Ya de regreso a La Laguna por la carretera Durango-Gómez
Palacio abrí la ventana para liquidar un tramo más del carísimo peaje en la
caseta de León Guzmán. Bastaron los veinte o treinta segundos en los que se da
el pago del servicio para que entrara una mosca que de inmediato comenzó a
cruzar frente a mi cara y la de Maribel. Sin detener la marcha del vehículo, abrí
las ventanas hasta que presentí la salida del insecto. Al subir nuevamente las
ventanillas, la mosca, como el dinosaurio de Monterroso, seguía allí. Era sin
duda una mosca establera, terca y molesta. Fue en ese momento cuando tuve una
especie de triste revelación: habíamos llegado a La Laguna, la mosca nos estaba
dando la bienvenida.
Amo, jamás lo he dudado, a la región en la que nací y he
vivido. No puedo pensarme, por ello, ajeno a su clima, a su polvo, a su sol, a
su destino en general. Esto no significa que no vea, como veo a diario, sus numerosas
fealdades, sus carencias, la dificultad que tercamente nos impone y nos hace la
vida más incómoda. En efecto, la mosca de León Guzmán me llevó a percibir que
habíamos llegado a nuestra tierra, que había aparecido una de las muchas
calamidades que tiene la vida en La Laguna.
Era la media tarde del domingo, así que pensé en los días
previos. Habíamos llegado a Mazatlán un jueves de finales de octubre y allá ni
cuenta me di de que no había moscas ni mosquitos al menos en la zona aledaña a
la playa donde nos hospedamos. ¿Es el viento marino el que las aleja? ¿Es la
salinidad del aire? ¿Es la humedad? ¿Es la temporada del año en la que
estuvimos allá? No sé, pero al echar el rollo de película hacia atrás reparé en
que esa molestia, la de las moscas y los mosquitos al aire libre, no existió en
el recién concluido periplo vacacional. Volví a pensar entonces en una idea que
me ronda desde que tengo uso más o menos serio de razón: que vivir en La Laguna
tiene muchos pequeños y grandes escollos. No digo nada que no padezca cualquier
conglomerado humano, por chico o grande que sea, pero ciertamente cada uno,
como yo, habla según le va en la feria.
Vivir en La Laguna nos somete a un paisaje ciertamente
desolador en términos de flora y fauna. El verde de los árboles y los arbustos
siempre parece casi un gris, por lo terroso, y la larga temporada de calor, de
brutal y seco calor, contrasta con los dos meses de frío horrendo. Sólo nos
quedan, creo, octubre y noviembre, quizá un poco de diciembre, para gozar de un
clima digno para el ser humano. El énfasis del calor y otros factores que
desconozco permiten que moscas y mosquitos se ensañen con la vida al aire
libre, de manera que prácticamente no podemos tener reuniones fuera de cuatro
paredes en las que nos libremos, bien librados, de aquellas insoportables
presencias.
En esto pensé mientras luchaba contra la mosca de León Guzmán, que persistía en no salir del auto. Ya habíamos llegado a Torreón cuando noté con claridad que emigró por el lado de mi ventanilla, pero en ese momento vi otra molestia: a dos agentes de tránsito con radar en mano, listos para multar con ánimo menos precautorio que recaudatorio. Tal visión me llevó a pensar en otra incomodidad que no vi en Mazatlán por ningún lado: ni un solo tránsito municipal, pero esta es una reflexión que ya no cabe en los párrafos que aquí terminan, como mi paz en la caseta de León Guzmán.