Sabido
es que hasta no hace mucho tiempo la literatura policial, detectivesca y
criminal (llamémosle provisionalmente de estas tres maneras en consideración a
sus vertientes más señaladas) no tenía muchos cultores en México. Puede decirse
que mientras en otros países los autores de esta literatura escribían sagas a
la manera de Agatha Christie y Georges Simenon, en México no fue sino hasta la
aparición de Belascoarán Shayne cuando surgió el primer creador dedicado casi
exclusivamente al género: Paco Ignacio Taibo II. Por supuesto que antes lo
trabajaron algunos otros escritores como Antonio Helú, María Elvira Bermúdez,
Rodolfo Usigli y Rafael Bernal, pero ninguno con un proyecto compacto y seriado
al modo del de Taibo II. Esto, lo sé, puede ser debatible, pues Helú había
creado veinte años antes a Máximo Roldán, pero, a diferencia de Belascoarán Shayne,
no tuvo una secuencia larga de apariciones literarias ni alta gravitación entre
los lectores, lo que sí logró Taibo II con su investigador protagónico y sus
pesquisas del crimen.
En
1955, hace justos setenta años, apareció publicada por Ediciones Libro-Mex un
libro peculiar: Los mejores cuentos
policiacos mexicanos. Esta compilación, no necesariamente antológica, fue
organizada por María Elvira Bermúdez (Durango, 1916-Ciudad de México, 1988),
quien además de prologarla incluyó uno de sus cuentos. Luego del prólogo, la
maestra Bermúdez —por cierto duranguense ilustre pero lamentablemente no muy
conocida— añadió una bibliografía que es casi nomás una hemerografía. Cita allí, aunque por desgracia sin anotar fechas, una publicación
mexicana de índole policial. La mayor parte de los ítems se refieren a cuentos
publicados por diversos autores en la revista Selecciones Policiacas y de Misterio. De ella tomó Bermúdez el
grueso de los cuentos seleccionados, seis en total, por lo que es lógico
conjeturar que, salvo esta publicación, no abundaban los libros del género ni más
revistas.
En
la nota “El semillero ‘noir’ en México” (suplementó Confabulario, El Universal,
sin fecha en línea), Perla Holguín Pérez comparte excelentes datos sobre la
revista mencionada. Dice por ejemplo que “Selecciones
Policiacas y de Misterio fue la primera revista mexicana dedicada
exclusivamente a la narrativa policial y de misterio. En ella se incluyeron
tanto cuentos como novelas; comenzó a publicarse en marzo de 1946 y se mantuvo
en circulación hasta 1953, posteriormente, con algunos cambios hasta 1961. Fue
creada por el escritor, guionista y director cinematográfico Antonio Helú (San
Luis Potosí, 1900-Ciudad de México, 1972)”.
Llamar
“semillero” a tal publicación es exacto, pues la compilación de Bermúdez casi
se nutre de cuentos previamente publicados en aquellas páginas (cuatro de las
seis piezas del libro fueron acogidas en su primera aparición por Selecciones…). Llama la atención que la
compiladora tome como base para armar el racimo de ficciones casi un solo medio;
esto significa que lo policial no tenía mucha salida en otras revistas o libros
contemporáneos, lo que de paso mueve a suponer que la reunión elaborada por
Bermúdez es la primera de su tipo en nuestro país.
El
breve libro (141 pp.) abre con un epígrafe de Alfonso Reyes, quien en el 55 aún
vivía (le faltaban cuatro años para morir): “¡Interés de la fábula y coherencia
en la acción! Pues, ¿qué más exigía Aristóteles? La novela policial es el
género clásico de nuestro tiempo”. Traer estas palabras del polígrafo
regiomontano parece un espaldarazo ante la conocida minusvaloración del género policial
que todavía se daba aquí en aquella época: si Reyes lo reconoce —parece decir la
compiladora—, significa que el género es bueno.
El
prólogo de Bermúdez tiene un aire de justificación: se siente en él que además
de explicar las características de lo policial, lo válida ante un lector,
suponemos, todavía algo rejego para aceptarlo como literatura y no como
artificio de segundo orden. “En la epopeya moderna (como tal califica Roger de
Caillois la literatura policiaca) el deus
es machina que pone en claro todos los enigmas y crea la más pura armonía
entre los hechos, las cosos y los seres, encarna en el detective, al que yo una
vez consideré también como un moderno desfacedor de entuertos que se arma
caballero el emprender la cruzada contra el crimen: ha trocado le lanza per la
lupa y el escudo por el revólver, pero continúa siendo un caballero”. Se
refiere aquí a la literatura de enigma, sin efusión de sangre, bajos fondos ni tipos
duros, es decir, a los juegos de lógica a la manera holmesiana.
Luego,
acota (recordemos que explica esto en 1955): “En España y en los países
hispanoamericanos el acervo literario detectivesco es muy raquítico en virtud,
precisamente, de la ausencia de esas circunstancias [grandes urbes y
sofisticados equipos forenses]. Pero, a mi parecer, la subestimación del
escritor latino, y en particular, del mexicano, hacia el tema policiaco, tiene
causas mucho más profundas: el inglés y el estadounidense tienen para la ley un
respeto y una confianza que, sean o no espontáneos y sinceros, marcan siempre
su fisonomía colectiva. Cuando son víctimas de un atropello, acuden a la
autoridad y dejan a su cargo la reparación del daño y el castigo del
delincuente”.
La
situación es muy distinta, dice Bermúdez, en nuestros países, tanto que lo
policial acá no es literatura digna de “amoroso cultivo”. Añadió: “El latino,
el hispano-americano y sobre todos, el mexicano, se distinguen en cambio por un
escepticismo sin recato hacia el poder de la justicia abstracta y por un desdén
amargo hacia la actuación de los depositarios de la justicia concreta. Para el
mexicano, revancha es sinónimo de justicia; y la revancha sólo de sí mismo
puede dimanar y convertirse en acto. Por ese motivo, es él en persona quien
venga los agravios que le han sido inferidos; y también por esa causa, le tiene
sin cuidado la persecución de la justicia”.
Más
allá de las puntuales observaciones de Bermúdez, es un hecho que fue hasta los
setenta cuando nuestro noir comenzó a
despuntar con mayor llegada a los lectores, y no se diga lo que pasó a partir
de los noventa con narradores como Juan Hernández Luna y sobre todo Élmer
Mendoza, quienes en un momento (vigente hasta la fecha) de inseguridad extrema
en el país atrajeron a una legión de escritores que aún hoy escriben, publican,
participan en encuentros y ferias, y extraen, con diferente fortuna, jugo al
tema de la violencia y las vicisitudes para perseguirla y castigarla, sea legal
o ilegal la procuración de tal justicia.
Las
piezas engarzadas por Bermúdez muestran una especie de “estado de la cuestión”
hasta 1955. “Las tres bolas de billar”, de Antonio Helú (“pionero de la
literatura policiaca en México”, según Bermúdez), es un relato que aparece en La obligación de asesinar (1937), quizá
uno de los primeros libros de cuentos policiales mexicanos, si no es que el
primero. Su trama es un poco enredada e inverosímil, pues aborda un triple
asesinato en la sede de un YMCA, dentro de su área de juegos. Matan a unos
sujetos con bolazos de billar e inmediatamente después del hecho ocurre que
Máximo Roldán, quien se encontraba allí, resuelve el caso anudando las pistas
que dejó el hecho. Lo importante aquí es el desafío intelectual que plantea la
resolución del delito, no el delito en sí, por eso el cuento termina cuando se
aclara el enigma sin que importen las consecuencias del desaguisado.
Le
sigue “De muerte natural”, de un icono del policial mexicano: Rafael Bernal
(Ciudad de México, 1915-Berna, Suiza, 1972), el famoso autor de El complot mongol (1969). Como en el
cuento anterior, aquí lo importante es el enigma que resuelve el pintoresco
Teódulo Batanes: gracias al fortuito encuentro de una aguja hipodérmica (cuando
no eran desechables) y otras pruebas logra descifrar un crimen cometido en una
casa de recuperación atendida por monjas. El tono es similar al de Helú,
socarrón, como si una muerte fuera el hecho ideal sólo para divertirse con la
aclaración del enigma. La trama plantea cierta inocencia, la aclaración de un
delito a partir de una causalidad muy próxima a la casualidad.
Más
o menos el mismo tono picaresco (por picaresco me refiero al de la picaresca
española) de los dos cuentos anteriores tiene “El muerto era un vivo”, que como
subtítulo apunta entre paréntesis que se trata de “Una aventura de Péter Pérez,
el genial detective de Peralvillo”, escrito Pepe Martínez de la Vega (SLP,
1907-Ciudad de México, 1954). Otra vez, a esclarecer una muerte acudirá el
investigador. El tono es de cierta chacota desde el principio y el narrador
omnisciente lo sostiene en figuras jocosas aunque gratuitas: “Tras de
cerciorarse del nombre de la calle por donde iba, el ciclista se detuvo frente
al número 135 y se acercó al timbre eléctrico para hacer lo que los líderes
hacen con el obrero a la hora de cobrarle la cuota sindical: oprimirlo”. O: “El
espectáculo que se ofreció a la vista de Péter y del sargento era horrible, tan
horrible como el mercado de San Juan,
pongamos por caso”. Se refiere al crimen de un comerciante en el que Juan
Vélez, una especie de Watson chilango que trabaja junto a Péter Pérez, se
adelanta y acusa a la esposa del asesinado, pero ya sabemos que no tiene razón,
pues el apego al rígido esquema de Conan Doyle reserva el éxito al investigador
más ducho, en este caso Péter Pérez, “el genio de Peralvillo”.
“El
príncipe Czerwinski”, de Antonio Castro Leal (SLP, 1896-Ciudad de México, 1981),
rompe en tres sentidos con la tesitura de los cuentos anteriores. Primero, no
es estrictamente policial, sino de espionaje; segundo, no se ubica en la
capital de México, sino en Varsovia, Polonia; y tercero, su prosa acusa una
textura literaria más refinada, incluso poética, elegante. Tres diplomáticos,
uno ruso, otro yanqui y otro mexicano (como en los chistes), hacen amistad en
la aburrida capital polaca. Se reúnen en un hotel, donde aparece una mujer
hermosísima que es pareja del príncipe Czerwinski. La dama engaña al noble con
los tres diplomáticos, aunque en diferentes días, no simultáneamente. Luego
acontece que matan al príncipe y los amigos tiemblan ante la posibilidad de ser
culpados, pues los tres son amantes escalonados de la misma mujer. El caso no
tiene un detective ni una investigación, y se resuelve sin más por intereses de
Estado. La estructura del cuento no es la adecuada, pues el asesinato, factor
que detona la tensión, aparece muy tarde. El autor se detiene con regodeo en la
descripción del ambiente y pasa con dilación al eje de la historia (de hecho,
el príncipe del título tiene una participación harto lateral). Pese a esto, es
un cuento atractivo principalmente porque disloca la tendencia marcada por los
relatos procedentes.
Rubén
Salazar Mallén (Coatzacoalcos, 1905-Ciudad de México, 1986) es el autor del
quinto relato, “El caso del usurero”. Tiene un tono parecido al de los tres
primeros cuentos, y el escenario es de nuevo la Ciudad de México. Desde su
arranque se nota de mejor factura, pues ya en su comienzo ha sido cometido un
crimen: mataron a un usurero en su oficina. Otra vez, un policía aclara mal el
delito, y un investigador ajeno a la estructura oficial se encarga de resolverlo
sumando pistas y tejiendo buenas conjeturas. Lo que busca ser exhibido en este
cuento todavía es el trabajo de ingenio, la construcción del enigma y su
resolución, sin que se vaya más allá en lo social o político. Así, el enigma
está como recortado del contexto, es más divertimento que otra cosa.
La
última pieza del menú es “La clave literaria”, de la autora de la compilación.
Es la última y es la mejor si nos atenemos a las fórmulas del cuento policial
de enigma. Salvo por el uso de enclíticos que lo hacen parecer anticuado en el
flanco del estilo (“desvióse”, “registróse”), está bien armado y tiene una
resolución ingeniosa. El detective es amateur, un periodista que viaja a una
pequeña ciudad de Hidalgo. Traba diálogo con el dueño del hotel, un español con
inclinaciones falangistas y gustoso de la literatura. A medio cuento, matan al
viejo, y el periodista, de apellido Zozaya, descubre al asesino mediante una
pista de orden literario (un busto de Cervantes), de allí el título. Una frase del
relato llama la atención: cuando el periodista y el español conversan,
descubren que ambos tienen gusto por la literatura policial, y el mexicano
pondera las historias de este género con estas palabras: “Algunas no son tan
corrientes como se supone; además, la lucha contra el crimen es siempre
apasionante…”. Destaco el “como se supone”, una idea que la autora pone en boca
de su personaje.
Más
allá de la calidad que hoy puedan tener las piezas de Los mejores cuentos policiacos mexicanos en la percepción de los
lectores, es meritorio que la compiladora/autora María Elvira Bermúdez haya
armado y prologado este librito extraño, quizá la primera reunión de cuentos de
su tipo publicada mucho antes de que el noir
llagara a gozar de una especie de boom
en nuestro país.
La
maestra Bermúdez, no es ocioso traerlo aquí, publicó otra compilación en 1989,
póstuma y también prologada: Cuento
policiaco mexicano: breve antología (Premiá), pero esta es otra historia. La
autora fue ensayista y narradora. Creció y radicó en la Ciudad de México.
Estudió Leyes en la Escuela Libre de Derecho. Fue actuaria de la Suprema Corte
de Justicia; secretaria de Acción Social del PRI; profesora de enseñanza
especial de la SEP. miembro de la Asociación de Escritores de México y del
Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. Colaboró en América, Cuadernos Americanos,
Diorama de la Cultura, El Nacional, Excélsior, México en la Cultura, Nivel y Revista
Mujeres. Medalla Magdalena Mondragón 1983. Escribió algunas notas
preliminares y prólogos para la colección “Sepan cuantos...”, de Porrúa, de la
narrativa de Arthur Conan Doyle, Julio Verne y Edgar Allan Poe.

