La vida literaria es un inagotable motivo literario.
Tanto es así que hay obras enteras dedicadas a seguir los pasos de escritores,
casi casi como si lo que hacen quienes moldean palabras fuera siempre digno de
consideraciones especiales. En esto hay, claro, un pequeño truco: la vida de
los escritores es lo que tienen más a la mano los escritores, de ahí el antojo
casi inevitable de contarla. Un ejemplo, acaso el mejor de todos los que me vienen
a la cabeza cuando pienso en una obra literaria con tema literario, es “Enoch
Soames”, cuento tenido por algunos como el mejor de la historia.
Pero no sólo la ficción apela a personajes dedicados a
escribir. Las memorias, los diarios o las autobiografías de los escritores,
digo por caso, escudriñan inevitablemente, y de manera frontal, el asunto, y lo
mismo hace el ensayo cuando desde el yo crítico expone las características,
circunstancias, esplendores y miserias de la vida literaria. Un clásico de esta
naturaleza puede ser Un arte espectral.
Reflexiones sobre la escritura (Emecé, México, 2009, 321 pp.), de Norman
Mailer. Tengo frente a mí, recién leído, una obra congénere: La lectura y la sospecha (Cal y arena,
México, 164 pp.), de Armando González Torres (Ciudad de México, 1964), quien en
este libro subtitulado Ensayos sobre
creatividad y vida intelectual traza medio centenar de aproximaciones al viscoso
mundillo en el que se mueven los aporreadores de teclas, aunque hay páginas que
se extienden a los practicantes de otras disciplinas (en uno de los últimos
textos del conjunto hace énfasis, por ejemplo, en la plástica, ámbito de la
creación en el que cualquier mamarracho esotéricamente justificado con
sociología o filosofía puede ser exhibido en un museo y u o ser vendido a
precios irrisorios por inflados).
Las piezas que componen este libro habitan tres grandes
secciones. González Torres las delimita en su presentación: “El libro comienza
con algunas reflexiones, especulaciones y dramatizaciones sobre la actividad
creativa, su génesis y los hábitos que la estimulan u obstaculizan. El segundo
capítulo contiene una parodia de diversas deformaciones y anomalías del acto
creativo, como la esterilidad, la elección vocacional equivocada o la
propensión al robo o al plagio. El tercer capítulo contiene algunas reflexiones
sobre el entorno de mercado y los incentivos institucionales que rodean el arte
y que influyen en su creación y reflexión”.
También poeta, Armando González Torres trabaja aquí en el
registro del ensayo más ensayístico, aquel que despliega sus planteos con una
equilibrada mezcla de información, tono literario, templado desacuerdo, tenue
humor, rechazo al dogmatismo y originalidad de enfoque, todo al modo de
Montaigne, digamos. No sé si a esta enumeración le falte algún otro rasgo, pero
con los citados creo describir bien el timbre general de las piezas, la médula
y el tono que el lector encontrará en La
lectura y la sospecha. Es, por ello, un libro al alimón inteligente y
ameno, espeso de agudas observaciones sobre, ya lo insinué, el circo de muchas
pistas que es la vida de cualquier creador, particularmente del que escribe.
Como es un libro poliédrico, no es posible agotar en una
reseña la totalidad de los asuntos en él encarados. Para avivar el interés del
lector, cito sólo tres. En el texto titulado “De chiripa”, reflexiona sobre la
suerte en el quehacer artístico, a veces socorrido por algún chispazo fortuito,
pero siempre más vinculado con la solidez de la formación: “El gran arte no
puede ser sólo improvisación y se requiere de un plan mínimo, de una hoja de
navegación, aunque también debe disponerse de la apertura para recibir,
asimilar e incluso propiciar el accidente dentro de la arquitectura previamente
trazada”.
En “Creación e intoxicación” sobrevuela el mito de la
experimentación con activadores líquidos, herbales o pulverulentos para
aterrizar (literalmente, luego del “viaje”) en obras valiosas: “¿En verdad
resulta creativa la intoxicación? (…) Acaso un creador requiera la visión de
los infiernos o paraísos que proporciona la intoxicación, pero también requiere
un pulso firme para materializarla. Por eso, quizá muchas obras largamente
soñadas se quedan en nuestro pulso tembloroso e imaginación somnolienta de
intoxicados”.
Un último ejemplo. El apunte titulado “Guardianes de la
queja” señala que “En la mitología intelectual del siglo XX llegó a
atribuírsele a los intelectuales el papel de guardianes de la queja. Se suponía
que el intelectual podía formular y conducir la queja de una manera más
apropiada que el ciudadano común. Por supuesto, esto era un simple mito, pues
muchos intelectuales adoptaron la queja histérica y el fanatismo”.
Dejo estas tres pizcas para tratar de evidenciar algunos
de los muchos recovecos por los que discurre Armando González Torres en La lectura y la sospecha. Es, sobre
todo, un libro para escritores/creadores, pero no resulta exagerado anotar que
cualquier lector podrá hallar en estas páginas atinados rasgos de una fauna
compleja y peculiar, contradictoria y tan sublime como —en buena parte de los
casos— ridícula.