Quizá
no lo advertimos, pero vivimos rodeados de reglas que limitan nuestra libertad
y hacen posible, así sea tortuosamente, la convivencia. Ser libres a planitud
sólo es viable en el plano de la imaginación o la utopía, dado que todas las
libertades juntas para todos crearían un caos ingobernable y destructivo. La
única manera de sobrevivir en el gregarismo es, pues, renunciando en buena
medida al ejercicio de la libertad absoluta. Esta es la razón por la que
admitimos el “contrato social”, el acuerdo en el que cada cual deja de lado
parte de su libertad para hacer posible la convivencia. Alguna vez explicaba
esto a unos jóvenes y usé el ejemplo del semáforo: uno puede creerse muy libre
y lo que quiera, pero al final debe acatar el rojo y el verde. Debe detenerse y
debe avanzar, tal es el acuerdo, y por más que decida ser libre y pasar en rojo
o detenerse en verde, el gusto no duraría mucho.
Pienso
en este contrato, en esta inevitable pérdida de una pequeña libertad, al
convivir con los vecinos: es ineludible a menos que uno compre una isla griega
y allí, sin metáfora, se aísle de las molestias colectivas. Pero como tal
privilegio es de consecución imposible, uno tiene que admitir la cercanía de
vecinos que a su vez admiten la de uno, y es aquí donde opera el contrato
social más inmediato.
Mientras
no se descubra un sistema estrictamente solidario e infalible, una sociedad sin
egoísmo ni competencia, uno debe aceptar y acatar algunas reglas mínimas de
convivencia. En mi entorno y en casi todos lados trato de ser invisible y
molestar lo menos posibles. Al menos procuro ser consciente de mi condición de
vecino y, por ello, no generar problemas. Sé que es complicado, pero al menos
lo intento. Entre la lista de ítems que noto perpetrados en el lugar donde vivo
están 1) música estentórea, 2) botes de basura en la calle cuando no pasa la
recolección, 3) vehículos yonqueados, 4) absoluto desapego al aseo de
banquetas, 5) defecación y otras miserias de mascotas ajenas, 6) derramamiento
frecuente de agua provocada al lavar carros. Hay otros más sutiles que no cito,
pero todos los que menciono se dan multiplicados en mi espacio vecinal.
¿Hay remedio para esto? No. He comprobado que no lo hay, pues hacer señalamientos genera malestar y a veces odio, de modo que es mejor resistir, callarse y esperar pasivamente lo imposible: que el vecino renuncie a las pequeñas libertades que se da sin reparar en el fastidio de los otros. Es imposible, insisto, así que mejor apechugar y aprender a convivir con vecinos que jamás han oído hablar de ningún maldito contrato social.