sábado, mayo 28, 2022

Miniapuntes para soltar la mano











Hace pocos días comenté en uno de mis talleres que la práctica de la literatura debe permear todos los actos del escritor. Así, para soltar la mano, recomendé que aprovecharan los temas planteados por el azar para urdir breves apuntes de estilo esmerado que luego, quizá, puedan verse publicadas en alguna red social. Dejo aquí tres ejemplos para ver si conllevan algún valor didáctico.

1. Toby, propietario de un homónimo carromato vendedor de lonches, gorditas y burritos, tiene un grito peculiar para sus clientes potenciales. Este grito sirve para explicar el uso y el sentido de la coma en vocativo que casi nadie usa. Como se sabe, el vocativo es “la palabra o grupo de palabras que se refieren al interlocutor y se emplean para llamarlo o dirigirse a él de forma explícita”, y siempre debe ir entre comas: “Ya voy, papá, salí un poco tarde”, “Sí, María, iré contigo”, “Adiós, amigos”, “Viaja mucho, Pedro”, “Claro, profesor, tiene usted razón”, “No, güey, no entendiste”. Pues bien, cuando el señor Toby ve que pasan jóvenes hombres o mujeres, alza la voz y grita: “¡Muchachas, gordas!”, “¡Jóvenes, burros!”. En la expresión oral las comas no se ven, y sólo se notan si hacemos una leve pausa. Pese a eso, las dos frases anteriores se oyen así: “¡Muchachas gordas!”, “¡Jóvenes burros!”, donde los sustantivos “gordas” y “burros” pasan a oírse como adjetivos que califican a las “muchachas” y a los “jóvenes”. Eso mismo pasa si uno no separa con coma el vocativo. Así, no es lo mismo decir que “Fulano fue campeón, tonto” que “Fulano fue campeón tonto”. Todo cambia con esa simple coma.

2. Ya sabemos que una política de las empresas de alimentos es achicar los productos y evitar con esto el aumento de precio. Por supuesto que los precios siguen aumentando, pero en teoría serían más altos si los productos conservaran el tamaño o la cantidad originales, la que ya conocíamos. Luego de reducir el tamaño, quizá lo que siga sea empeorar los ingredientes. Esto funciona muy bien, sobre todo, con los productos procesados y perecederos. El pan Bimbo, y aquí no discuto si es bueno o malo como alimento, tenía antes rebanadas gruesas y esponjosas, las mismas que siguen usando para los comerciales; pero la realidad es que ahora ofrece rebanadas casi del grosor de una tortilla. Nadie puede hoy conservar unos roles de canela de hace diez años para compararlos con unos de la actualidad. Si esto fuera posible, terminaríamos suponiendo que en el futuro compraremos aire o, cuando mucho, raciones apenas adecuadas para el mundo de Lilliput.

3. He puesto en funcionamiento el trapeador debido a los estragos provocados por la asquerosa tolvanera de ayer. Aunque en estricto sentido ya no es un trapo, sino un haz de hebras atadas a un palo, el trapeador es una herramienta maravillosa, útil para crear, junto con la escoba, la sensación de aseo en el interior de la madriguera sobre todo cuando el polvo nos azota. El verbo derivado del sustantivo “trapeador” es “trapear”, que en México solemos decir “trapiar”, dada la tendencia a diptongar la unión de ciertas vocales fuertes. Eso mismo hacemos en “pior”, “peliar” (que es agarrarse de los pelos, “pelear”), “quihacer”, “ventiar” y muchas otras palabras más.

miércoles, mayo 25, 2022

Polvo seremos

 








Si lo miramos con un poco más de detenimiento y prescindimos de sentimentalismos chovinistas, La Laguna es un lugar inhóspito para vivir. El frío casi no nos golpea, pero el calor se ensaña durante varios meses y, lo sabemos bien, si no contamos con algún aparato de refrigeración artificial, estamos fritos (lit). Claro que es una suerte estar exentos de sismos y no deja de ser tranquilizador que las inundaciones no nos diezmen como sucede durante ciertas temporadas en otros lugares del mundo. Tenemos ventajas y desventajas, como en todos lados, pero en nuestro caso es cierto que las desventajas no matan; eso sí, vaya que echan a perder la sensación de bienestar.

Creo que las dos principales inclemencias de nuestro clima son el calor, ya mencionado y cada vez más subido de voltaje, y las horribles tolvaneras. En las semanas recientes, por ejemplo, hemos visto tres o cuatro algo violentas. La peor duró buen rato y provocó una ola de fotos y videos en las redes sociales; el documento más impresionante, en video, mostraba uno de nuestros legendarios terregales desde un avión, y fue para todos evidente cómo avanzaba la muralla de polvo sobre la ciudad.

Se podría pensar que los laguneros nos hemos acostumbrado ya a las tolvaneras. Sospecho que esta es una conclusión errada. Aunque nos azotan cada vez con más frecuencia, aunque con ellas hacemos autoescarnio regional en las redes sociales, creo que jamás nos sentiremos en paz con el fenómeno meteorológico más peculiar de nuestra comarca, la también llamada “lluvia lagunera”. No destruye tantos bienes materiales ni cobra víctimas, es verdad, pero es un fastidio que nadie desea, pues mientras acontece nos produce una sensación de suciedad inmediatamente verificable en la realidad concreta: todo, absolutamente todo en todos lados, se cubre de polvo, hojas, ramas y basura volátil. Las tolvaneras, además, no se detienen ante nada: ni las casas herméticamente cerradas se escapan de resentir el polvo en su interior, así que luego de que nos zarandean hay que sacar la escoba, los sacudidores y el trapeador para volver a la sensación de aseo y orden.

Las tolvaneras son una calamidad inevitable en La Laguna, el polvo que somos y seremos, tanto que muchas veces he pensado en ellas como en lo más característico de nuestra tierra, de nuestra abundante y suelta tierra.

Nota. La foto que encabeza este post fue tomada por mi amigo Alfredo Máynez Gil, a quien agradezco haberla compartido.

sábado, mayo 21, 2022

Breve etimología animal*














Siempre he tenido curiosidad por la etimología. No soy especialista, pero a lo largo de mi vida como lector he chapoteado en esa laguna con el mismo gusto de un niño bien dispuesto a divertirse. Etimología viene del griego “etymos”, “verdadero”, y “logos”, en este caso “palabra” o “expresión”; así pues, la etimología de la palabra “etimología” es “expresión o palabra verdadera”. Ahora bien, no nos vayamos con la finta: una cosa es la etimología y otra es la realidad; es decir, aunque etimología significa lo que significa no necesariamente debemos ceñirnos a sus raíces para, hoy, entender algo en sentido estricto. En otras palabras, no hay que incurrir en el error de la “etimologización”, como la llama Luis Fernando Lara, quien da el ejemplo de la palabra “considerar” (etimológicamente “examinar los astros en busca de augurios”, de “con”, “junto”, y “sider”, “astro”), usada ya no para lo que propone su etimología, sino de manera más general: “reflexionar con atención y detenimiento para formar una opinión sobre algo”.
Visto lo anterior, pienso en algunos animales comunes cuya etimología no nos deparara un asombro. Por ejemplo, “perro” es, según el más famoso etimólogo de nuestra lengua, el catalán Jean Corominas, una onomatopeya, es decir, una palabra relacionada con un ruido, en este caso del gruñido “perr-perr”. Como no tiene relación con otras lenguas cercanas como el latín (“canis”), el francés (“chien”), el portugués (“can”) y el vasco “(txacur”), se cree que su origen es prerrománico, o sea, de alguna de las lenguas que se hablaban en la península ibérica antes de la llegada de los romanos.
“Gato” es de origen incierto, quizá afroasiático, y es notable el parecido que guarda esta palabra en varios idiomas: “gat”, “chat”, “cat”, “gatto” y “gato”, respectivamente del catalán, francés, inglés, italiano y portugués.
En cuanto a “caballo”, del latín “caballus”, también tiene una etimología borrosa. Se cree que proviene del céltico o quizá balcánico. Lo cierto es que, dada la importancia y la belleza de este animal, se ha desplegado en un abanico amplio de palabras aledañas: “caballero”, “caballería”, “cabalgadura”, “caballerango”, “caballada”, “caballete”, “caballuno”, “cabalgar”…
Del latín “vacca” tenemos “vaca”, cuya palabra derivada más famosa es “vacuna”, dado que la primera vacuna se desarrolló a partir de una viruela producida por las vacas, acierto científico que le debemos al inglés Edward Jenner.
Las palabras de animales que más me gustan son aquellas que en su misma etimología contienen una especie de descripción. Por ejemplo, “rinoceronte”, que viene de “rinos”, “nariz”, y “ceros”, “cuerno”, es decir, animal que tiene un “cuerno en la nariz”, que es casi como decir “unicornio”. También es curiosa en este sentido la palabra “hipopótamo”, configurada en dos partes: “hippos”, “caballo”, y “potamos”, “río”, es decir, “caballo de río”. Genial es “murciélago”, de “mus” o “mur”, “ratón”, y “caecus”, “ciego”, o sea “ratón ciego”. Por último, ornitorrinco, de “ornis”, “ave” o “pájaro”, y “rinchos”, “pico”, lo que parece un pleonasmo, pues todas las aves tienen pico; lo que observa esta palabra es, al contrario, la condición excepcional de un mamífero con pico, ya que el ornitorrinco es esto.
Sea este breve viaje por la etimología de algunos animales para recordarlos, es decir, para traerlos nuevamente al corazón, que eso significa “recordar” (“re-cordis”, “traer de nuevo al corazón”).

*Artículo publicado en la revista Nomádica.

miércoles, mayo 18, 2022

Clones de Ober

 











En octubre de 2021 fue impreso un libro en formato cuarto de carta titulado Clones (Gobierno de Coahuila con el apoyo de Osel, Mucho Diseño y NSN). Contiene dibujos de Édgar Román, Ober, artista plástico lagunero quien, entre otras actividades, ha participado en el Festival Cervantino y en talleres de artes gráficas auspiciados por Peñoles.

Dado el tema icónico de Clones, Miguel Canseco señala en el prólogo que “Hay una larga tradición de artistas analizando su imagen, Van Gogh dejó sellada su mirada en espirales de color, Diego Rivera mostró sin piedad las venas en sus ojos de sapo, Toledo se dibujó como chamán perdido en una lluvia de grillos y con ellos, Ober cuestiona su lugar en el mundo y fiel a su estilo, ofrece su rostro como súper héroe y demonio, lo suyo es arte urbano no adulterado, porque de ahí vino y ahí regresa, en un círculo que expresa la voz genuina del alma”.

En efecto, Clones es un muestrario de un rostro, el de Ober, cuyas variaciones nos permiten entender que nadie es exactamente uno y el mismo, que todos somos muchas personas a la vez, que vivimos en un permanente desfile de máscaras propias y ajenas aunque no podamos escapar de nuestro ser estricto. Todos somos muchos incluso en un solo día.

La variación sobre un mismo tema es un planteo recurrente en el arte. De hecho, muchos concursos con un tema restringido fomentan esto: que la mirada del artista (gráfico, literario, musical…) se despliegue a partir de un asunto específico, y es el resultado, la mirada del creador materializada en una obra, la que genera un producto específico. Pienso, por caso, en los bodegones: el tema es muy simple y sin embargo cuántas variaciones podemos encontrar. Asimismo, como una obsesión persistente en el artista, es la mirada sobre sí mismo, sobre su ser. En la poesía no escasean los ejemplos, y de hecho es el poeta un buzo en su alma, un explorador en el laberinto de su condición y circunstancia. Las artes gráficas se prestan también para tales ejercicios, como lo demuestran los rostros en los que Ober cambia y se mantiene, paradójicamente, fiel a sí mismo.

Un buen emprendimiento gráfico el de Clones. Ojalá que así, en publicaciones sencillas y diseñadas con esmero, pudiéramos acceder a la obra de otros artistas gráficos locales.


sábado, mayo 14, 2022

Subsuelo de Salsipuedes












Ricardo Ragendorfer (La Paz, Bolivia, 1957) es uno de los periodistas más respetados en la Argentina actual. Su reputación se debe a la calidad de sus investigaciones y al estilo siempre picoso, siempre mordaz y siempre preciso de su escritura. Pero hay un plus en el que esta valoración de su trabajo tiene, creo, otro anclaje relevante: no opera en una parcela cómoda de la realidad, sino en el lado opuesto, en la zona temática más peligrosa del periodismo, la sección que en México lexicalizamos como “policial”. Ahora bien, el suyo no ha sido un periodismo de lo policial al uso, es decir, aquel que recoge y transcribe el parte de la autoridad para convertirlo de manera servil en nota tratada por lo común con prosa fósil sobre un robo, una violación, un asesinato, una extorsión, un secuestro, un enfrentamiento de bandas y todo aquello que habitualmente hace chorrear el morbo de los consumidores de noticias menos exigentes. Todos los países tienen ese periodismo bautizado como “amarillista”.

Hay otro tratamiento de lo criminal y es el que Ragendorfer ha puesto en práctica. Es el periodismo que ve —en un robo, una violación, un asesinato, una extorsión, un secuestro, un enfrentamiento de bandas y todo aquello que habitualmente hace chorrear el morbo de los consumidores de noticias menos exigentes— sólo la punta de icebergs que debajo de su línea de flotación esconden podredumbres misceláneas, vasos comunicantes entre los más variados actores de la delincuencia, sean los mismos delincuentes ya tipificados como tales, sean las autoridades que no les van a la zaga en materia de protervia o ambos en operaciones conjuntas.

De ese tipo de investigación han nacido cientos de reportajes espesos de datos y varios libros igualmente densos de información como La Bonaerense (escrito a cuatro manos con Carlos Dutil), La secta del gatillo, Los doblados y Patricia, de la lucha armada a la seguridad, entre otros. Uno de ellos, la compilación de artículos El otoño de los genocidas, lo reseñé aquí hace poco más de dos años. No repetiré lo que ya escribí sobre el autor, pero me permito un énfasis: leer a Ragendorfer tiene algo de adictivo sobre todo para quienes nos movemos en áreas del conocimiento, como la literatura, mucho menos viscosas. Sus textos nos permiten explorar, acompañados por guiños estilísticos plenos de mordacidad, el accionar nada abstracto, nada literaturizado, del hampa que hoy se desenvuelve con esquemas de trabajo que mucho aportarían en las cátedras de administración empresarial.

Aparte del periodismo, Ragendorfer también ha trabajado en espacios audiovisuales, casi todos disponibles en Youtube, casi todos inscritos en la temática criminal; además, como lo veremos aquí, ha incursionado ya en la narrativa ficcional con La maldición de Salsipuedes (Ediciones B, Buenos Aires, 2015, 216 pp.), su primera novela. Creo que se trata de un gran debut, lo que era más o menos previsible dadas las herramientas de reportero que domina. Digo más o menos porque no siempre es fácil pasar de la narrativa periodística a la de ficción, y al revés. Parecen lo mismo, pero no, y más allá de explicar por qué esto es así, se puede ver estadísticamente que no hay muchos novelistas que desplacen su escritura al reportaje o la crónica, ni coronistas o reporteros que se instalen sin conflicto en el sillón del novelista.

Ciertamente, Ragendorfer “incurre por primera vez en la ficción” con una novela que en lo temático no queda muy lejos de sus dominios. De hecho, la trama, los personajes y el lenguaje tienen la marca de RR, y si hay algunas diferencias con sus relatos reales publicados sobre todo en la prensa, estas son una mayor soltura del estilo, un humor (negrísimo) más visible y el hecho de entreverar con más complejidad el tiempo y el espacio de una historia concebida por la imaginación, no por la realidad. Ahora bien, detengámonos en la última diferencia: ¿esta historia, esta ficción, está muy lejos de la realidad? Hasta donde puedo ver, no. Al leer La maldición de Salsipuedes sentí que asistía al relato de una historia verídica, nada o casi nada distante de las espinosas tramas que con nombres, lugares y circunstancias reales Ragendorfer ventila a diario en espacios periodísticos.

No se trata pues de un divertimento. Aunque sepamos que lo contado es ficción y esta ficción se despliega en clave socarrona, lo interesante de la novela es la matriz investigativa que supone: la del delito común como punta de iceberg. Como en la realidad, Ragendorfer desliza la suspicacia, la duda, en la ficción: en la pequeña ciudad de Salsipuedes hay un asesinato que parece motivado por razones pasionales, pero, al rascar sobre su superficie, el asunto comienza a evidenciar un aspecto de raíz arbórea. Bajo el caso de un crimen de alcoba hay un submundo en el que se intersectan intereses económicos, políticos e ideológicos cuya conexión pone en movimiento los engranajes de la impunidad. Así, cualquier parecido con la vida real no es mera coincidencia.

Dividida en dos partes, 23 capítulos y un apartado que hace las veces de introducción, La maldición de Salsipuedes se erige como ejemplo de la putrefacción que pueden esconder los pueblitos en los que al parecer hay mucha gente de bien y nadie quiebra un plato. Aunque Salsipuedes (en una de las páginas se describe el origen de este pintoresco nombre) sí existe en la Provincia de Córdoba, debemos asumir que, por un lado, no importa la elección del lugar para instalar allí el origen de la historia, y, por otro, es funcional a los propósitos de la narración que sea un lugar algo oculto en el que viven varias familias adineradas, una casta con perfil conservador.

En Salsipuedes asesinan a Sara Palma de Materazzi, esposa de Florencio Materazzi, prestigiado odontólogo del lugar, quien en el momento del crimen participa en un torneo de paddle celebrado en Colonia, Uruguay. El desaguisado desata la voracidad de la prensa y es allí cuando Rudy Lavilla Grau, el abogado de Materazzi, contrata los servicios de Urtaín, un ex subcomisario de la Policía Federal ahora dedicado a ver insípidos casos de una aseguradora (más adelante, en otros capítulos, sabemos cuáles fueron las zancadillas del destino que frenaron la carrera de Urtaín en el servicio público). El ex subcomisario es contratado por Lavilla Grau para que investigue el crimen de la mujer y evitar el chismorreo de la prensa, y esta es la razón por la que se apersona en la Provincia de Córdoba. Poco a poco, Urtaín comienza a escarbar, y con base en la cosecha de algunos datos vislumbra las marranadas que burbujean en el fondo de la calamidad.

Vemos entonces que Urtaín pesca el nombre del mexicano (un tal Jesús, seudónimo de Alejandro Lara) que le afloja un mesero, y dado que su recolección avanza bien, comienzan los misteriosos obstáculos: matan a Farías, el mesero, y él, Urtaín, recibe una agresión que lo manda al hospital; luego, un albañil es encontrado culpable del crimen, pero Urtaín sabe que se trata de un chivo expiatorio a quien le han extraído la confesión de la culpa con procedimientos que en México sintetizó la técnica del tehuacanazo.

Urtaín es centrifugado de la investigación por los mismos que lo contrataron, pues sólo querían simular una investigación, y es aquí donde él decide seguir el rastro por la libre: descubre que cuatro tipos en los que media “amistad”, todos cercanos a Sara Palma de Materazzi, han trabajado en tareas represivas durante la última dictadura (76-83), uno de ellos el obispo Emilio Rádkovic. Todos saben que Urtaín sabe o que al menos sospecha, así que buscan neutralizarlo. Él huye para adelante, pues continúa su indagación, lo que lo pone cada vez en mayor riesgo. Los cuatro tipos que lo siguen conforman una parvada de buitres (un abogado, un dentista, un político y un religioso) que, dadas sus funciones durante el eufemístico Proceso de Reorganización Nacional, aprovecharon la coyuntura y se hicieron de propiedades muebles e inmuebles de víctimas del terrorismo de estado. En la dictadura no sólo hubo, entonces, apropiación de recién nacidos, sino otra apropiación que también es grave y en muchos casos permanece intocada hasta la fecha, con prestanombres: la del patrimonio ajeno.

Ciertas fallas en la estructura de la sociedad tetrapartita, cierta traición, ciertas preferencias sexuales inconfesas, la presencia de un sicario mexicano al que también es pertinente liquidar, el apoyo de un periodista y la ayuda de una colaboradora sorpresa permiten que Urtaín dé con el tuétano del misterio. Pero antes de llegar a esto, lamentablemente, la maldición de Salsipuedes cobra algunas víctimas.

Una ficción de esta índole, como dije párrafos atrás, no es tan ficticia cuando montamos su patrón, una especie de plantilla, sobre la realidad: debajo del poder, en lo profundo de la prosperidad, allá en los mantos subterráneos del éxito material, no es improbable encontrar abusos, atrocidad, despojo, mierda en suma. Ricardo Ragendorfer ha incurrido por primera vez en la ficción con una muy buena novela.

Comarca Lagunera, 8, 2 y 2022 

miércoles, mayo 11, 2022

El golpe traidor

 









Entre otros géneros, en mi feis urdo de vez en vez conatos de crónica. Comparto un fragmento de ayer, para que tomen sus providencias, pues yo pensaba que esto era puritito cuento:

El sábado en la mañana desahogué mis actividades habituales. Primero, desayunar con Saúl, y después, atender la sesión del taller literario. A veces, para aprovechar el viaje al centro, me organizo con el médico para la consulta de rutina, y eso hice al terminar el taller. Dentro del consultorio había buen clima, aunque quizá un poco pasadito de frío, no sé. Al salir, subí al coche. Había quedado bajo el sol del mediodía y por dentro estaba a no menos de 45 grados, un horno de siderúrgica. Apenas me senté frente al volante, sentí una especie de macanazo en la nuca, como si la realidad me hubiera noqueado. Con todo y eso, todavía tenía tres pendientes y los atendí a rastras, con la sensación de que ya no tenía fuerza ni para levantar un vaso de agua. Vi a mi hija, pasé por unos libros y luego a una tienda por dos o tres productos que faltaban para la comida. Los minutos fueron pasando y no sé cómo pude manejar así, como si me hubieran sacado los huesos del cuerpo. Mi único deseo era llegar a mi cama y cerrar los ojos, desaparecer. Cuando entré a la casa, no saludé a Maribel, dejé los productos en la cocina y le dije que debía dormir urgentemente; contra mi costumbre, me despojé de la ropa como un borracho, tirándola al lado de la cama, y caí. Desperté como dos horas después. Maribel fue a tocarme en la frente y notó mi fiebre. Con su calidez habitual me atendió, me pasó medicamento y me dijo que me diera un regaderazo mientras ella preparaba mi comida. Poco después, yo ya estaba mucho mejor, sin fiebre y con apetito. Aunque sentía el fantasma del malestar, toda la tarde pude al menos vagabundear en Facebook y en Youtube. En la noche reapareció la febrícula, pero de inmediato fue aplacada a punta de Paracetamoles. Supuse que la culpa era de algún alimento, de alguna gorda del desayuno. Pero no, el estómago estaba incólume. El domingo, todavía tirado, algo débil y sin ánimo, consulté con mi hermana, que mucho sabe de todo esto, y concluyó que fue “un golpe de calor”. Me dio recomendaciones y me dijo que no me preocupara, pero que necesitaba dos o tres días para quedar bien. La moraleja de este relato es, al menos para mí, la siguiente: que a cierta edad ya no es posible pasar de frío a calor o de calor a frío sin consecuencias.

El calor me hacía antes los mandados; hoy no. Hoy, contra toda mi experiencia anterior, el calor de mayo, junio, julio y agosto es una posibilidad de zancadilla y derrumbe. Cuídense si viven en un infierno como el lagunero.

sábado, mayo 07, 2022

Nadie hace en el arte












Disculpen el tema. Leí hace poco Sobre el amor y la muerte (Seix Barral, Barcelona, 2005), de Patrick Süskind. Aunque es un ensayo breve, un objeto formateado como libro de pasta dura gracias a las artes de la edición y del estiramiento, sin duda contiene una reflexión encantadora sobre dos realidades humanas de enorme peso. Aunque es muy difícil, del amor es posible escapar; de la muerte, pues no. Buenas reflexiones, en resumen, nos comparte el autor de El perfume, quien por cierto, pese a su fama mundial, tiene un registro de fotos y videos casi nulo en internet. Él así lo decidió: “Los periodistas y críticos literarios no intentaron localizarlo [por su cumpleaños setenta], pues ya sabían que el autor de El perfume no concede entrevistas, rechaza cualquier tipo de correspondencia, evita las apariciones públicas y únicamente permite la distribución de dos fotografías fechadas en 1985 y 1992” (diario El Confidencial, 2019).

En una de las páginas del mentado ensayo, el alemán puntualiza que, a diferencia del tema amoroso, hay otros asuntos olímpicamente proscritos de la literatura: “Sin embargo, ¿no ocurre lo mismo con la respiración, la comida y bebida, la digestión y la defecación? ¿Por qué, me preguntaba con frecuencia de niño, la gente no va nunca al retrete en las novelas? Tampoco en los cuentos de hadas ni en la ópera, ni en el teatro, el cine y las artes plásticas. Una de las actividades más importantes, ocasionalmente más urgentes, incluso vitales del hombre no aparece en el arte. En cambio, éste se ocupa, una y otra vez, y con infinito detalle y variación, de los placeres y penas del amor, y de todos sus preámbulos y variantes, a los que, como se creía en otro tiempo, se podía renunciar por completo. ¿Por qué no ha habido en la historia de la Humanidad un culto al excremento, pero sí al pecho femenino, la vagina o el falo? La idea, aunque un tanto infantil, no es aberrante”.

Creo que la ausencia de la mierda y el acto de producirla no aparecen en el arte porque de inmediato nos comunican desagrado visual, olfativo y en ciertos casos auditivo, dado que las flatulencias pueden llegar a ser tan estentóreas como ingratas sobre todo cuando son ajenas. En el erotismo no ocurre esto, ya que en automático lo vinculamos al placer, por atrevido o pecaminoso que a veces nos parezca. No podemos pasar por alto que en ambos casos puede experimentarse gran satisfacción, aunque en uno quedan como resultado evidencias nada gratas al olfato y a la vista. Al respecto, recuerdo una de las pocas alusiones al acto defecatorio como epítome de felicidad: “No hay contento en esta vida / que se pueda comparar / al contento que es cagar”, escribió Quevedo, acaso el más grande escritor, ayer y hoy, de nuestra lengua, en su famoso “Gracias y desgracias del ojo del culo”. Y añadió el siguiente dístico: “No hay gusto más descansado / que después de haber cagado”.

Tiene razón Süskind: estos temas se han afantasmado del arte pese a que defecar, mear y peer (en México lo conjugamos “peyer”) son el pan de cada día, valga la metáfora, en la vida del mundo entero.

En cuanto a los flatos, yo sólo recuerdo dos menciones en libros serios de literatura: una en la novela Trópico de cáncer, de Henry Miller, y otra en Vidas imaginarias (en el relato “Crates, cínico”), de Marcel Schwob.

En conclusión, dentro del arte nadie hace del uno ni del dos, y ni siquiera emite graves y breves estridencias por salva sea la parte.

miércoles, mayo 04, 2022

La mosca de León Guzmán

 









Ya de regreso a La Laguna por la carretera Durango-Gómez Palacio abrí la ventana para liquidar un tramo más del carísimo peaje en la caseta de León Guzmán. Bastaron los veinte o treinta segundos en los que se da el pago del servicio para que entrara una mosca que de inmediato comenzó a cruzar frente a mi cara y la de Maribel. Sin detener la marcha del vehículo, abrí las ventanas hasta que presentí la salida del insecto. Al subir nuevamente las ventanillas, la mosca, como el dinosaurio de Monterroso, seguía allí. Era sin duda una mosca establera, terca y molesta. Fue en ese momento cuando tuve una especie de triste revelación: habíamos llegado a La Laguna, la mosca nos estaba dando la bienvenida.

Amo, jamás lo he dudado, a la región en la que nací y he vivido. No puedo pensarme, por ello, ajeno a su clima, a su polvo, a su sol, a su destino en general. Esto no significa que no vea, como veo a diario, sus numerosas fealdades, sus carencias, la dificultad que tercamente nos impone y nos hace la vida más incómoda. En efecto, la mosca de León Guzmán me llevó a percibir que habíamos llegado a nuestra tierra, que había aparecido una de las muchas calamidades que tiene la vida en La Laguna.

Era la media tarde del domingo, así que pensé en los días previos. Habíamos llegado a Mazatlán un jueves de finales de octubre y allá ni cuenta me di de que no había moscas ni mosquitos al menos en la zona aledaña a la playa donde nos hospedamos. ¿Es el viento marino el que las aleja? ¿Es la salinidad del aire? ¿Es la humedad? ¿Es la temporada del año en la que estuvimos allá? No sé, pero al echar el rollo de película hacia atrás reparé en que esa molestia, la de las moscas y los mosquitos al aire libre, no existió en el recién concluido periplo vacacional. Volví a pensar entonces en una idea que me ronda desde que tengo uso más o menos serio de razón: que vivir en La Laguna tiene muchos pequeños y grandes escollos. No digo nada que no padezca cualquier conglomerado humano, por chico o grande que sea, pero ciertamente cada uno, como yo, habla según le va en la feria.

Vivir en La Laguna nos somete a un paisaje ciertamente desolador en términos de flora y fauna. El verde de los árboles y los arbustos siempre parece casi un gris, por lo terroso, y la larga temporada de calor, de brutal y seco calor, contrasta con los dos meses de frío horrendo. Sólo nos quedan, creo, octubre y noviembre, quizá un poco de diciembre, para gozar de un clima digno para el ser humano. El énfasis del calor y otros factores que desconozco permiten que moscas y mosquitos se ensañen con la vida al aire libre, de manera que prácticamente no podemos tener reuniones fuera de cuatro paredes en las que nos libremos, bien librados, de aquellas insoportables presencias.

En esto pensé mientras luchaba contra la mosca de León Guzmán, que persistía en no salir del auto. Ya habíamos llegado a Torreón cuando noté con claridad que emigró por el lado de mi ventanilla, pero en ese momento vi otra molestia: a dos agentes de tránsito con radar en mano, listos para multar con ánimo menos precautorio que recaudatorio. Tal visión me llevó a pensar en otra incomodidad que no vi en Mazatlán por ningún lado: ni un solo tránsito municipal, pero esta es una reflexión que ya no cabe en los párrafos que aquí terminan, como mi paz en la caseta de León Guzmán.