 
el destino no hace acuerdos 
y nadie se lo reproche 
ya estoy viendo que esta noche 
vienen del Sur los recuerdos. 

Velay, señores, la historia 
de los hermanos Iberra, 
hombres de amor y de guerra 
y en el peligro primeros, 
la flor de los cuchilleros 
y ahora los tapa la tierra. 

Suelen al hombre perder 
la soberbia o la codicia: 
también el coraje envicia 
a quien le da noche y día 
el que era menor debía 
más muertes a la justicia. 

Cuando Juan Iberra vio 
que el menor lo aventajaba, 
la paciencia se le acaba 
y le fue tendiendo un lazo 
le dio muerte de un balazo, 
allá por la Costa Brava. 

Así de manera fiel 
conté la historia hasta el fin; 
es la historia de Caín 
que sigue matando a Abel.

miércoles, enero 07, 2015

Don Julio












Publiqué este pequeño artículo hace 19 años, en 1996, tras el retiro de Julio Scherer de la dirección de Proceso. Apareció originalmente en la revista Brecha, de Torreón, y nunca lo había puesto en línea; hoy, tras la muerte del gran periodista, lo reciclo pese a la ingenuidad de algunas afirmaciones allí expuestas y a reserva de escribir algo más amplio para el semanario argentino Miradas al Sur.

Para lograr una ponderación aproximada de la trayectoria que Julio Scherer ha descrito habría que parafrasear a Tomás De Quincey: el director de Proceso convirtió al moderno periodismo mexicano en una de las bellas artes. La afirmación parece, de entrada, hiperbólica. Sin embargo, quien haya frecuentado las páginas del semanario fundado el 6 de noviembre de 1976 sabrá bien que los elogios a Scherer y a su equipo podrán ser exagerados, pero siempre justos. Él, ellos, todos los que han edificado al “Semanario de información y análisis” no saben el tamaño del favor que le han hecho a la realidad nacional, obstinada como pocas, debido a la cerrazón del sistema, en no deponer su tradicional juego de máscaras y en tener al embute convertido en una especie de perpetuo cordón umbilical.
Luego del golpe contra Excélsior en el que mañosamente botaron a Scherer, Proceso tomó la palabra crítica que Echeverría quiso cercenarle al periodismo mexicano. Fueron años heroicos aquellos en los que don Julio y sus solidarios compañeros fundaron cisa y emprendieron la aventura del semanario más punzante que se recuerde en la historia de México. Si en 1976 la relación prensa-gobierno estaba signada por una red de complicidades y amiguismos, en 1996 la tenebrosa red es menos densa gracias a que de Proceso ha dimanado el ejemplo de un quehacer periodístico comprometido no con el Estado, sí con el lector, y sí con el esclarecimiento de la verdad en este país poco acostumbrado a indagar en los entresijos de su realidad política, económica y cultural.
Claro que la tarea no ha sido sólo de Proceso; a la revista se sumaron, poco después, el unomásuno de Becerra Acosta, La Jornada, El financiero y otros espacios de la capital y de provincia que en dos décadas han revolucionado al periodismo nuestro de cada día (o de cada semana) y lo han ubicado entre los mejores que se practican en el mundo. Los reportajes de Proceso, por ejemplo, son paradigmas de lo que es la investigación periodística llevada a los extremos del arte y del método científico. Los cartones de Rius y de Naranjo incentivaron a un ejército de moneros cada vez más incisivo y jocoso; de hecho, en la actualidad se puede asegurar que la caricatura política y social mexicana es una de las cinco mejores del mundo, y quien lo dude vea por ejemplo qué monos tan ingenuos, tan chafas, publican muchos diarios de España. Esto mismo podría decirse en el caso de los suplementos culturales, que gracias a Fernando Benítez y a unomásuno se convirtieron en espacios imprescindibles de muchos lectores mexicanos que hoy día compran el períódico sólo por sus espacios culturales.
Asimismo, Proceso abordó los deportes y los espectáculos de una manera diferente a la tadicional y marcó un giro que otros medios asumieron y fomentaron: la farándula y el deporte ya no iban a ser más los territorios propicios para la práctica de un periodismo frívolo, sino que iban a ser tratados como manifestaciones de la cultura popular y áreas de interés político y económico cuyas implicaciones en la vida cotidiana son innegables y profundas.
Este es, pues, un breve esquema de lo que Proceso y otros medios le han dado al lector mexicano. Y aunque don Julio se esconda y no permita los elogios que merece, él tiene mucha culpa del avance que en los últimos veinte años ha manifestado nuestro periodismo. Falta bastante por hacer, pero don Julio, a un mes de una merecidísima jubilación, ya no puede zafarse de su quizá incómoda condición de cimiento. Por ello, desde algún rincón del norte mexicano: gracias, señor Scherer.

Punto de ruptura














El precio del crudo mexicano sigue en picada, el precio del dólar va en aumento, la violencia y la impunidad no amenguan pese al puente Guadalupe-Reyes y EPN regalará televisiones. Así el país, el surrealista país. Si al cierre de 2014 vimos turbulencias que amenazaban si no tormenta, sí un cambio en el clima político, tras el paso del periodo vacacional estamos donde mismo, con una sociedad parcialmente indignada, otra adormecida y un gobierno que sigue al pie de la letra el canon del sistema político mexicano: dejar que el tiempo corra, aspaventar con oratoria siempre redentorista y conservar inmóvil todo, todo, salvo las ganancias de unos cuantos.
En esta ocasión el discurso mesiánico (¿por qué Krauze no habla ahora del “mesías choricero”?) lleva como título “7 acciones a favor de la economía familiar”, texto “escrito”, según el portal de la Presidencia de la República, por EPN. A estas alturas, cada mensaje es dos mensajes: una pieza de humor involuntario, por un lado, y una canallada, por el otro. Leerlo con calma, sin aspavientos, sólo con el ánimo de comparar cada palabra con la realidad, es un ejercicio que mueve a risa y llano a la vez, ese llano que parece risa o esa risa que parece llanto cuando somos víctimas de fatalidades ante las que quedamos impotentes.
Miren, dice: “Terminó 2014, un año de contrastes. Tanto lo bueno como lo malo, nos dejaron una lección: México NO puede seguir igual. El país debe seguir cambiando para bien”. ¿Y quién opina lo contrario? ¿Los locos? ¿Los revoltosos enemigos de México? Obviamente, aquí hay una primera insinuación: ellos, EPN y sus secuaces, sólo quieren cambiar “para bien”, y quien no quiera cambiar en esa dirección estará cambiando “para mal”.
“Por eso, 2015 demanda lo mejor de todos nosotros. Este año que comienza, nos exige unidad y generosidad; trabajo en equipo y perseverancia. Es momento de renovar el ánimo; de recobrar la confianza y la esperanza.
En 2015, la mayor prioridad de mi gobierno, es que a las familias mexicanas les vaya bien. Por eso, este año lo estamos iniciando con 7 Acciones en favor de la Economía Familiar”. ¿De veras? ¿Cómo puede irnos bien con el aumento, el uno de enero, al precio de la gasolina? ¿Qué no empezamos mal empezando así?
Luego de echar flores a las reformas que en teoría detendrán los aumentos de siempre, e incluso provocarán decrementos, por ejemplo, a las tarifas eléctricas, el representante del poder económico nacional señaló que “jóvenes mexicanos, de 18 a 30 años, que quieran abrir un negocio o hacer crecer el que ya tienen, recibirán apoyos”.  De ser cierta esta utopía, ¿por qué están incluidos los jóvenes de 18 a 22 años que teóricamente deben estudiar. ¿No sería mejor “apoyarlos” con más escuelas y mejor educación?
Casi al concluir, señala: “Estas 7 acciones representan buenas noticias para la economía familiar y son el inicio de un mejor año para México”, e insisto: ¿cómo puede ser mejor un año para México en un contexto local y global en el que sólo se ven signos de deterioro? Soy, como cualquiera, responsable de una economía familiar, y no recuerdo mejoría desde hace treinta años. ¿Por qué ahora sí la gozaremos?
“Con unidad y ánimo renovado, demostremos la fortaleza y grandeza de los mexicanos”, remata. ¿Por qué si los mexicanos tenemos “fortaleza y grandeza” debemos recibir limosnas? Los discursos, como los sólidos, también se ajustan a las leyes de Hooke: podemos estirarlos y estirarlos, pero no al infinito. Siempre habrá pues un punto de ruptura que en el caso de EPN, por cierto, hace tiempo ya dio de sí.

domingo, enero 04, 2015

Apuntes sobre narcocultura














Desde 2015 colaboraré en Miradas al Sur, semanario de Buenos Aires. Este es mi primer artículo.

A los narcos mexicanos todo los ha favorecido: la ubicación estratégica del país con respecto del principal consumidor de drogas en el mundo, el miedo que imponen a la sociedad que los rodea, la vulnerabilidad de las instituciones encargadas de combatir el crimen y el peso de los medios que han edificado ya una cultura en la que se sostiene buena parte del imaginario delictivo. Esta cultura es un estilo de vida, una forma de asumir la realidad en la que no deben faltar signos del estatus narco: las camionetas (a las que también se les denomina con el anglicismo trocas) de lujo, las casas ostentosas, las armas de calibre subido, las mujeres como objeto, el fondo musical de banda, las joyas muy visibles y la ropa en la que no escasean camisas y pantalones “de marca”, sombreros y botas texanos.
Si bien esos rasgos corresponden al estereotipo de los narcotraficantes mexicanos, la necesidad de ocultarse los ha convertido en sujetos con apariencia ordinaria: las más recientes detenciones —golpes mediáticos que el gobierno federal siempre ha tratado de capitalizar— los muestra como personajes simples, como ciudadanos comunes y corrientes. En 2014, por ejemplo, dos peces gordos cayeron presos: Joaquín Guzmán Loera, alias el Chapo, fue detenido en un edificio de departamentos ubicado en Mazatlán, Sinaloa, al noroeste de México; las imágenes que difundió la prensa dejaron apreciar en el capo un aspecto ajeno al estereotipo: pantalón Levi’s negro, camisa blanca, pelo corto, bigote bien recortado y tal vez teñido; es importante consignar que la captura del Chapo dejó muchas dudas en el camino, pues aunque hubo fotos y videos jamás circularon las declaraciones a viva voz (como sí ha ocurrido en otros casos) del narco más buscado en México y Estados Unidos, por lo que hasta la fecha el apresamiento es considerado un montaje. Más común y corriente aún, Vicente Carrillo Fuentes, alias El Viceroy, fue detenido hace dos meses en Torreón, Coahuila, en el centro-norte del país, y al momento de su aprehensión usaba jeans, camisa desfajada y sandalias: es decir, nada que lo aproximara a la imagen cliché del narco mexicano.
Pese, pues, a que en estas dos capturas no salió a relucir el look del narco tal y como la entiende hoy el mexicano de a pie, lo cierto es que la antigua imagen sigue vigente a partir de lo que ha arraigado y sigue arraigando la industria del entretenimiento: la narcocultura asentada sobre todo en la música y en los videoclips.

Un repaso editorial
Felipe Calderón Hinojosa fue presidente de México de 2006 a 2012. Como se sabe, las elecciones que lo llevaron a Palacio Nacional fueron muy cerradas y conflictivas, tanto que gran parte de la oposición denunció fraude electoral, el segundo de dimensiones federales en menos de dos décadas. Seis años antes, de 2000 a 20006, Vicente Fox ocupó la presidencia, y aunque en México se alzaron muchas expectativas en “la transición” dado que era la primera vez que gobernaba un político no postulado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), su sexenio acusó tantos tropiezos que Calderón, también del Partido Acción Nacional (PAN), llegó al poder en circunstancias adversas, con un marcado déficit de legitimidad.
Entre las primeras acciones de Calderón estuvo su anuncio de la lucha contra el narcotráfico, lo que en los medios fue entendido, a secas, como “guerra contra el narco”. El combate incluyó la participación no sólo de la policía federal, sino también del ejército y la marina. México, principalmente el norte, fue “militarizado”. Durante el calderonato se hicieron cotidianos los patrullajes en muchas ciudades. Policías y militares perfectamente armados y montados siempre en trocas acondicionadas para el combate, transitaban en convoyes de tres, cuatro o cinco unidades, cada una con cuatro, cinco o hasta seis elementos, colocaban retenes en carreteras y podían inspeccionar lo que quisieran a la hora que quisieran.
La “guerra” desatada por Calderón en diciembre de 2006 recibió, claro, críticas; algunos la consideraron un pretexto para apuntalar —con la imposición de la vigilancia y el miedo— un gobierno estigmatizado por la oposición como ilegítimo. Lo cierto fue que durante esos seis años cundió el terror en ciudades como Ciudad Juárez, Reynosa, Monterrey, Chihuahua, Culiacán, Ciudad Victoria, Saltillo, Nuevo Laredo, Tijuana, Torreón, todas del norte, la franja del país en la que desde siempre ha sido crítico el trasiego de drogas hacia los tres mil kilómetros de frontera con Estados Unidos. Durante este periodo, acaso el más oscuro en la historia de México, fue descomunal el número de muertos: 121 mil según el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI), un promedio diario de 55.25 muertos.
Sin resultados visibles ni durante ni después del paso de Calderón por el poder Ejecutivo, la “guerra contra el narco” generó fenómenos colaterales. Uno de ellos fue el auge de la literatura sobre narcotráfico. Como el mercado de los servicios funerarios, el editorial se vio indirectamente beneficiado por la iniciativa bélica. Decenas de libros sobre el crimen organizado comenzaron a apoderarse de las mesas de novedades, de suerte que en muy poco tiempo configuraron una enciclopedia en la que poco a poco fue quedando registro de todo lo relacionado con la tragedia nacional.
Sólo los narcólogos, que los hay, fueron capaces de nadar ese océano bibliográfico; los títulos llegaron a ser tantos que sólo era necesaria una pizca de curiosidad para encontrar, hasta en el supermercado, páginas sobre el tema. Hubo de todo, entonces. Biografías sobre narcos prominentes como Osiel, vida y tragedia de un capo (Grijalbo, 2009), de Ricardo Ravelo; reportajes sobre la mezcolanza del narco, el empresariado y la política como Los señores del narco (Grijalbo, 2010), de Anabel Hernández; análisis sobre grupos delictivos específicos como El cártel de Sinaloa (Grijalbo, 2009), de Diego Enrique Osorno; ficciones como Balas de plata (Tusquets, 2008), de Élmer Mendoza; testimoniales sobre las víctimas como Fuego cruzado (Grijalbo, 2011), de Marcela Turati; análisis de la narcomúsica como Cantar de los narcos (Temas de hoy, 2011), de Juan Carlos Ramírez-Pimienta; mujeres y sexo en el mundo delictivo como en Miss Narco (Punto de lectura, 2012); conclusiones como El narco: la guerra fallida (Punto de lectura, 2009), de Rubén Aguilar y Jorge G. Castañeda; radiografías del sexenio como Calderón de cuerpo entero (Grijalbo, 2012), de Julio Scherer García, y así, una larga lista de publicaciones. El tema vino a menos al concluir el mandato de FCH, pero no ha desaparecido. Baste un par de ejemplos. Deudas de fuego (Conaculta-Gobierno de Tamaulipas, 2013) y Sin trincheras (FETA, 2014), novelas de Paul Medrano y Habacuc Antonio de Rosario, respectivamente, ganaron sendos premios literarios y ambas trabajan con la misma arcilla: el narcotráfico y sus bestiales contornos.

La onda “bandera”
En Las canciones de José Alfredo Jiménez: una escucha analítica (Trilce, 2013), María Victoria Arechabala, su autora, plantea esto sobre el más famoso compositor de la canción ranchera: “La relación del hombre con la música es muy diferente de la que tiene con otras artes (…) Se produce con la acción de cantar un performance, una experiencia real más allá de la ficción, en donde se reemplaza la ficción la representación por la presentación. En la música el sujeto no se coloca frente a un objeto de arte para contemplarlo, sino que se moviliza a un comportamiento no habitual, en un espacio y en un tiempo específicos. Da un paso más a la ficción, consigue una experiencia vivencial y relacional y pasa de lo teatral musical al acto”.
Así sea en parte, podemos estar de acuerdo con Arechabala: las canciones populares hacen un viaje de ida y vuelta: cierta realidad, “el pueblo”, las inspira y a su vez, ya convertidas en ficciones, ellas modelan de alguna manera la educación sentimental del público. Las canciones sobre narcos, mejor conocidas como “narcorridos”, son un reflejo de lo que ocurre fuera de las canciones pero también han ido modelando la escala de valores de sus consumidores.
En “Camelia la Texana”, una de las primeras canciones famosas sobre narcotraficantes, Camelia y Emilio Varela trafican mariguana en la frontera entre México y Estados Unidos; uno supone que sus ganancias son magras, pues cargan la mercancía en las gomas del coche (“traían las llantas del carro / repletas de yerba mala”). Hay un abismo entre esta pieza y las que comenzaron a circular durante el gobierno de Calderón. De las loas inocentes a narcos y pistoleros elogiados por su valor o por su generosidad robinhoodiana se pasó, en el caso extremo, a los himnos del “Movimiento alterado”, el más espeluznante tributo a la malditez del crimen organizado. Una letra podría resumirlo todo, aunque hay muchas, todas acompañadas, gracias hoy a la magia de YouTube, por videos que no dejan dudas sobre la facha y las actitudes de los “artistas” que fecundan, es un decir, este género:

Que siga y que siga, la guerra está abierta
todos a sus puestos pónganse pecheras
suban las granadas, pa’trozar con fuerza
armen sus equipos, la matanza empieza.

Carteles unidos es la nueva empresa
el Mayo comanda, pues tiene cabeza
el Chapo lo apoya, juntos hacen fuerza
cárteles unidos pelean por sus tierra.
(…)
Ahí les va el apoyo pa’tumbar cabezas
el Macho va al frente con todo y pechera,
bazooka en la mano ya tiene experiencia
granadas al pecho la muerte va en ellas.

Lo he visto peleando
también torturando, cortando cabezas
con cuchillo en mano
su rostro senil no parece humano
el odio en sus venas lo había dominado.
(…)
Sus ojos destellan empuñan sus armas
ráfagas y sangre se mezclan en una
estos pistoleros matan y torturan
desmembrando cuerpos
avanzan y luchan.

Aquí desaparece todo rastro de inocencia, casi podríamos decir que de humanidad. Como ocurrió en la realidad de la “guerra contra el narco”, esta canción despliega sin embozo su inventario de atrocidades: torturar, disparar armas de alto poder, cortar cabezas, desmembrar, matar como regla de oro para mantener el control del territorio y del negocio frente al Estado y frente a los cárteles enemigos. Vale insistir que si bien estos videoclips no son transmitidos en televisión abierta, de cable o satelital, han encontrado, como todo ahora, refugio seguro en internet.
El fondeo musical del narco, sin embargo, no ha requerido totalmente de la música extrema para asentar la aspiración al poder material como único valor de la existencia. El género de “banda” (agrupación en la que destacan instrumentos de viento como la tuba, la trompeta y los clarinetes además de la tambora) en principio no tuvo esas letras y de alguna manera conserva sus temáticas habituales, las no “prohibidas” por la autoridad: el amor, el chovinismo regionalista (el tema insignia de este género es “El sinaloense”) y el gusto por la pachanga (fiesta). Lo que ha venido a modificarse en la era del video es la asociación establecida entre las bandas y la imagen del mundo expresada en los videoclips. Sin variantes significativas, casi cualquier canción de amor y despecho exhibe a los integrantes de la banda en ambientes ya estandarizados: mansiones con acabados de lujo pero de mal gusto, trocas del año marca Hummer o Lobo, mujeres voluptuosas y permanente contacto con el trago sobre todo de whisky Buchanan’s. Las situaciones apenas cambian de un videoclip a otro, así que son tan repetitivas como el ritmo machacón característico del estilo bandero. Su importancia no es, en suma, estética; radica más bien en la construcción de una mentalidad atornillada exclusivamente a la noción de poder material. Se explica en algo, entonces, que en una sociedad con un 25% de “ninis” (cerca de ocho millones de jóvenes de entre 15 y 29 años que ni estudian ni trabajan) es altamente tentador  ingresar al mundo del narco, llave para conseguir casi de inmediato las trocas, las armas, las mujeres y todo lo que constituye, al menos en teoría, el usufructo del universo delictivo. Miles de jóvenes en situación de pobreza, desempleados, toman caminos como el subempleo, la migración ilegal a los Estados Unidos (que sigue siendo masiva y peligrosa) y el robo hormiga. Unos más, que en el caso de México son muchos más, forman el ejército nacional de reserva del narcotráfico y de acuerdo a sus zonas de residencia ingresan a los cárteles que les abren la puerta.

Tres iconos caídos
La narcocultura, ese inmenso caldo de cultivo del delito, está tan asociada en México a la vida cotidiana que entre las bajas de la violencia se cuentan cantantes populares asesinados por estar cerca, real o supuestamente, de un cártel o de un capo y no de otros. En noviembre de 2006, el cantante de banda Valentín Elizalde fue abatido luego de terminar un concierto en Reynosa, Tamaulipas. Lo acribillaron con todo el sello del narco: mediante un comando que usó armas AK-47 y AR-15; Elizalde, se dijo, era simpatizante de un cártel ubicado en el extremo noroccidental del país, y fue a cantar en el territorio de otro que dominaba el extremo opuesto del mapa mexicano.
Aunque estos crímenes nunca quedan del todo aclarados, son vinculados por el público como directamente relacionados con el narco. Sergio Gómez, vocalista del grupo K-Paz de la Sierra, fue baleado en Michoacán hacia diciembre de 2008, y en junio de 2010 varios sicarios mataron al solista Sergio Vega, el Shaka, quien iba a bordo de una camioneta Cadillac sobre la carretera internacional México-Nogales.
Las víctimas son incuantificables y están en todas partes, en todos los oficios. Desde hace ocho o diez años la cifra de muertos es el pan de cada noche en los noticieros, y por más que el actual gobierno encabezado por Enrique Peña Nieto maquille las cifras, la violencia propiciada por el crimen organizado, coludido con el poder político y empresarial, sigue en ascenso, imparable.

sábado, enero 03, 2015

Acá entre nos, también














El brinco del 2014 al 15 me agarró leyendo El camino de Ida (Anagrama, 2013), novela de Ricardo Piglia (Adrogué, Buenos Aires, 1940). Se trata de un relato en el que Emilio Renzi, personaje recurrente en la obra pigliana, es invitado a dar un curso sobre Hudson en la academia norteamericana. Como se trata en realidad de un alter ego, ese viaje abre la oportunidad para que el narrador argentino despliegue dos de sus principales virtudes: la configuración de un relato que se ramifica en microhistorias y su agudeza observadora. En efecto, Piglia es un atentísimo mirón, un hombre que radiografía con buena prosa lo que ve.
Al cruzar la página 44 hallé un pasaje de esos que llegan al hueso de una realidad: Renzi anda en una calle de EU y dice esto:
“Cuando me separé de los estudiantes volví a casa y en la esquina de Nassau Street y Harrison encontré a un hombre, con jeans y campera de franela a cuadros, que hacía propaganda política aprovechando el semáforo largo de la avenida. Alzaba un cartel de apoyo al candidato republicano en las elecciones legislativas de mayo. Le había agregado una banderita norteamericana, señal de que pertenecía a la derecha patriótica. Nunca había visto el acto proselitista de un solo hombre. Todo se individualiza aquí, pensé, no hay conflictos sociales o sindicales, y si a un empleado lo echan de la oficina de correos en la que trabajó más de veinte años, no hay posibilidad de que se solidaricen con un paro o una manifestación, por eso, habitualmente, los que han sido tratados injustamente se suben a la terraza del edificio del antiguo lugar de trabajo con un fusil automático y un par de granadas de mano y matan a todos los despreocupados compatriotas que pasan por allí. Les haría falta un poco de peronismo a los Estados Unidos, me divertí pensando, para bajar la estadística de asesinatos masivos realizados por individuos que se rebelan ante las injusticias de la sociedad”.
Parece, o es, apenas una pincelada, una observación al paso del protagonista por la calle, pero me asombró porque resume un rasgo más de la mentalidad apolítica del norteamericano estándar: ¿para qué participar, para qué manifestarse, para qué criticar si todo está relativamente bien, hay trabajo y todo mundo, con un poco de esfuerzo, puede hacerse de lo necesario para, al menos, irla pasando? No me alarmó tanto, sin embargo, que un hombre hiciera solitario proselitismo en esta novela “norteamericana” de Piglia, sino que la escena me llevó a recordar lo que ocurre en México. ¿Qué oscuro colonialismo nos ha sido impuesto, por qué descreemos de toda participación política? ¿Hay causas por las que valdrá la pena luchar, manifestarnos, o todo está perdido y serán sólo unos cuantos necios los que harán evidente la inconformidad? ¿Es suficiente ripostar en las redes sociales o hacen falta, como diría Zitarrosa, nuestras piernas en la marcha y nuestra voz en la consigna? ¿Los gasolinazos, el aumento de impuestos, la invención de gravámenes leoninos son algo que debemos asumir ya con total normalidad? ¿Pueden quedar en evidencia de corrupción el presidente y sus colaboradores cercanos y seguiremos mirando hacia otro lado? ¿Continuarán saqueando las arcas municipales y estatales y con todo y eso pagaremos nuestras cuotas en silencio?
Mediante Renzi y de manera burlona, Piglia señala que a la sociedad yanqui le hace falta un poco de peronismo, por lo que entiende lucha popular, manifestación abierta y colectiva de la oposición. Acá entre nos, a nosotros también, sobre todo en este 2015 decisivo y aún más importante que el pasado 2014.