Ricardo Ragendorfer (La Paz, Bolivia, 1957) es uno de los
periodistas más respetados en la Argentina actual. Su reputación se debe a la calidad de sus investigaciones y al estilo
siempre picoso, siempre mordaz y siempre preciso de su escritura. Pero hay un plus en el que esta valoración de su
trabajo tiene, creo, otro anclaje relevante: no opera en una parcela cómoda de
la realidad, sino en el lado opuesto, en la zona temática más peligrosa del
periodismo, la sección que en México lexicalizamos como “policial”. Ahora bien,
el suyo no ha sido un periodismo de lo policial al uso, es decir, aquel que recoge
y transcribe el parte de la autoridad para convertirlo de manera servil en nota
tratada por lo común con prosa fósil sobre un robo, una violación, un
asesinato, una extorsión, un secuestro, un enfrentamiento de bandas y todo
aquello que habitualmente hace chorrear el morbo de los consumidores de
noticias menos exigentes. Todos los países tienen ese periodismo bautizado como
“amarillista”.
Hay otro tratamiento de lo criminal y es el que Ragendorfer
ha puesto en práctica. Es el periodismo que ve —en un robo, una violación, un
asesinato, una extorsión, un secuestro, un enfrentamiento de bandas y todo
aquello que habitualmente hace chorrear el morbo de los consumidores de
noticias menos exigentes— sólo la punta de icebergs que debajo de su línea de
flotación esconden podredumbres misceláneas, vasos comunicantes entre los más
variados actores de la delincuencia, sean los mismos delincuentes ya tipificados
como tales, sean las autoridades que no les van a la zaga en materia de protervia
o ambos en operaciones conjuntas.
De ese tipo de investigación han nacido cientos de
reportajes espesos de datos y varios libros igualmente densos de información como
La Bonaerense (escrito a cuatro manos
con Carlos Dutil), La secta del gatillo,
Los doblados y Patricia, de la lucha
armada a la seguridad, entre otros. Uno de ellos, la compilación de
artículos El otoño de los genocidas,
lo reseñé aquí hace
poco más de dos años. No repetiré lo que ya escribí sobre el autor, pero me
permito un énfasis: leer a Ragendorfer tiene algo de adictivo sobre todo para
quienes nos movemos en áreas del conocimiento, como la literatura, mucho menos
viscosas. Sus textos nos permiten explorar, acompañados por guiños estilísticos
plenos de mordacidad, el accionar nada abstracto, nada literaturizado, del
hampa que hoy se desenvuelve con esquemas de trabajo que mucho aportarían en
las cátedras de administración empresarial.
Aparte del periodismo, Ragendorfer también ha trabajado
en espacios audiovisuales, casi todos disponibles en Youtube, casi
todos inscritos en la temática criminal; además, como lo veremos aquí, ha
incursionado ya en la narrativa ficcional con La maldición de Salsipuedes (Ediciones B, Buenos Aires, 2015, 216
pp.), su primera novela. Creo que se trata de un gran debut, lo que era más o
menos previsible dadas las herramientas de reportero que domina. Digo más o menos porque no siempre es fácil
pasar de la narrativa periodística a la de ficción, y al revés. Parecen lo
mismo, pero no, y más allá de explicar por qué esto es así, se puede ver
estadísticamente que no hay muchos novelistas que desplacen su escritura al
reportaje o la crónica, ni coronistas o reporteros que se instalen sin
conflicto en el sillón del novelista.
Ciertamente, Ragendorfer “incurre por primera vez en la
ficción” con una novela que en lo temático no queda muy lejos de sus dominios.
De hecho, la trama, los personajes y el lenguaje tienen la marca de RR, y si hay
algunas diferencias con sus relatos reales publicados sobre todo en la prensa, estas
son una mayor soltura del estilo, un humor (negrísimo) más visible y el hecho de
entreverar con más complejidad el tiempo y el espacio de una historia concebida
por la imaginación, no por la realidad. Ahora bien, detengámonos en la última
diferencia: ¿esta historia, esta ficción, está muy lejos de la realidad? Hasta
donde puedo ver, no. Al leer La maldición
de Salsipuedes sentí que asistía al relato de una historia verídica, nada o
casi nada distante de las espinosas tramas que con nombres, lugares y circunstancias
reales Ragendorfer ventila a diario en espacios periodísticos.
No se trata pues de un divertimento. Aunque sepamos que
lo contado es ficción y esta ficción se despliega en clave socarrona, lo
interesante de la novela es la matriz investigativa que supone: la del delito
común como punta de iceberg. Como en la realidad, Ragendorfer desliza la
suspicacia, la duda, en la ficción: en la pequeña ciudad de Salsipuedes hay un
asesinato que parece motivado por razones pasionales, pero, al rascar sobre su
superficie, el asunto comienza a evidenciar un aspecto de raíz arbórea. Bajo el
caso de un crimen de alcoba hay un submundo en el que se intersectan intereses
económicos, políticos e ideológicos cuya conexión pone en movimiento los
engranajes de la impunidad. Así, cualquier parecido con la vida real no es mera
coincidencia.
Dividida en dos partes, 23 capítulos y un apartado que
hace las veces de introducción, La
maldición de Salsipuedes se erige como ejemplo de la putrefacción que
pueden esconder los pueblitos en los que al parecer hay mucha gente de bien y
nadie quiebra un plato. Aunque Salsipuedes (en una de las páginas se describe
el origen de este pintoresco nombre) sí existe en la Provincia de Córdoba, debemos
asumir que, por un lado, no importa la elección del lugar para instalar allí el
origen de la historia, y, por otro, es funcional a los propósitos de la
narración que sea un lugar algo oculto en el que viven varias familias
adineradas, una casta con perfil conservador.
En Salsipuedes asesinan a Sara Palma de Materazzi, esposa
de Florencio Materazzi, prestigiado odontólogo del lugar, quien en el momento
del crimen participa en un torneo de paddle
celebrado en Colonia, Uruguay. El desaguisado desata la voracidad de la prensa
y es allí cuando Rudy Lavilla Grau, el abogado de Materazzi, contrata los
servicios de Urtaín, un ex subcomisario de la Policía Federal ahora dedicado a
ver insípidos casos de una aseguradora (más adelante, en otros capítulos, sabemos
cuáles fueron las zancadillas del destino que frenaron la carrera de Urtaín en
el servicio público). El ex subcomisario es contratado por Lavilla Grau para
que investigue el crimen de la mujer y evitar el chismorreo de la prensa, y esta es la razón por la que se apersona
en la Provincia de Córdoba. Poco a poco, Urtaín comienza a escarbar, y con base
en la cosecha de algunos datos vislumbra las marranadas que burbujean en el
fondo de la calamidad.
Vemos entonces que Urtaín pesca el nombre del mexicano (un
tal Jesús, seudónimo de Alejandro Lara) que le afloja un mesero, y dado que su recolección
avanza bien, comienzan los misteriosos obstáculos: matan a Farías, el mesero, y
él, Urtaín, recibe una agresión que lo manda al hospital; luego, un albañil es
encontrado culpable del crimen, pero Urtaín sabe que se trata de un chivo
expiatorio a quien le han extraído la confesión de la culpa con procedimientos
que en México sintetizó la técnica del tehuacanazo.
Urtaín es centrifugado de la investigación por los mismos
que lo contrataron, pues sólo querían simular una investigación, y es aquí
donde él decide seguir el rastro por la libre: descubre que cuatro tipos en los
que media “amistad”, todos cercanos a Sara Palma de Materazzi, han trabajado en
tareas represivas durante la última dictadura (76-83), uno de ellos el obispo
Emilio Rádkovic. Todos saben que Urtaín sabe o que al menos sospecha, así que
buscan neutralizarlo. Él huye para adelante, pues continúa su indagación, lo
que lo pone cada vez en mayor riesgo. Los cuatro tipos que lo siguen conforman
una parvada de buitres (un abogado, un dentista, un político y un religioso) que,
dadas sus funciones durante el eufemístico Proceso de Reorganización Nacional, aprovecharon la coyuntura y se hicieron de propiedades muebles e inmuebles de víctimas del terrorismo de
estado. En la dictadura no sólo hubo, entonces, apropiación de recién nacidos,
sino otra apropiación que también es grave y en muchos casos permanece intocada
hasta la fecha, con prestanombres: la del patrimonio ajeno.
Ciertas fallas en la estructura de la sociedad tetrapartita,
cierta traición, ciertas preferencias sexuales inconfesas, la presencia de un
sicario mexicano al que también es pertinente liquidar, el apoyo de un
periodista y la ayuda de una colaboradora sorpresa permiten que Urtaín dé con
el tuétano del misterio. Pero antes de llegar a esto, lamentablemente, la
maldición de Salsipuedes cobra algunas víctimas.
Una ficción de esta índole, como dije párrafos atrás, no
es tan ficticia cuando montamos su patrón, una especie de plantilla, sobre la
realidad: debajo del poder, en lo profundo de la prosperidad, allá en los
mantos subterráneos del éxito material, no es improbable encontrar abusos,
atrocidad, despojo, mierda en suma. Ricardo Ragendorfer ha incurrido por
primera vez en la ficción con una muy buena novela.
Comarca Lagunera, 8, 2 y 2022