miércoles, mayo 04, 2022

La mosca de León Guzmán

 









Ya de regreso a La Laguna por la carretera Durango-Gómez Palacio abrí la ventana para liquidar un tramo más del carísimo peaje en la caseta de León Guzmán. Bastaron los veinte o treinta segundos en los que se da el pago del servicio para que entrara una mosca que de inmediato comenzó a cruzar frente a mi cara y la de Maribel. Sin detener la marcha del vehículo, abrí las ventanas hasta que presentí la salida del insecto. Al subir nuevamente las ventanillas, la mosca, como el dinosaurio de Monterroso, seguía allí. Era sin duda una mosca establera, terca y molesta. Fue en ese momento cuando tuve una especie de triste revelación: habíamos llegado a La Laguna, la mosca nos estaba dando la bienvenida.

Amo, jamás lo he dudado, a la región en la que nací y he vivido. No puedo pensarme, por ello, ajeno a su clima, a su polvo, a su sol, a su destino en general. Esto no significa que no vea, como veo a diario, sus numerosas fealdades, sus carencias, la dificultad que tercamente nos impone y nos hace la vida más incómoda. En efecto, la mosca de León Guzmán me llevó a percibir que habíamos llegado a nuestra tierra, que había aparecido una de las muchas calamidades que tiene la vida en La Laguna.

Era la media tarde del domingo, así que pensé en los días previos. Habíamos llegado a Mazatlán un jueves de finales de octubre y allá ni cuenta me di de que no había moscas ni mosquitos al menos en la zona aledaña a la playa donde nos hospedamos. ¿Es el viento marino el que las aleja? ¿Es la salinidad del aire? ¿Es la humedad? ¿Es la temporada del año en la que estuvimos allá? No sé, pero al echar el rollo de película hacia atrás reparé en que esa molestia, la de las moscas y los mosquitos al aire libre, no existió en el recién concluido periplo vacacional. Volví a pensar entonces en una idea que me ronda desde que tengo uso más o menos serio de razón: que vivir en La Laguna tiene muchos pequeños y grandes escollos. No digo nada que no padezca cualquier conglomerado humano, por chico o grande que sea, pero ciertamente cada uno, como yo, habla según le va en la feria.

Vivir en La Laguna nos somete a un paisaje ciertamente desolador en términos de flora y fauna. El verde de los árboles y los arbustos siempre parece casi un gris, por lo terroso, y la larga temporada de calor, de brutal y seco calor, contrasta con los dos meses de frío horrendo. Sólo nos quedan, creo, octubre y noviembre, quizá un poco de diciembre, para gozar de un clima digno para el ser humano. El énfasis del calor y otros factores que desconozco permiten que moscas y mosquitos se ensañen con la vida al aire libre, de manera que prácticamente no podemos tener reuniones fuera de cuatro paredes en las que nos libremos, bien librados, de aquellas insoportables presencias.

En esto pensé mientras luchaba contra la mosca de León Guzmán, que persistía en no salir del auto. Ya habíamos llegado a Torreón cuando noté con claridad que emigró por el lado de mi ventanilla, pero en ese momento vi otra molestia: a dos agentes de tránsito con radar en mano, listos para multar con ánimo menos precautorio que recaudatorio. Tal visión me llevó a pensar en otra incomodidad que no vi en Mazatlán por ningún lado: ni un solo tránsito municipal, pero esta es una reflexión que ya no cabe en los párrafos que aquí terminan, como mi paz en la caseta de León Guzmán.