Entre
otros géneros, en mi feis urdo de vez
en vez conatos de crónica. Comparto un fragmento de ayer, para que tomen sus
providencias, pues yo pensaba que esto era puritito cuento:
El sábado en la mañana desahogué mis
actividades habituales. Primero, desayunar con Saúl, y después, atender la
sesión del taller literario. A veces, para aprovechar el viaje al centro, me
organizo con el médico para la consulta de rutina, y eso hice al terminar el
taller. Dentro del consultorio había buen clima, aunque quizá un poco pasadito
de frío, no sé. Al salir, subí al coche. Había quedado bajo el sol del mediodía
y por dentro estaba a no menos de 45 grados, un horno de siderúrgica. Apenas me
senté frente al volante, sentí una especie de macanazo en la nuca, como si la
realidad me hubiera noqueado. Con todo y eso, todavía tenía tres pendientes y
los atendí a rastras, con la sensación de que ya no tenía fuerza ni para
levantar un vaso de agua. Vi a mi hija, pasé por unos libros y luego a una
tienda por dos o tres productos que faltaban para la comida. Los minutos fueron
pasando y no sé cómo pude manejar así, como si me hubieran sacado los huesos
del cuerpo. Mi único deseo era llegar a mi cama y cerrar los ojos, desaparecer.
Cuando entré a la casa, no saludé a Maribel, dejé los productos en la cocina y
le dije que debía dormir urgentemente; contra mi costumbre, me despojé de la
ropa como un borracho, tirándola al lado de la cama, y caí. Desperté como dos horas
después. Maribel fue a tocarme en la frente y notó mi fiebre. Con su calidez
habitual me atendió, me pasó medicamento y me dijo que me diera un regaderazo
mientras ella preparaba mi comida. Poco después, yo ya estaba mucho mejor, sin
fiebre y con apetito. Aunque sentía el fantasma del malestar, toda la tarde
pude al menos vagabundear en Facebook y en Youtube. En la noche reapareció la
febrícula, pero de inmediato fue aplacada a punta de Paracetamoles. Supuse que
la culpa era de algún alimento, de alguna gorda del desayuno. Pero no, el
estómago estaba incólume. El domingo, todavía tirado, algo débil y sin ánimo, consulté
con mi hermana, que mucho sabe de todo esto, y concluyó que fue “un golpe de
calor”. Me dio recomendaciones y me dijo que no me preocupara, pero que
necesitaba dos o tres días para quedar bien. La moraleja de este relato es, al
menos para mí, la siguiente: que a cierta edad ya no es posible pasar de frío a
calor o de calor a frío sin consecuencias.
El calor me hacía antes los mandados; hoy no. Hoy, contra toda mi experiencia anterior, el calor de mayo, junio, julio y agosto es una posibilidad de zancadilla y derrumbe. Cuídense si viven en un infierno como el lagunero.