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sábado, octubre 05, 2024

Mucha más gente de Leñero

 











Supongo que, como casi todos los escritores que además fueron periodistas, Vicente Leñero (Guadalajara, 1933-Ciudad de México, 2014) dejó muchos textos por imprimir o incluso, en el caso de sus materiales hemerográficos, por organizar y publicar. No todo lo que queda en carpetas sirve para llegar al libro, es verdad, pero con un poco de depuración es viable transformarlo en volúmenes asequibles para los lectores. En el caso de Leñero, no es poco lo que escribió primero para la prensa y luego, poco a poco, fue arracimando en títulos como La Zona Rosa y otros reportajes, Talacha periodística y Periodismo de emergencia. No es, ni de él ni de nadie como él, lo más valorado de su escritura, pero muchos lectores —entre los que me cuento— lo aprecian como parte significativa de su obra dado que como profesional de la escritura no sólo fue novelista y dramaturgo, sino también abundante periodista (precisamente, combinó ambas pericias en Los periodistas y Asesinato, consideradas sus dos novelas sin ficción).

Uno de los títulos de la índole que describo es Más gente así, compilación de piezas con sabor, la mayoría, a crónica. Lo leí y lo reseñé hace poco más de tres años sin saber que tenía un antecedente: Gente así. Tampoco sabía de la existencia de Mucho más gente así (Alfaguara, México, 2017, 256 pp.), que recién leí y me parece un libro atendible. Sólo me falta pues el primero para afirmar que he recorrido esta trilogía; en ella no está, insisto, el mejor Leñero, pero si aquél cuya pasión por contar la realidad lo acompañó hasta el final de sus días. Echo un vistazo en caída libre a las doce piezas que componen este título.

“Fumar o no fumar” es una crónica de su adicción al tabaco. Expone casos de escritores entregados al cigarrillo y de allí pasa a su caso y cómo luchó para vencerlo. Tuvo siete años de abstinencia, recayó y al final confiesa que ya no lo dejaría. Algo observa también sobre las campañas que amedrentan al fumador con imágenes pavorosas en las cajetillas, lo cual también me parece el colmo del mal gusto.

Amplía crónica sobre los encuentros y desencuentros periodísticos de Leñero con el subcomandante es “Al acoso de Marcos”. Describe el revuelo que causó la disputa por sus entrevistas, lo que parece la prehistoria aunque aquello ocurrió a mediados de los 90. Un fleco importante del relato es la obsesión periodística de Julio Scherer, su fervor por “la exclusiva”. Pasa rápido sobre la foto de Marcos exhibida durante el zedillato en la PGR por Juan Ignacio Zavala —el cuñado de Calderón— cuando todavía era usuario de pelo en la cabeza.

En “Yuliet” trabaja sobre la delgada línea que separa la ficción de la crónica. Yuliet es una ricachona lesbiana que asiste al taller de dramaturgia impartido por Leñero. A punta de billetes, ella lo aísla para que la apoye en la escritura de una novela autobiográfica. Trabajan en su caserón, pero ella es una escritora caótica, no respeta ninguna regla. Al final ocurre un hecho violento y el destino de Yuliet parece cerrarse con la publicación de su novela-bodrio Mis amores.

“Oraciones fúnebres” presenta tres necrológicas: de Garibay, Rascón Banda y Granados Chapa. En ellas destaca, respectivamente, la fiereza, el pleiteo contra todos, el oído para la armadura de diálogos, la enormidad de sus propósitos literarios; el fervor por hacer teatro con la realidad, la voluntad de convertir en pieza para la escena todo lo que ocurre alrededor de la vida; y la tenacidad, el silencio, la memoria y la pulcritud fría al hacer periodismo de opinión. Son excelentes semblanzas, todas escritas en función de la cercanía profesional y afectiva.

En “El casillero del diablo” arma otro texto urdido en la franja realidad-ficción. Trata sobre un libro de Enrique Maza cuyo tema fue el diablo, obra debatida y al final censurada por Roma. Allí mismo cuenta una anécdota de Fernando Zamora, amigo que se interesó por asistir a un curso sobre exorcismo. Zamora le inventa que en el cursillo conoció a un cura dizque poseído, pues la gente cercana a su vida moría misteriosamente. Es un juego que al parecer Zamora inventó para que Leñero urdiera después un documento realista a partir de la ficción, al revés de lo que sucede la mayor parte de las veces.

“Manual para vendedores” es una crónica del engargolado que le envía un viejo amigo de la primaria, a quien no recuerda. Es vendedor. Se cita con él en un café y no cesa de contestar llamadas al celular. Leñero se va. Pasa un tiempo y se arrepiente, siente culpa y le llama. Hay una sorpresa final que no develo, lo que da a la pieza un remate de cuento.

Recuerdo escrito en primera persona del presente, “Mañana se va a morir mi padre” trata sobre el día en el que revisan a su padre por un posible tumor en el cerebro. La cosa viene de unos meses atrás, desde que su viejo entró en el deterioro anticipatorio del fin. Aparecen su hermano y su hermana, su madre, su cuñada, su esposa Estela y, claro, su padre tendido en la cama, perdida la mirada, débil, frente a un tal doctor Del Cueto. El título es elocuente: revive el día anterior a la muerte de su padre y lo que hicieron sus familiares.

“El ajedrez de Casablanca” es la historia de la jovencita Julia María, ajedrecista michoacana huérfana que en la Ciudad de México ganó una beca para mejorar su ajedrez. Vive con sus tíos y consigue el trabajo de acompañar a cierto viejo en un asilo, quien la contrata para jugar. No le paga las partidas y le regala un tablero que supuesta, que mañosamente perteneció a Capablanca. Como siempre en los relatos de Leñero, se siente la naturalidad de una prosa oscilante entre lo literario y lo periodístico, magnética.

Especie de cuento con preámbulo y conclusión, no muy logrado, es “El flechazo”. La nieta de Leñero le pide un cuento de amor. Él lo escribe. Trata sobre un joven representante de compañías farmacéuticas que está de visita en Salvatierra, Guanajuato. En el consultorio de un doctor conoce a la recepcionista Glafira y de inmediato se enamora de ella. No digo más. Es un relato simple, casi elemental y creo prescindible.

“La pequeña espina de Alfonso Reyes” aborda una acusación ¡de plagio! Al más importante escritor mexicano del siglo pasado. Hizo su defensa José Emilio Pacheco, quien al parecer dejó noqueados a los detractores que en su momento aprovecharon una bicoca para echar pestes contra el polígrafo.

Relato de una especie de administrador o lavador de dinero de los narcos tijuanenses es “La noche del Rayo López”. Desde el meollo de la delincuencia, el empleado de los criminales habla sobre los tratos entre capos, y particularmente de una fiesta donde manda “Benjamín”; también, de una reunión convocada por el pesado Félix Gallardo. Es un texto que basa su eficacia en la oralidad trocha, siempre brutal y pedestre, de los narcos.

El último texto es “Queen Federika”, una especie de memoria parcial sobre su paso juvenil por la España franquista y el regreso a América en un barco de octava categoría.

Libro misceláneo, insisto en que no es de los más importantes en la producción de Vicente Leñero; Mucho más gente así (creo que el título debió ser “mucha”) contiene piezas estimables, otras regulares y una o dos dignas de supresión y olvido. En cualquier caso, es un título cómodo, útil para la convivencia relajada con uno de los mejores escritores-periodistas que nos dio el siglo XX mexicano.

miércoles, junio 26, 2024

Crepúsculo de GGM

 











Recuerdo la reticencia con la que Julio Scherer describió su último encuentro con Gabriel García Márquez. Lo cuenta en Vivir (Grijalbo, México, 2012), uno de los muchos libros que escribió el periodista mexicano en la etapa final de su andadura. En el trozo que dedica al colombiano se nota que el fundador de Proceso no quiere enfatizar lo que contemplan sus tristes ojos: el declive del amigo, ya ostensible en el deterioro de su memoria, lo que anunciaba la muerte del premio Nobel 1982.

Esto que un mediodía de 2014 conmovió a Scherer fue vivido con desgarramiento, durante varios meses, por Rodrigo García, hijo del novelista. O no sólo por él, sino también por Mercedes Barcha y Gonzalo, esposa y segundo hijo del escritor que en su casa de la Ciudad de México se fue apagando hasta partir un Jueves Santo. El relato de este crepúsculo fue publicado años después, en 2021, por Rodrigo en el libro titulado Gabo y Mercedes: una despedida (Literatura Random House, México, 139 pp.).

Es un libro de género híbrido, pues lo mismo participa de la memoria, la crónica y el testimonio. Rodrigo García se instala en el presente y observa el ocaso de su padre. Así, da cuenta cronológica del apagamiento y la circunstancia que rodeó a su famoso padre en aquel periodo de conclusión. En medio de tal relato, innegablemente doloroso, recuerda situaciones, anécdotas, rasgos de Gabo vinculados a su vida creativa y al entorno familiar. Se trata pues de una mirada no sólo cercana al escritor, sino prolongada, ofrecida desde la perspectiva de quien de manera natural, como hijo, ha podido ver y escuchar al laureado narrador en su círculo más íntimo.

Así, la crónica del gradual apagamiento de GGM permite avanzar hacia el pasado y, también, hacia las reflexiones de Rodrigo frente al hecho cierto de que un talento extraordinario está por extinguirse. En algún punto expresa su duda: no sabe si tomar nota del declive de su padre, para luego escribir, es un acto prudente o impudente, pues sabe que este tipo de acercamiento podrá ser tomado como oportunismo: "Me aterra la idea de tomar apuntes, me avergüenzo mientras los escribo, me decepciono cuando los reviso. Lo que hace al asunto emocionalmente turbulento es el hecho de que mi padre sea una persona famosa. Más allá de la necesidad de escribir, en el fondo puede acecharme la tentación de promover mi propia fama en la era de la vulgaridad. Tal vez sea mejor resistir al llamado, y permanecer humilde. La humildad es, después de todo, mi forma preferida de la vanidad. Pero, como suele ocurrir con la escritura, el tema lo elige a uno, y toda resistencia sería inútil". Al final decide, momento tras momento, seguir con el registro en estampas, en tramos cortos, del ocaso material de quien escribiera Cien años de soledad, y gracias a esto tenemos hoy la crónica de una muerte contada desde dos cercanías: la física y la del corazón.

"Mi padre se quejaba de que una de las cosas que más odiaba de la muerte era el hecho de que sería la única faceta de su vida sobre la que no podría escribir. Todo lo que había vivido, presenciado y pensado estaba en sus libros, convertido en ficción o cifrado. 'Si puedes vivir sin escribir, no escribas', solía decir. Yo estoy entre los que no podrían vivir sin escribir, por eso confío en que me perdonaría", señala Rodrigo García Barcha casi en el cierre del libro. No podemos saber si su padre lo perdonaría; nosotros, sin duda.

miércoles, marzo 17, 2021

Setenta de JJB

 











En julio de 1976 el presidente Echeverría movió sus tentáculos para que se consumara el golpe contra Excélsior, es decir, la salida de Julio Scherer y muchos de sus colaboradores, entre ellos Manuel Becerra Acosta, subdirector del diario. Poco después, mientras Excélsior era ya dirigido por el sinuoso Regino Díaz Redondo, Scherer fundó Proceso, Octavio Paz (quien dirigía Plural) fundó Vuelta y Becerra Acosta, hacia 1977, encabezó la aparición de Unomásuno. El segundo lustro de los setenta fue, por esto, un momento de cambios bruscos y favorables para el periodismo mexicano, un crack que urgía como contrapeso de la agusanada relación prensa-gobierno.

También los géneros periodísticos se vieron rehidratados. El reportaje y la entrevista alcanzaron notables registros de calidad en Proceso, los géneros de opinión tuvieron más libertad en las nuevas publicaciones y la crónica se convirtió en un género cada vez más visible en las páginas de revistas y periódicos. Unomásuno fue un periódico rupturista en diseño y contenido, y fue allí donde José Joaquín Blanco comenzó a publicar textos que miraban de una manera distinta a la capital del país. La prosa, llena de giros expresivos cultos y populares, chisporroteante, comenzó a ser crítica sin tropezar en el lloriqueo o el panfleto. Los pasos del cronista lo llevaron a moverse en todos los escondrijos de la ciudad y narrar sus andanzas con garra y crudeza, sin eufemismos.

En una crónica titulada “Cronista del PSUM”, Blanco observó lo siguiente: “Unomásuno era el periódico de todas mis ilusiones, y le estaba particularmente agradecido a Becerra Acosta por no sólo permitirme, sino hasta solicitarme todo tipo de ‘barbaridades’, impublicables entonces en otros medios (recopiladas parcialmente en Función de medianoche, 1981). Ninguna le parecía suficientemente atroz, escandalosa o inconveniente; me incitaba a ir cada día más allá, en asuntos, en lenguaje, en perspectiva crítica, en inconveniencias y sarcasmos. Nunca lograba epatarlo con mis crónicas ‘escandalosas’ de la vida cotidiana o subterránea de la ciudad de México. Cuando ya me sentía todo un enfant terrible del periodismo, y tenía disgustado y escandalizado a medio mundo, al grado de construirme una pequeña fama de ‘amargado y disoluto’, por esos relatos urbanos que adrede cargaban la tinta en los rincones sórdidos, trágicos o depresivos de la sociedad capitalina, para Becerra Acosta todavía ni siquiera empezaba yo a mirar ‘con verdaderos ojos dostoyevskianos’ la realidad mexicana. Algunas de las más ruidosas o tenebrosas de esas páginas fueron escritas en plan de reto, para ver si por fin me pasaba de la raya, lo escandalizaba, y se veía obligado a rechazarlas o a censurarlas; no lo conseguí”.

El libro que menciona fue un batazo en mi cabeza, tanto que de inmediato me impuse la obligación de intentar algo parecido en La Laguna, mi entorno. El fruto obtenido resultó magro, pero eso lo supe años después. Lo importante estaba en otro lado: gracias a Función de medianoche, que este año cumple cuatro décadas, supe que el periodismo podía tener el impulso de la literatura, que escribir bajo presión no justificaba desdeñar el tratamiento estético de la prosa ni extraviar la mira de lo cotidiano, de la incesante y torcida realidad.

Luego hallé otros libros de JJB, como Las púberes canéforas, El castigador, Un chavo bien helado y Postales trucadas, entre muchos más, pero siempre me quedó zumbando en el alma la idea de que Función de medianoche nunca dejaría de ser, y lo es hasta hoy, mi favorito. Su autor nació el 19 de marzo de 1951, así que pasado mañana cumple setenta. Estas palabras desean recordarlo con afecto y admiración.

miércoles, octubre 16, 2019

Pacheco por Villoro
























Una de las ventajas de la colección Opúsculos publicada recién por El Colegio Nacional es que cada uno de sus títulos, obvio, es un opúsculo, es decir, una obra de extensión breve. Supongo que su distribución, como ocurre con todas las publicaciones auspiciadas por instituciones no dedicadas exclusivamente a la edición venal de libros, es, por decir lo menos, complicada. En mi caso, he encontrado estos títulos sólo en ferias del libro.
La semana pasada comenté uno de Luis Fernando Lara, y espalda con espalda, como se dice en el beisbol cuando dos peloteros pegan jonrón uno tras otro, tomé La vida que se escribe (2017, 59 pp.), opúsculo escrito por Juan Villoro. ¿De qué trata? El subtítulo lo aclara: “El periodismo cultural de José Emilio Pacheco”. Este puñado de páginas es, pues, un recorrido por el trabajo de Pacheco vinculado sobre todo a un producto: la columna “Inventario” nutrida durante cuatro décadas en diferentes periódicos y revistas, una suerte de proeza de la persistencia periodística.
En su paso por el Excélsior de Scherer y hasta el golpe del 76, Pacheco afinó lo que luego sería una de las aportaciones clave de Proceso. Sin dejar de manejarse con rigor, “El autor de Inventario fue ensayista desde el periodismo, lo cual equivale a decir que logró que la erudición pactara con los favores de la claridad y los imperativos de la hora”, dice Villoro. Esto significa que su columna solía detenerse en efemérides o conectar con hechos que la coyuntura informativa ponía en las primeras planas de los diarios, y esto le exigió un despliegue inagotable de temas y registros.
Sólo quien ha alimentado una columna a la manera de “Inventario” durante varios años sabe lo complicado que es no dejarla morir de inanición. Llueve o truene, el columnista a la manera de JEP trabaja las 24 horas aunque su colaboración semanal, quincenal, pueda ser leída en diez o quince minutos, pues detrás de cada entrega hay lecturas, cruce de datos, cuidado con el estilo y paciencia para no dejarse arrastrar por la sensación de vacío e inutilidad, dado que todo trabajo, por reconocido que parezca, hace un surco en el ánimo donde luego puede germinar cierta decepción por haber consagrado la vida al texto efímero.
Para nuestra alegría, los “Inventarios” de JEP no fueron aportes pasajeros, pues la mayoría permite relecturas sin merma de placer. Pacheco “aceptó el enciclopédico y extenuante desafío de ser Diderot una vez a la semana”, apunta Villoro. Tiene razón, y por esto aquellos “Inventarios” siguen gozando de cabal salud.

sábado, marzo 17, 2018

Memoria del poeta y del futbolista*




















La raíz indoeuropea mer, que significa “recordar”, “cuidar”, produjo en latín memor, “el que recuerda”, y palabras en español como “conmemorar”, “memorable”, “memorándum” y “memoria”. Con esa misma raíz tiene algo que ver la palabra griega “mártir”, y todas se relacionan con el asombroso acto humano de conservar en algún sitio la idea de los hechos y los personajes idos, de recordar, palabra cuya etimología es todavía más bella: “recordar” es traer de nuevo al corazón, re-cordis. Aunque no todos los recuerdos son gratos, solemos asociar esta palabra con la felicidad que implica traer desde el pasado, en términos de fantasmagoría, aquello que alguna vez nos alegró y tiene la capacidad de seguir haciéndolo. Eso ocurre precisamente con la memoria de los seres admirados y queridos.
Ex futbolista y periodista deportivo, Roberto Gómez Junco (Monterrey, 1956) ha consumado en El ilustre pigmeo su primer libro, un emotivo recuerdo (re-cordis) de Celedonio Junco de la Vega, su bisabuelo poeta. Para articularlo ha procedido con una mezcla de respeto, desenfado y humor, y el resultado me parece digno de lectura porque en él se amalgaman con fortuna al menos dos géneros: por un lado, se trata de un esbozo de biografía, la del poeta Junco de la Vega, y paralelamente una especie de memoria personal, la del ex jugador de futbol y hoy periodista. El pespunteo entre ambos relatos configura y hace ameno el trayecto en las páginas de El ilustre pigmeo.
La parte, digamos, biográfica del poeta es asumida con cauteloso fervor por el bisnieto, quien varias veces declara no tener toda la información que necesita para reconstruir con detalle la andanza vital del personaje. Quedan, para indagarlo, sus textos publicados, los artículos y sobre todo la poesía, pero no las pistas que ayuden a reconstruir los ires y venires más mundanos del bisabuelo. El autor debe ceñirse entonces a lo que hay disponible sobre su mesa de trabajo: ecos de conversaciones familiares y vagos recuerdos sobre la gravitación íntima que don Cele siguió teniendo tras su muerte. No hay mucho, pues, para adentrarse en la cotidianidad del personaje. Lo que sí abunda, por suerte, es lo que dejó escrito. Muchos epigramas en clave satírica y numerosos poemas cuya factura, así tengan el registro emocional y léxico de la época, siguen pareciendo muy logrados, actuales. En efecto, Celedonio Junco de la Vega escribe como poeta de su tiempo, es decir, hay en él un eco del Modernismo que propagó Darío, pero así como el nicaragüense sigue vivo, muchos de sus buenos epígonos, aunque olvidados, persisten hasta nuestros días en el alcance de la belleza. Para los poetas de aquella hora era imposible prescindir del metro octasilábico y endecasilábico, de la estrofa y de la rima consonante; se ceñían a esos corsés hoy abandonados debido al asentamiento del verso libre, pero quienes, como don Cele, tenían talento, lo hacían con gracia cuando se trataba del piezas jocosas, y de hondura, cuando el tema ameritaba gravedad.
Roberto Gómez Junco cita muchos epigramas cuya agudeza cala hondo pese a la pequeñez del alfiler. En algún momento se pregunta si su bisabuelo fue un gran poeta, y sospecho que lo hace por una razón intuida: ciertamente, los epigramistas de periódico o de sobremesa podrán ser muy leídos y celebrados mientras viven, pero siempre son considerados menores y muy pronto pasan a ser reclutados por el olvido. Es el caso de mi paisano Campos Díaz y Sánchez, quien durante muchos años, además de cabecear notas, escribió notables epigramas para la sección editorial de Excélsior (el Excélsior de Scherer) y a quien hoy casi nadie recuerda. Celedonio Junco sería un poeta menor si sólo se conservara su producción epigramática, y más olvidado estaría si sólo quedaran sus artículos, pero no es así. Por las muestras de poesía grave que el bisnieto dispensa en su libro, advertimos que Celedonio Junco de la Vega supo deambular con solvencia por la poesía seria, no zumbona ni coyuntural. En alguna página del libro, por ejemplo, el bisnieto cita un poema bárbaro dedicado a la memoria de su padre (padre de don Celedonio), que no obstante su brevedad contiene la desgarrada perfección de una obra maestra:

Nueve años ya que el último latido
marcó tu corazón en bien fecundo;
nueve años ya, y aún vibra en nuestro oído
el adiós de tu labio moribundo.
Fuiste en la lucha de la vida roble
que queda en pie tras la borrasca fuerte
tan sólo se abatió tu frente noble
ante un rayo implacable: el de la muerte.
¿Qué ha quedado de ti?; tu nombre escrito
en un mármol que cubre polvo helado
tu espíritu vagando en lo infinito,
y tu recuerdo en nuestro hogar honrado.
Mi frente triste ante la tumba inclino,
que tu ceniza venerada encierra;
mañana, ¿qué me espera en mi camino?,
¿cuál mi suerte será sobre esta tierra?
Cuando cerrados a la luz mis ojos,
duerma ese sueño de la tumba fría…
¿quién regará con llanto mis despojos?
¿en qué memoria quedará la mía?

Como se puede oír, hay más que accidental calidad en esta pieza. El poeta tenía apenas 22 años y ya podía trabajar con malicia el hipérbaton (“Fuiste en la lucha de la vida roble”, “que tu ceniza venerada encierra”…), la unidad del campo semántico (“borrasca”, “helado”, “frío”…), el adjetivo novedoso (“labio moribundo”, “rayo implacable”, “ceniza venerada”…), y junto con el dominio de la forma, el del fondo, acaso más difícil pues comporta una madurez difícil de creer a menos que la atribuyamos a la precocidad. Gracias a un poema como éste es posible responder a la pregunta de Roberto Gómez Junco: ¿don Celedonio era un buen poeta? Sí, lo era, y harto precoz por si pareciera poco.
Mezclada con la biografía un tanto aneblada del bisabuelo, corre en buena parte del libro la vivencia del autor en relación con su deseo obsesivo por conocer aquella vida. No sólo vemos aparecer, poco a poco, desde la penumbra del tiempo, borrosa, la figura del Celedonio Junco de la Vega, sino también al hombre que la acerca hacia nosotros, es decir, este libro también cuenta los afanes del autor por destacar en el deporte y al alimón servirse de la lectura en un medio completamente ajeno a las preocupaciones intelectuales, como si no se resignara a ser completamente futbolista y de alguna manera, como lector, rendir tributo al bisabuelo artista que deambula por sus sangre. En el este zigzag entre las vidas del poeta y del futbolista que opina sobre su deporte, los lectores dialogamos con un libro sabroso, interesante y bien escrito, un recipiente para dos memorias que, cada cual a su modo, persistirán en el recuerdo de muchos que los hayan leído o visto jugar con la palabra y el balón.

Comarca Lagunera, 15, marzo y 2018

*Texto leído en la presentación de El ilustre pigmeo (Roberto Gómez Junco, Font, Monterrey, 2017, 168 pp.) celebrada el 16 de marzo de 2018 en el marco de la Feria Universitaria del Libro UANLeer 2018. 

miércoles, enero 07, 2015

Don Julio












Publiqué este pequeño artículo hace 19 años, en 1996, tras el retiro de Julio Scherer de la dirección de Proceso. Apareció originalmente en la revista Brecha, de Torreón, y nunca lo había puesto en línea; hoy, tras la muerte del gran periodista, lo reciclo pese a la ingenuidad de algunas afirmaciones allí expuestas y a reserva de escribir algo más amplio para el semanario argentino Miradas al Sur.

Para lograr una ponderación aproximada de la trayectoria que Julio Scherer ha descrito habría que parafrasear a Tomás De Quincey: el director de Proceso convirtió al moderno periodismo mexicano en una de las bellas artes. La afirmación parece, de entrada, hiperbólica. Sin embargo, quien haya frecuentado las páginas del semanario fundado el 6 de noviembre de 1976 sabrá bien que los elogios a Scherer y a su equipo podrán ser exagerados, pero siempre justos. Él, ellos, todos los que han edificado al “Semanario de información y análisis” no saben el tamaño del favor que le han hecho a la realidad nacional, obstinada como pocas, debido a la cerrazón del sistema, en no deponer su tradicional juego de máscaras y en tener al embute convertido en una especie de perpetuo cordón umbilical.
Luego del golpe contra Excélsior en el que mañosamente botaron a Scherer, Proceso tomó la palabra crítica que Echeverría quiso cercenarle al periodismo mexicano. Fueron años heroicos aquellos en los que don Julio y sus solidarios compañeros fundaron cisa y emprendieron la aventura del semanario más punzante que se recuerde en la historia de México. Si en 1976 la relación prensa-gobierno estaba signada por una red de complicidades y amiguismos, en 1996 la tenebrosa red es menos densa gracias a que de Proceso ha dimanado el ejemplo de un quehacer periodístico comprometido no con el Estado, sí con el lector, y sí con el esclarecimiento de la verdad en este país poco acostumbrado a indagar en los entresijos de su realidad política, económica y cultural.
Claro que la tarea no ha sido sólo de Proceso; a la revista se sumaron, poco después, el unomásuno de Becerra Acosta, La Jornada, El financiero y otros espacios de la capital y de provincia que en dos décadas han revolucionado al periodismo nuestro de cada día (o de cada semana) y lo han ubicado entre los mejores que se practican en el mundo. Los reportajes de Proceso, por ejemplo, son paradigmas de lo que es la investigación periodística llevada a los extremos del arte y del método científico. Los cartones de Rius y de Naranjo incentivaron a un ejército de moneros cada vez más incisivo y jocoso; de hecho, en la actualidad se puede asegurar que la caricatura política y social mexicana es una de las cinco mejores del mundo, y quien lo dude vea por ejemplo qué monos tan ingenuos, tan chafas, publican muchos diarios de España. Esto mismo podría decirse en el caso de los suplementos culturales, que gracias a Fernando Benítez y a unomásuno se convirtieron en espacios imprescindibles de muchos lectores mexicanos que hoy día compran el períódico sólo por sus espacios culturales.
Asimismo, Proceso abordó los deportes y los espectáculos de una manera diferente a la tadicional y marcó un giro que otros medios asumieron y fomentaron: la farándula y el deporte ya no iban a ser más los territorios propicios para la práctica de un periodismo frívolo, sino que iban a ser tratados como manifestaciones de la cultura popular y áreas de interés político y económico cuyas implicaciones en la vida cotidiana son innegables y profundas.
Este es, pues, un breve esquema de lo que Proceso y otros medios le han dado al lector mexicano. Y aunque don Julio se esconda y no permita los elogios que merece, él tiene mucha culpa del avance que en los últimos veinte años ha manifestado nuestro periodismo. Falta bastante por hacer, pero don Julio, a un mes de una merecidísima jubilación, ya no puede zafarse de su quizá incómoda condición de cimiento. Por ello, desde algún rincón del norte mexicano: gracias, señor Scherer.

viernes, abril 09, 2010

Un cerillo en la tiniebla



“Azotado” es una palabra que usan algunos para definir a quien se toma demasiado en serio. ¿Y qué es tomarse demasiado en serio? ¿Cuándo estamos ubicados en lo justo y cuándo rebasamos los límites que permiten apreciar el “azotamiento”? La medida ha cambiado, es cultural, por supuesto. Lo que antes era percibido como normal, bueno, equilibrado, ahora es “azotado”. En el arte se nota mucho esto, tanto como en ningún otro quehacer. Las obras artísticas que hoy no ofrezcan ironía, humor, malicia lúdica casi ante cualquier tema, pasarán como “azotadas”. Por eso Lipovetsky dedica todo un capítulo al dominio del humor en la comunicación actual, y por eso José Joaquín Blanco, al analizar el estado de la novela mexicana en los años recientes, subraya el triunfo del entretenimiento (o sea, del no azotamiento) sobre cualquier otro propósito que busque abrazar el ejercicio narrativo.
Para evitar el azote, las artes han tendido al relajamiento de la tensión que producen los temas trágicos. Para algunos eso es una forma nada sutil de la frivolización, de la banalización. Los temas son abordados pues con cierto enfoque socarrón, como si los autores se dieran cuenta de que todo espectáculo humano, por doloroso que sea, puede ser trabajado con una especie de pátina risueña. Cuando el tema es festivo, jocoso, alegre, no hay tanto problema: el receptor entiende que la pachanga debe ser abordada con tono pachanguero. El problema aparece cuando el tema es trágico. ¿Es legítimo que un artista añada ingredientes humorísticos a lo que es visceralmente penoso? En cierto momento, alguno temas literarios impregnados per se de horribilidad fueron abordados con tono campechano, como si en sí mismos no fueran asqueantes. Fue el caso de la novela sobre dictadores que en algún momento escribieron Valle-Inclán, Roa Bastos, Asturias, García Márquez, Carpentier y Vargas Llosa, entre los más salientes. Todos sabíamos que los gorilas reales no eran sujetos de risa, sino siniestrísimas alimañas capaces de lo peor. Sin embargo, no falta en los autores mencionados una buena dosis de humor negro en cada una de las novelas que escribieron. Finalmente, el problema de los dictadores estaba relacionado con la niñez de nuestras democracias, y todo fue que maduráramos un poco para que desaparecieran los dictadores en el sentido latinoamericano del término. Lo escritores pudieron, por tanto, abordarlos con humor, como si fueran objetos de risa (vale decir que Monterroso se negó a escribir sobre ese tema; supongo que, como sabía que su obra tendía al humor y los dictadores le parecían monstruosos, no halló forma de justificar ninguna broma en un relato sobre gorilas).
Ahora bien, ¿qué hacer literariamente con el tema del narco? Lo que viene es apenas un pálpito, una vaga idea de lo que percibo en el movedizo ambiente de hoy. Mientras el narco estuvo en lo suyo, mientras las aguas de sus actividades no se desbordaron, los escritores pudieron encarar el tema con algo de sorna. Por citar el caso más notorio, la obra de Élmer Mendoza aborda así el asunto, hay humor negro en sus historias. Podemos ubicarlo pues en una era previa a lo que pasa ahora, esta otra era de decenas de muertos diarios, de crímenes horrendos contra quien sea, de estado salvaje. Si antes a los escritores se les permitía juguetear, fabular, reír, imaginar, ahora parece, o es, una grosería andarse por esas ramas. Además, y como he dicho en otro momento, no creo que haya escritor que al final no deba trabajar más con la imaginación que con otra herramienta para entrar en ese tema, así como no creo que haya narco que termine por escribir extraordinarias novelas sobre el mundo que directamente conoce.
Con el periodismo pasa algo similar. El crimen organizado es tan peligroso y hermético que para tener una mínima expresión real, periodística, sobre él, es necesario ser Scherer, cuyo reciente trabajo ha encendido un cerillo en medio de la tiniebla de la que sólo hemos especulado. Por eso vale, pese a todo.