sábado, septiembre 16, 2023

Antologías que ya no son

 











De algunos años a la fecha se desató en el mundillo literario una epidemia (y no sé si pandemia) de antologías. Sin señales previas en el horizonte, comenzaron a aparecer “antologías” sobre todo de poesía y de cuento, los dos géneros más lastimados por esta horrible plaga, la de la antologización indiscriminada.

No es posible saber por qué la palabra ganó tantos adeptos, a qué demonios se debió que en tan poco tiempo cualquier escritor, sobre todo aprendiz, comenzara a figurar en libros colectivos en los que sin falta aparecía y sigue apareciendo, como parte del título o del subtítulo, la palabra “antología”. Puedo suponer que tanto a los antologadores como a los antologados la palabra les suena a oro, a prestigio inmediato. Se nota porque en el proceso de difusión la dicen o la escriben como si con ella expresaran que han aterrizado en el Olimpo.

Pero más allá de la eufonía de la palabra, más allá de que su resonancia seduzca al oído y deje sentir que es sinónimo de caché, es necesario traer, una vez más, esta pequeña aclaración. Cierto que hay palabras peores, como “florilegio”, que se oye más empalagosa que un litro de granadina, pero en esta misma horrorosa glucosidad ha ido cayendo la pobrecita palabra “antología”.

Lo primero que es necesario aclarar es lo siguiente: aunque el diccionario académico la define con parquedad “Colección de piezas escogidas de literatura, música, etcétera”, lo que da a entender que pueden ser “escogidas” sin mayor preocupación que simplemente “escogerlas” como sea y de donde sea, la idea que durante décadas conllevó fue de “piezas escogidas”, es verdad, pero no inéditas, sino previamente difundidas, publicadas, conocidas. Aunque la definición del DRAE incluye a la música, es claro que la palabra quedó casi restringida al ámbito literario, de modo que casi todo lo antológico era lo escrito con ánimo literario. Así, durante décadas fue habitual encontrar “piezas escogidas”, o antologías, de la Generación del 98, de cuentos policiacos argentinos, de poemas de Enriqueta Ochoa, de narradores del norte de México, de poesía erótica latinoamericana y etcétera, e incluso “antologías personales”, selección que el propio autor hacía y hace de su obra ya publicada, esto a petición, claro, de algún editor. Se partía de una idea simple: lo antologado, lo seleccionado, lo escogido, salía de un corpus literario más amplio y ya previamente difundido, no inédito. La idea, entonces, de armar una antología con piezas inéditas y de principiantes es una aberración. También lo es antologar, en este mismo contexto, a un escritor que nunca ha publicado o que ha publicado apenas dos cagarrutas textuales en su vida, pues la antología también supone una cierta trayectoria, un mínimo prestigio ya cuajado, y esta es la razón por la que hay muchas antologías de poemas de Rubén Darío y ninguna de un tío lejano que lleva escritos siete modestos poemas en toda su existencia. Y aunque ese tío llevara miles de poemas escritos y fueran deslumbrantes, igual: si son inéditos no es posible armar con ellos una “antología”, sino otro tipo de libro.

Hay palabras para resolver el asunto, es decir, para publicar antologías que no lo son: “compilación”, “muestra”, “reunión”, “asamblea”… todas sirven para evitar la imprecisión de rotular lo inédito, y por ello desconocido, con la vapuleada palabra “antología”.

Saúl Rosales y yo hemos hablado con frecuencia sobre la antedicha epidemia y al hacerlo fluctuamos de la risa al espanto. Por un lado es gracioso, sí, ver que cada mes son publicadas tres nuevas antologías que no son antologías, pero por otro asusta que ya no haya piedad para la literatura, que se haya convertido en una actividad en la que ser digno de hospedaje en una antología es cuestión no de calidad y prestigio ganado con tiempo y sacrificio, sino de capricho e ignorancia.


miércoles, septiembre 13, 2023

Donas de pesadilla


 








Ayer el sueño fue muy profundo, pero hubo una zona de la madrugada en la que se instaló una historia peculiar en mi desconexión del mundo. Me removí en la cama al sufrirla, pues mientras navegamos por las ficciones del sueño es imposible cortarlas de golpe. Había sido un día de trabajo agobiante, tanto que ni de comer me dio tiempo. Llegué a la casa ya sin ánimo de nada, sólo de dormir. Pese a esto, la cena fue más abundante de lo pensado: habían hecho carnita con chile y me dejé caer la greña, como decimos.

Con la panza al tope, lo que siguió fue botar la ropa y tirarme un clavado al colchón. De inmediato caí en la penumbra de la inconsciencia. No sé cuántas horas pasaron, quizá dos o tres, cuando comenzó la amenaza. Unos como zombies comenzaron a seguirme casi como en el videoclip de Michael Jackson. Me alejé lo más que pude, pero cada que miraba hacia atrás allí seguían esas creaturas. Avancé por varias calles, doblé en muchas esquinas con la idea de eludir la persecución, pero fue inútil: cada vez que yo torcía el cuello para ver si ya los había perdido, allí seguían, siguiéndome.

A medida que pasaba el delirio, volvía y volvía a mirarlos. Yo no dejaba de avanzar a paso veloz, al trote, no corriendo, pues sabía que mi condición física no era buena. En una de mis reviradas, como se dice en el beisbol, vi que no sólo estaban cada vez más cerca de mí, sino que eran más. Los sentía tan próximos a mi espalda que, lo juro, escuchaba sus voces. Aunque no se puede decir que eran exactamente voces. Lo que salía de sus gargantas eran gemidos atormentados, palabras que no alcanzaban a ser palabras, sino garabatos sonoros. Seguí mi marcha.

Volví a mirar y reparé en un detalle: delante de mí no veía a nadie en la ciudad, todo Torreón se había vaciado. En contraste, detrás de mí se fue formando poco a poco un tumulto escalofriante de zombies que caminaban como zombies, es decir, con pasos un poco torpes y los brazos un poco levantados, anhelantes, deseosos de alcanzar.

En el clímax de la pesadilla me vi acorralado. No sé cómo llegué a un lugar que ya no me permitió seguir adelante. Me detuve fuente a la pared de un negocio. Miré hacia atrás y el tumulto ya no me permitiría escapar. Levanté la vista al cielo para pedir ayuda a dios y lo único que pude ver fue el anuncio de un negocio de donas recién inaugurado en la ciudad.

sábado, septiembre 09, 2023

Una invitación al aburrimiento








 

No es indispensable el socorro de Lipovetsky o Byung-Chul Han para saber que vivimos en la era del entretenimiento. La relajación mundial de los intereses intelectuales serios, llamémosles así, no es tan reciente, y sus orígenes pueden rastrearse en el auge de los medios masivos de comunicación, sobre todo de la tele que ahora, frente a las redes sociales y su arrastre de tsunami, parece peccata minuta como dinamo de la frivolidad.

Cierto que los espacios de la ligereza estaban bien delimitados: la televisión que apodamos “comercial”, los espectáculos de la farándula y del deporte, los zoológicos, los circos, los parques de diversiones, innumerables publicaciones impresas, casi todo el cine, las ferias y los carnavales hasta la fecha sobreviven con mayor o menor fuerza que en el pasado no remoto, y sólo por cambios tecnológicos o de percepción bien pensante algunos han sufrido mermas o modificaciones: la televisión que conocimos (la de Televisa, en el caso mexicano) ha perdido público tras la aparición de internet y, sobre todo, de los smartphones; los circos ya no tienen animales, y ya casi nadie compra revistas, son algunos ejemplos de tales cambios.

En aquel mundo, insisto que no tan remoto pues todavía podemos ubicarlo como vivo hace treinta años, el inmenso ofrecimiento de banalidades o feudos para la relajación tenía un pequeño contrapeso: algunos espacios, casi guetos, ínsulas en el enorme universo de la complacencia, seguían actuando como si lo importante, o más bien lo fundamental, no fuera divertirse, sino pensar, criticar, plantear ideas. Era casi normal que allí no se buscara entretener al respetable público, la risa como dogma ni la distensión de la mente. Poco les importaba a esos espacios pecar de “aburridos”. La lista de tales zonas liberadas de entretenimiento era encabezada, claro, por las universidades, los museos, los centros de investigación, cierto sector editorial, algunos cineastas, poquísimos programas de televisión y quizá las organizaciones políticas, entre otros, pero no muchos.

El paradigma de esos espacios era el de la noción antigua de la aprehensión del saber resumida en el archiconocido dicharacho “la letra con sangre entra”. Y sí, lamentablemente, desafortunadamente, indefectiblemente, ciertas ideas sólo pueden ser asidas y calar hondo con esfuerzo, sangrando en algún punto de su adquisición. Pongo un caso extremo, aunque no por citarlo quiero decir que yo haya accedido a él: es imposible asimilar sin lágrimas a Kant. Explicarlo con dibujos y sinopsis, añadirle “diversión” para que no resulte tedioso o aburrido, es, necesariamente, rebajarlo en el sentido que en México se da al verbo “rebajar” durante el trance de añadir agua a líquidos como la leche.

Hasta aquí parece que rechazo a machamartillo la diversión. No. Es incluso un derecho, y a mí, pese a ciertas teorías terriblistas sobre la manipulación de masas, me gustan el futbol y las películas de balazos, y también me mueven a risa los memes ingeniosos, entre otras muchas boberías que consumo consciente de lo que consumo. Lo que observo, como mero planteo, es el derrame del entretenimiento en todos los recipientes de la vida. Ya nada debe ser “aburrido”, nada, y todo debe tener un anclaje chido, light, peso pluma. Para no sucumbir ante la falta de feligresía, las instituciones “serias” investigan qué apetecen sus públicos y descubren lo previsible: habituados a las redes sociales, a Netflix, a la cultura del permanente ludismo de los video games, al éxito narcisista de los gyms y las industrias del cuerpo, a la idolatría de cantantes y deportistas, a las tendencias punitivistas del “fascismo societal” (el fascismo ciudadano que ni siquiera sabe que es fascismo, ver Boaventura de Sousa), al estilo Disney de seducir, al exhibicionismo del lujo y su deriva en la aporofobia (odio o fobia a los pobres, ver Adela Cortina), a los malls como cúspides del bienestar, a la dictadura de los likes y a tanta quincalla más, los públicos quieren que las clases escolares sean más dinámicas, que los museos no tengan tantas letritas, que los libros cuenten historias de zombies, que las películas no salgan de lo rápido y furioso, que las campañas electorales sólo emitan fraseología chabacana y cierren sus mítines con grupos de música guapachosa, y, en fin, que se le ampute todo rastro de “aburrimiento” a los productos culturales y sociales que antes eran el único coto reservado al pensamiento sin tanta manga ancha para la ñoñez. En síntesis, el Club Apocalípticos va perdiendo por vergonzosa goleada frente al trabuco Deportivo Integrados.

Esto no es gratuito ni inocuo. El dominio del entretenimiento omnipresente y a la carta, desde Netflix a la FIFA pasando por todo lo que pueda quedar en medio, es al mismo tiempo una fuente de ganancias, de domesticación y de vigilancia. Que todo sea hoy entretenido, breve y por ello fragmentario, ligero, ágil, sexoso, violento, chistoretero, tiene en el fondo un costado político: el control debe darse sí o sí, infaliblemente, generar riqueza y permitir que el robot humano —sea niño, adolescente, adulto o anciano— no pierda la sonrisa, una sonrisa que recuerda, dicho sea para terminar, a la del tal Calabacillas pintado por Velázquez.


miércoles, septiembre 06, 2023

Serrucho en nuestro futbol


 








Aunque cada vez menos, tengo medio siglo siguiendo futbol en la tele y nunca había visto una maniobra similar (aquí la palabra “maniobra” es usada en sentido estricto: obra hecha con la mano): un jugador del Atlas, Juan Zapata, cubre la pelota mientras otro del Querétaro, Omar Mendoza, lo presiona casi ceñido a su espalda para evitar que se dé la vuelta con balón controlado.

Hasta allí todo normal, una jugada ordinaria, de las que se ven cien veces en el accionar futbolístico de cada partido. Lo extraño del caso es que el árbitro Fernando Hernández marcó una falta en contra del defensivo, y todo parecía que iba a quedar allí. Entonces intervino la gente del VAR y el silbante tuvo que ir al monitor para revisar algo que ni el cronista (el lagunero Gustavo Mendoza, de Fox) ni los mismos televidentes teníamos claro. ¿Se trató de un pisotón? ¿Fue un rodillazo? ¿O un jalón de camiseta? El misterio quedó develado con una de las tomas en cámara lenta: el jugador de los Gallos Blancos, al mismo tiempo que defendía, con la siniestra diestra le hizo “serrucho” al futbolista de los rojinegros, es decir, le encajó algunos dedos entre nalga y nalga. Insólito.

Al ver la repetición, todos quedamos entre anonadados y sonrientes, incluidos el relator y los comentaristas de la cadena de televisión: reiteraron la jugada unas tres o cuatro veces, le hicieron un close up y era desde ya una imagen para la historia del futbol mexicano, aunque no por su heroísmo sino por su procaz rareza.

Ciertamente, el “serrucho” es, o fue, no sé, pues hace mucho que no veía algo así, una práctica común entre los mexicanos sobre todo en la edad inevitablemente babosa de la adolescencia. Tenía un sentido vejatorio, como de lo que ahora llamamos bullying, pero no es exacto decir que era eso, pues se aplicaba a los compañeros con ánimo de ofender, sí, pero más que nada como juego de seudomachos. En otras palabras, el “serrucho” se infligía a los amigos, no a los enemigos.

Lo que jamás imaginé es que alguna vez iba a ver, como hace poco, a un jugador expulsado de una cancha de primera división por un “serrucho” que sin duda perdurará en la memoria colectiva por algo parecido a lo que en otros contextos es denominado “faltas a la moral”.

Supongo que eso fue. No sé. Es hora de revisar el reglamento.


sábado, septiembre 02, 2023

Un libro tangencial

 











Aunque sea cacofónico afirmarlo así, el ensayo nece-sita de la cita. Sólo por no dejar, recuerdo algunos casos lejanos y cercanos que ejemplifican la pertinencia de las citas en quienes se dedican a pensar, a ejercer alguna de las mil maneras de la crítica. Alfonso Reyes era un arsenal, y alguna vez Borges, que también lo era, celebró esa facilidad: a la vera de cualquier tema, desde el más simple hasta el más complejo, el regiomontano desenvainaba una cita oportuna, no pocas veces inmejorable. Y Borges igual, insisto. Más cerca de lo humano, recuerdo el caso de Juan Forn, cuyas columnas periodísticas adquirían motricidad a partir de lo citado, casi como si el embrague de sus textos fueran las citas que él sabía cortar como japonés podando bonsáis. Gilberto Prado Galán fue lo más cercano que leí y escuché como alfaguara de citas que brotaban por todos los poros de su conversación y sus ensayos.

Porque en trance de citar, cita cualquiera, pero no en todos los casos hay puntería ni oportunidad en el uso de lo citado. La cita, pues, no sólo debe ser buena, sino quedar incrustada en el momento idóneo de la conversación o del texto, y no aventarla al discurso como quien arroja azúcar a los churros.

Esta es la razón por la que, curiosamente, me han gustado y me gustan muchos libros de corte ensayístico. No porque sean un apelmazamiento de citas excelentes tiradas como con displicencia y sólo para mostrar los músculos de la erudición, sino para catapultar o redondear con tino una idea propia, una reflexión personal. O sea, un libro con citas deslumbrantes no sirve si a la vez no deja ver una cabeza bien amueblada en el citador, un pensamiento que concierte de manera satisfactoria lo propio con lo ajeno. Esto lo enseñó, muy bien enseñado, el señor Montaigne desde finales del siglo XVI.

Los párrafos precedentes sirven como preámbulo (preámbulo es el lugar por donde se camina antes: pre, antes; ambulare, andar) a un breve comentario sobre el libro Por la tangente. De ensayos y ensayistas (Taurus, México, 2020, 190 pp.), de Jesús Silva-Herzog Márquez (Ciudad de México, 1965). Contiene 44 ensayos breves y simétricos, como de tres o cuatro páginas cada uno, en los que el politólogo nos aproxima al mismo número, 44, de escritores de todas las nacionalidades y pelajes. Se trata entonces de un libro asimilable al famoso grabado de Escher: con una mirada ensayística se avanza hacia los recintos del ensayo, y en sus escaleras y pasadizos nos encontramos con ideas que se conectan y se desconectan en muchas las direcciones posibles del entendimiento.

Su título, Por la tangente, alude a la noción del ensayismo clásico: a diferencia del texto dogmático, seguro de sí mismo como roca, el ensayo es sinuoso, serpentino, elusivo, dúctil, niega o asegura sin taxatividad, se escurre de las manos, afirma y duda, avanza y retrocede, y siempre deja entrever que ante la certeza categórica él, el ensayo, prefiere desplazarse por la tangente, por la insegura periferia.

La asamblea de este libro reúne nombres como los de Montaigne, Unamuno, Reyes, Cuesta, Auden, Zambrano (María), Szyimborska y muchos más, y es siempre a partir de alguna de sus ideas, directa o indirectamente citadas con pertinencia y eficacia, como el autor traza su propia reflexión sobre ¿qué? Imposible resumirlo, sólo podría decir que es dable encontrar en estas páginas muchas consideraciones atendibles sobre la escritura, la muerte, el dolor, la risa, el fracaso, la imaginación, la disciplina… la vida en suma.

Silva-Herzog Márquez es bien conocido y seguido como columnista y panelista de televisión sobre todo por quienes abominan a López Obrador; en Por la tangente trabaja otra parcela: exhibe su misma buena prosa, pero meditabunda, tangencialmente, entra con ella a pensar en asuntos muy distintos a los de la picaresca política de México.


miércoles, agosto 30, 2023

Con una sola mano


 











Dado su contenido salaz o picantón desde el punto de vista venéreo, de ciertos libros se dice que fueron escritos para leerse con una sola mano. Tal vez esto era cierto en otras épocas, pues hoy es difícil que las palabras impresas alcancen a ser un estimulante que compita con las imágenes audiovisuales en las que el sexo se representa desde la forma más pálida y sutil hasta la más explícita y bestial. En el futuro sabremos, por cierto, si la disponibilidad de materiales sin tapujos, el aleph de las prácticas corporales vinculadas con la pornografía que es hoy internet, modificará (yo creo que sí, y creo que ya lo hizo) la manera de entender y asumir las relaciones de pareja. Hay en la red tal superabundancia de productos de esa índole que es imposible suponerles inocuidad. Los defensores a ultranza de la monogamia y de la ortodoxia hombre-mujer serán los más inquietos.

Pero en fin, ya me puse medio sociológico y no es lo que deseo, sino hablar sobre una visita reciente a Cayo Valerio Catulo, quien nació en Verona hacia el año 87 antes de C. Como todo mundo sabe, del poeta latino sobreviven 116 poemas breves en los que destacan sus amoríos, sus travesuras íntimas, su celebración del placer y no pocos arponazos a contemporáneos con los que tuvo diferencias. Al releerlo encuentro que sustancialmente no hemos cambiado mucho en más de dos mil años: por más que pase el tiempo, la fuerza de las hormonas es un brazo de palanca definitivo de la vida humana.

Algún lector que no tenga noticia de Catulo querrá ejemplos de su poesía. Recomiendo que en lugar de esperarlos aquí, los busque en alguna de las demasiadas ediciones disponibles o incluso en internet. Encontrará que todavía muchos versos no podrán ser enunciados sin incomodidad en la sobremesa familiar del domingo, así que más vale encararlos sin comensales. Traigo este nomás, no tan subido de tono: “Te lo ruego, dulce Ipsitila mía, / encantos y delicias de mi vida, / invítame a tu casa por la siesta / y hazme este otro favor, si es que me invitas: / que nadie eche el cerrojo de la puerta / y ten tú la bondad de no salir. / Mejor quédate en casa preparada / para echar nueve polvos sin parar. / Aunque invítame ya, si vas a hacerlo, / que acabo de comer y, panza arriba, / atravieso la túnica y el manto” (la edición que uso es Catulo, Mondadori, Madrid, 1999, 68 pp., traducción de Juan Manuel Rodríguez Tobal).

Por eso les digo: comparado con lo que el inframundo internético ofrece ahora en formato audiovisual, esto de Cayo Valerio Catulo es casi casi Dora la Exploradora.


sábado, agosto 26, 2023

Descubrimiento de Didier Eribon

 











Gana el Nobel o muere un escritor islandés y de inmediato salen a opinar, no sin autoridad, comentaristas que muestran fotos con la obra completa del susodicho y explicaciones tan articuladas que parecen párrafos de tesis. No estoy siendo irónico, creo de verdad que hay lectores totales, máquinas de conocerlo, comprarlo y deglutirlo todo, y lo que a mí me parece un escritor recóndito, absolutamente desconocido, para algunos es autor de cajón, figura habitual en los entrepaños de sus bibliotecas. En fin, voy a otro ritmo, y nada sé sobre los inmortales del momento eslovacos o tunecinos.

Luego de esta intro abochornada por frontal en la asunción de mi ignorancia, sigo con una reseña que comienza aquí en modo anécdota (“en modo” es una locución adverbial reciente y puesta en circulación, creo que como calco del inglés, por el argot de la telefonía móvil: “en modo vuelo”): allá por junio ingresé a una librería de viejo y en el hurgamiento no saltaba nada que esfumara mi desinterés. Estaba por claudicar y salir con las manos despobladas, pero me detuve en un libro que ya había visto antes varias veces en ese mismo sitio atestado de títulos imprevisibles. O sea, ese libro había recibido mi recurrente desdén y quizá, porque allí seguía, el de muchos otros potenciales compradores. El caso es que, dado el nulo fruto de aquella incursión a la librería, me detuve en el volumen y leí su cuarta de forros. Bien. Luego leí la semblanza del autor en la primera solapa, e igual, bien. Ya observado con un poco de detenimiento, el libro parecía ofrecer algo bueno por los pinchurrientos ochenta pesos que costaba. Y me lo llevé.

Al llegar a casa (era sábado) comencé a deslizar mi atención en la primera página de Regreso a Reims (Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2015, 250 pp., traducción de Georgina Fraser), de Didier Eribon (Reims, 1953). Lo que pasó después de acceder a esos renglones es que ya no pude detenerme y para el domingo en la noche lo había terminado. Y pensé: “Este será uno de los mejores libros que leeré en 2023”. Es agosto, llevo varios leídos, claro, pero Regreso a Reims sigue estando entre mis nominados para llevarse el galardón “El mejor libro que leí en el año”, premio que por otro lado a nadie le importa, salvo a mí.

¿Y qué es Regreso a Reims? Han pasado más de dos meses desde que lo leí y conservo intacto lo que me deparó, tanto que casi no necesito tener el libro a la vista para reseñarlo. Es una memoria, la del sociólogo y filósofo Didier Eribon. Su encanto, el poder persuasivo de esas páginas, radica, creo, en la sinceridad con la que asume el tema de su libro que —como decía Montaigne— es el mismo autor y la apretada maraña de dificultades que encaró para llegar a la respetabilidad intelectual de la que ahora goza. Hijo de una familia pobre, ignorante y algo disfuncional por lo violenta, Eribon debió romper a ciegas el cascarón de su futuro académico y, junto a esto, lidiar con el descubrimiento, otra adversidad, de su condición homosexual.

La recordación es tan minuciosa como severa: además de relatar las circunstancias necesariamente difíciles para un chico y luego un joven con aptitudes pero sin orientación ni recursos, Eribon analiza los pliegues de su conducta, la manera en la que fue construyendo su visión de la realidad, lo que incluye, conforme avanzaba a los tumbos su vida académica, la vergüenza de su origen social en un medio, el académico francés, que no excluye el clasismo y está diseñado para anular la movilidad ascendente. Como buen sociólogo, Eribon coloca su individualidad en los contextos políticos y culturales que se fueron dando en su país y su llegada a un plano en el cual la cátedra y los libros testimonian que, pese a todo, alcanzó un pico alto de respetabilidad intelectual.

En suma, Regreso a Reims describe en primera persona, sin eufemismos, sin ambages, la accidentada edificación de un destino. Para cuajar en lo que cuajó Eribon, fueron determinantes la voluntad y ciertas carambolas favorables, no la estructura de un sistema diseñado para escamotear oportunidades a quienes comienzan el partido de sus vidas perdiendo cinco goles a cero.

Didier Eribon es autor de una biografía de Michel Foucault (traducida a veinte idiomas) y ha publicado también varias obras como Identidades: reflexiones sobre la cuestión gay, Una moral de lo minoritario y Herejías: ensayos sobre la teoría de la sexualidad. Es hoy considerado uno de los intelectuales franceses más importantes; la Universidad de Yale le otorgó en 2008 el James Robert Brudner Memorial Prize.

Su Regreso a Reims es un libro inteligente y entrañable al mismo tiempo.


miércoles, agosto 23, 2023

Dos párrafos de la “Oración”











 

He escrito ya sobre la “Oración del 9 de febrero”, uno de mis textos favoritos de Alfonso Reyes. Recién lo releí (van como diez veces que paso el ojo por sus renglones) y al indagar un poco encuentro un dato extraño. El maestro Adolfo Castañón afirma que lo “Lo publicaría diez años después de la muerte del autor su viuda, Manuela, no se sabe si por encargo del autor o por casualidad al revisar ella los papeles del polígrafo”. Reyes murió en el 59, pero tengo la primera edición de Era de 1963, y otra casi idéntica publicada también por Era sesenta años luego, en 2013, en cuya cuarta de forros Christopher Domínguez Michael observa que Alfonso Reyes “dispuso la publicación póstuma —llevada a cabo por Ediciones Era en 1963”.

Como tengo la edición del 63, pensaré que estamos en el sexagésimo aniversario de la primera difusión de aquel valioso texto alfonsino. Lo escribió en Buenos Aires hacia 1930, tenía 51 años, y declaró allí mismo que “Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día”; se refiere al 9 de febrero de 1913, fecha en la que su padre comenzó el alzamiento contra el gobierno de Madero y cayó abatido en las puertas de palacio.

Hay dos párrafos que me conmueven en la “Oración…”. Son estos:

“Con la desaparición de mi padre, muchos, entre amigos y adversarios, sintieron que desaparecía una de las pocas voluntades capaces, en aquel instante, de conjurar los destinos. Por las heridas de su cuerpo, parece que empezó a desangrarse para muchos años, toda la patria. Después me fui rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos pobres perros de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como aprenden a trinchar con una sola mano los mancos; como aprenden los monjes a vivir sin el mundo, a comer sin sal los enfermos. Y entonces, de mi mutilación saqué fuerzas. Mis hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio. Discurrí que estaba ausente mi padre —situación ya tan familiar para mí— y, de lejos, me puse a hojearlo como solía. Más aún: con más claridad y con más éxito que nunca. Logré traerlo junto a mí a modo de atmósfera, de aura. Aprendí a preguntarle y a recibir sus respuestas. A consultarle todo”.

“También supe y quise elegir el camino de mi libertad, descuajando de mi corazón cualquier impulso de rencor o venganza, por legítimo que pareciera, antes de consentir en esclavizarme a la baja vendetta. Lo ignoré todo, huí de los que se decían testigos presenciales, e impuse silencio a los que querían pronunciar delante de mí el nombre del que hizo fuego. De paso, sé que me he cercenado voluntariamente una parte de mí mismo; sé que he perdido para siempre los resortes de la agresión y de la ambición. Pero hice como el que, picado de víbora, se corta el dedo de un machetazo. Los que sepan de estos dolores me entenderán muy bien”.

Quizá exagero, pero el aniversario de la “Oración del 9 de febrero” es para mí una efemérides. Por eso la cito, por eso invito a su lectura. Podemos encontrarla en la hermosa edición de Era o en el tomo XXIV (México, 1990, 25-39 pp.) de las obras completas de AR publicadas por el Fondo.


martes, agosto 22, 2023

sábado, agosto 19, 2023

Más apuntes de González Torres












Generoso como soy, en menos de un año me he obsequiado esto: leer tres libros de Armando González Torres (Ciudad de México, 1964). Comencé con Las guerras culturales de Octavio Paz (El Colegio de México, México, 2014, 191 pp.), seguí con La lectura y la sospecha. Ensayos sobre creatividad y vida intelectual (Cal y arena, México, 164 pp.) y hace unas semanas di cierre a La pequeña tradición. Apuntes sobre literatura mexicana (UNAM/Equilibrista, México, 134 pp.). El primero es un ensayo académico, el segundo colinda con el ensayo de vida cotidiana (como diría José Joaquín Blanco) y el tercero podría ser ubicado sin errar en el ensayo literario próximo al retrato. Sean lo que sean y más allá de su condición genérica, los tres son libros que me depararon el gusto de leer a un escritor agudo, erudito y fino al mismo tiempo.

También poeta, González Torres ha seguido durante varias décadas un itinerario que lo destaca como crítico de nuestra literatura. Sin aspavientos, sin filias ni fobias de capilla o hígado solitario y kamikaze, su obra ha venido consignando los rasgos ocultos y sobresalientes de escritores todavía presentes y otros un tanto olvidados, como puede notarse en La pequeña tradición. Junto con su delicadeza crítica, me gusta encontrar, y por ello destacar, la pulcritud y belleza de su prosa, una prosa de ensayista que no condesciende a las jerigonzas intragables de cierta crítica ni a las anfractuosidades de estilo que hacen difícil lo sencillo nomás para apantallar incautos.

En La pequeña tradición asistimos a una mesa con 18 aproximaciones administradas en dos segmentos: “Sombras fundadoras” e “Inevitablemente modernos”. La primera contiene, como lo insinúa el adjetivo “fundadoras”, sobrevuelos en torno a escritores cuyo desarrollo se dio principalmente en la primera mitad del XX. Son (el prácticamente olvidado) Carlos Díaz Dufoo, Alfonso Reyes, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Jorge Cuesta, Rubén Salazar Mallén (otro muy olvidado) y José Revueltas. La segunda parte es más amplia y contiene autores de la generación de medio siglo en adelante: Juan Vicente Melo, Alejandro Rossi, Jorge Ibargüengoitia, José de la Colina, Gerardo Deniz, Eduardo Lizalde, Manuel Ponce (muy desconocido), Francisco Cervantes, Salvador Elizondo y Ramón Xirau.

El abanico es amplio, y lo mismo convoca a escritores todoterreno, como Reyes, que a escritores identificados con un solo género e incluso con una sola obra, como Gorostiza.

Este engarce de retratos procede como alambique: en cada pieza se ha destilado la esencia de los escritores que entran en la mirilla de González Torres. No es un repaso exhaustivo de cada uno (como ocurrió en el libro sobre Paz), sino la focalización de los rasgos que mejor ayudarían a percibir excepcionalidades ora de carácter, ora de orientación estética, ora de libros claves y ora hasta de defectos. No traigo ejemplos por falta de espacio y también porque todo el libro es bueno, claro y puntual en lo que afirma. Lo he leído con sosegado placer y para quienes gustan del ensayo literario está, como dicen los argentinos, para alquilar balcones.

miércoles, agosto 16, 2023

Mientras el producto de achica

 







De mi amigo Orlando Van Bredam (Villa San Marcial, Entre Ríos, Argentina, 1952) tengo, entre otros libros, una novela escrita en clave de crónica o reportaje cuyo título es inmejorable para ceñir el tema que aborda: Mientras el mundo se achica (Editorial Fundación La Hendija, Paraná, 2014, 99 pp.). Su protagonista es, o fue, un personaje real: el basquetbolista argentino Jorge González, hombre que desde la adolescencia comenzó a crecer y crecer, lo que en principio favoreció su desempeño en el basquetbol pero a la postre terminó por convertirse en hándicap para su salud. Jugó en la selección argentina, probó suerte, sin fortuna, en la NBA y cerró su vida deportiva en la estrafalaria y pésima lucha libre de Estados Unidos donde alcanzó alguna celebridad por ser el gladiador más alto de la historia: 2,29 metros. Nació en 1966 y murió joven, a los 44, en 2010.

Pero, aunque me sirve de introducción, no es del Gigante González sobre quien deseo escribir en estos párrafos. Sólo me agarro del título Mientras el mundo se achica para comentar que así me siento con frecuencia al salir de las tiendas, pues muchos productos de consumo más o menos frecuente se han achicado hasta convertirse en miniatura gastronómica. Sé, lo tengo muy claro, que la mayoría son chatarra, pero eso no quita que se trate de un fraude fraguado lentamente, durante años de gradual empequeñecimiento.

Un especialista en asuntos de mercado y consumo me explicó que el fenómeno del achicamiento en el tamaño del producto se debe a la inflación. Las empresas, para no incrementar el precio de sus productos con el fin de no desalentar el consumo, han programado la reducción al tamaño de lo que venden. Ahora bien, esta política tiene un límite, es decir, las empresas no pueden reducir el volumen y el peso del producto de manera infinita, pues con esa tendencia los consumidores terminarían comprando vacía la bolsita de celofán. Es viable suponer, entonces, que luego de la reducción de peso y tamaño se dé una reducción en la calidad de los ingredientes. Puede ser.

La tendencia achicadora se ejecuta con mayor facilidad en los alimentos procesados. Reitero que yo lo he notado sobre todo en muchos o en todos los denominados, no sin razón, chatarra. Alguien podrá aplaudir esa política, pues debido a ella consumiremos menos basura, pero insisto que no me refiero a las nulas propiedades nutritivas del producto sino al fraude que implica, dado que al mismo o mayor precio se vende un bien que a leguas es más pequeño que el conocido años ha. ¿Y por qué es más fácil hacer este chanchullo con los alimentos procesados? Fácil: porque el consumidor no puede compararlos directamente. Todos notamos que los Pingüinos Marinela son más chicos que los disponibles hace diez o quince años, pero nadie conserva un paquete para atestiguarlo de manera fehaciente. Y así con muchos otros productos: nuestra memoria nos advierte que las pastillas Halls tenían cierto tamaño y eran perfectamente gruesas y cuadradas, así que en poco se parecen a las que hoy podemos conseguir: más pequeñas, de forma irregular y medio redondeada para ahorrar a la empresa cuatro esquinas de ingrediente.

Por todo esto, digo, me gusta el título del libro mencionado hace algunos renglones, pues resume muy bien lo que nos ha pasado: como cualquier mexicano, soy un consumidor que sin querer aterrizó en Lilliput, un mundo en el que las políticas marrulleras de muchas empresas han miniaturizado lo que compramos.


sábado, agosto 12, 2023

Cocina nuestra

 






Nada hay más cultural que la cocina. Lo que comemos en la infancia, la sazón descubierta en el espacio familiar, arraiga tan profundamente en nosotros que luego es imposible olvidarla. A esto hay que sumar lo que encontramos en las calles próximas, en los espacios comerciales que amplían o complementan la cocina de mamá. La prueba de su penetración en nuestro ser puede encontrarse en casos de lejanía: cuando una persona se aleja geográficamente de su entorno formativo, ya sea por viaje o exilio de cualquier tipo, carga en su memoria palatal el recuerdo de aquellos sabores, aromas, colores y texturas que acompañaron su pasado. Por eso un italiano fuera de Italia extraña sus prodigiosas pastas, por eso un argentino fuera de Argentina anhela su proverbial asado, por eso un mexicano fuera de México apetece sus infinitos tacos.

Cocineras tradicionales, de Christian Pérez Martínez y Jesús Salas Cortés, es un PDF recientemente incorporado al lote de libros de descarga gratuita en la página web de la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Coahuila. Se trata de un documento interesante para los laguneros, pues allí aparecen algunos de los platillos caros a nuestros fervores gastronómicos.

En su escueto prólogo, los autores señalan que “Las recetas presentadas en este pequeño, pero muy significativo, compendio forman parte de la cocina tradicional coahuilense; específicamente de los municipios de Saltillo y Arteaga. Estamos convencidos de que la cocina tradicional es viva y dinámica por lo cual dichos platillos forman parte significativa de la gastronomía del noreste de México”. Es interesante comprobar pues que hay cierta unidad en la cocina del sur de Coahuila, el sur que abarca de Saltillo hasta La Laguna pasando por Parras de la Fuente.

Entre otros, desfilan por estas páginas platillos como los tamales norteños (distintos a los del centro y sur del país), los chiles rellenos (que aquí sí vienen lampreados), el asado de puerco (una de las joyas culinarias laguneras), la tortilla de harina (la hecha en casa, que es un portento), el chicharrón prensado (sin duda el guiso más celebrado dentro de la gordita), la capirotada (indispensable en cuaresma), el caldillo de carne seca y la discada.

Nos son muchos, pero sí una muestra representativa de lo que nos gusta y lamentablemente se ha ido perdiendo como práctica en las cocinas familiares, aunque no en espacios públicos como fondas, cocinas económicas y restaurantes.

Es verdad que la globalización ha incorporado muchos platillos foráneos en la cocina mexicana, que hay innumerables restaurantes con ofrecimientos que hace veinte años ni siquiera conocíamos (el shushi o las crepas, por ejemplo), pero también es verdad que nuestra cocina tradicional se ha defendido con uñas y dientes para seguir alegrándonos. Ojalá que esto perdure. Obras como el recetario Cocineras tradicionales, pese a la modestia de su ediciónnos alientan a pensar que así será.


miércoles, agosto 09, 2023

Videitodependencia










Todos somos vagabundos en internet. Quizá es posible privarse de las redes sociales, pero es un hecho que el contacto con la web nos abre la puerta a la vagancia digital. Esta es la razón por la que muchas veces me he sorprendido navegando en páginas impensadas, escudriñando espacios que no estaban en el presupuesto al principio de alguna navegación. Es como si los hipervínculos fueran un pueblo siempre nuevo y nosotros eternos turistas: erramos por allí dejándonos llevar, engatusados, por la curiosidad.

Por supuesto que uno debe ser muy celoso de su tiempo para evitar las pérdidas miserables de vida en el reino de la digitalidad. Pero la lucha es dura, y no tiene cuartel. Esto se comprueba —lo digo como conejillo de Indias— frente a la novedad de los años recientes: los videos breves al modo de tictok y formatos semejantes. Su poder de hechizo es inmenso, y con el apoyo del algoritmo resulta demoledor: uno ve un video y de inmediato se desencadena una ristra indetenible e inagotable de nuevos videítos. Es un mal de nuestra época, la manera más estúpida de dilapidar la poca vida que tenemos.

Christian Ferrer, sociólogo argentino al que admiro, comentó en una entrevista lo siguiente. Creo que sus palabras sirven para que al menos reparemos en que el daño no es otro que la vacuidad a la que tales adicciones nos conducen: “… millones y millones de personas se están autopercibiendo como emisoras de información sobre todo en las redes sociales. Es así: niños, adultos, viejos, todos están obligados a emitir información sin que importe el contenido, lo importante es la emisión, y sin que además estas personas, aunque no se les oculte lo que está ocurriendo, se preocupen mucho por el control y la vigilancia que se está ejerciendo sobre ellas, porque sencillamente hacen una ecuación: mi narcisismo es más importante que la vigilancia (…) estas redes sociales cumplen una función muy útil: que permiten que toda la bilis, la crueldad, la vanidad, los peores sentimientos, se vehiculicen. Si no se vehiculizaran por las redes sociales, la gente estaría degollándose una a otra…”.

Puede parecer excesivo, pero es cierto: las redes tienen un componente atroz que más vale no perder nunca de foco.

sábado, agosto 05, 2023

Libros y autores de Posteguillo












El título es de por sí largo y se alarga más con el subtítulo: La noche en que Frankenstein leyó el Quijote. La vida secreta de los libros (Planeta, México, 2012, 230 pp.), de Santiago Posteguillo (Valencia, 1967), y se trata de un libro rico en datos, entretenido y bien escrito, de tono sobriamente divulgativo.

Había postergado a Posteguillo por uno de esos mil prejuicios que uno tiene como lector: ciertos temas, ciertos abordajes, cierta mercadotecnia, ciertas épocas como trasfondo e incluso cierto estilo de portadas alejan a ciertos lectores de muchos escritores quizá atendibles, pero lamentablemente envueltos en el aura no canónica del éxito comercial y de los asuntos que atraen la atención de Hollywood. Un caso notable que se ciñe a lo que deseo explicar es El código Da Vinci, libro en el que jamás puse una yema.

Tal vez me equivoco, seguro que es así, pero las novelas de Posteguillo no me atraían por lo ya enumerado. En fin: una de las libertades de todo lector es la libertad de errar. Pero el desdén no se dio cuando en la librería de viejo detecté hace poco el libro del título largo ya citado. Leí su contratapa, vi su índice, lo compré por curiosidad y terminé leyéndolo de jalón, con gusto y gratitud, pues se trata de un engarce de estampas biográficas en las que los protagonistas son, siempre, algún autor, el contexto en el que nacieron sus libros o algún otro detalle próximo.

Posteguillo tiene perfil académico, detrás de lo que escribe hay un soporte documental que en este caso suma al final del libro. Junto con esto, apela a las licencias de la imaginación y logra por ello construir piezas magníficas en las que no sentimos los datos como datos, sino como pormenores naturales de las vidas que reconstruye.

Si no he contado mal, son 24 las piezas que componen La noche… En una reseña tan corta como la que vas leyendo, amable lector (perdón por la fórmula cervantina), es imposible dar cuenta acabada del contenido de cada una. Además, es imposible no elegir algunas favoritas. Por ejemplo, en la que da título al libro, Posteguillo describe cómo Mary Shelley, la creadora del famoso monstruo con tornillo en el cuello, fue lectora apasionada del hidalgo manchego, esto al grado de aprender nuestra lengua sólo para releerlo.

Unas piezas después, el autor valenciano se detiene en el momento en el que Conan Doyle mató a Sherlock Holmes y la broncota que se le armó por ese crimen de leso personaje literario, un brete del que pudo salir mediante la técnica de la resucitación. El sir tenía que revivirlo o exponerse al desprecio de los lectores.

Todas las estampas tienen, insisto, buen sabor, un tono adecuado para leer con gusto. Algunas participan incluso de la crónica, de una autorreferencialidad nada incómoda, como ocurre con aquélla en la que Posteguillo cuenta haber dialogado, en la Semana Negra de Gijón, con Anne Perry, la escritora inglesa que a los quince años, precozmente coludida con su amiguita Pauline Parker, despachó al más allá, en Nueva Zelanda, a la señora Parker, travesura que años después daría pie a la producción de la película Criaturas celestiales (1994).

No prometí compartir mucho de este libro ameno y misceláneo. Sólo diré para cerrar que me llevé una sorpresa (obviamente grata) con Posteguillo y de aquí en delante buscaré, al menos, sus libros de no ficción. Ya le tomé el pulso a uno y me agradó.

miércoles, agosto 02, 2023

Cajita de saldiuvas










El jueves escribí este post: En la Casa Juárez vi este hermoso adorno (una caja antigua de sal de uvas Picot) que detonó en mí, proustianamente, un recuerdo de la infancia. A la sal de uvas Picot la mencionábamos en masculino: “Tómate un sal de uvas”, y ya no decíamos “Picot”, pues se suponía que la única sal de uvas era la de esa marca. También recuerdo que no se oía “sal de uvas”, sino como una sola palabra: “saldiuvas”. Esa empresa produjo durante muchos años unos cancioneros con los éxitos musicales del momento, pero fueron famosos antes de que yo naciera. Lo que sí recuerdo, y conservo, es el cancionero Bimbo que circuló en los setenta, con prólogo y notas de Sergio Romano, un locutor con peluquín que luego saldría en programas de Imevisión. El librito me impresionaba, y por eso lo conservo: me parecía increíble poder leer las canciones famosas del repertorio mexicano, como si el sonido se materializara allí en papel y tinta. En un mundo ágrafo y sin publicaciones a la mano, ese cancionero fue para mí una forma de acceder a la literatura que se defiende sola, sin la muleta de la música. Todo lector comienza de algún modo: yo comencé con el periódico La Opinión (hoy Milenio Laguna), revistas de futbol y el cancionero Bimbo.

Las respuestas a este comentario fueron inmediatas.

Claudia Tellaeche, desde Chihuahua, señala que tiene una cajita idéntica: “Yo lo veo a diario en mi cocina, me encanta, es un tesoro obtenido de la tienda de mi bisabuelo”.

Juanjo Rodríguez, escritor mazatleco, agregó: “Sergio Romano acabó en la tele local de Hermosillo, ya sin peluquín, con un programa propio… y creo que lo anunciaba Lily Téllez. Por cierto, la empresa de sal de uvas Picot era un tejaban con unas señoras en la ciudad de México que revolvían las sales y pegaban ahí mismo las etiquetas. El dueño se hizo rico gracias un comercial de los inicios de la radio que lo invento Cri Cri, que era locutor y productor a ratos: ‘Cuando aprieta el ardor, y el calor es agobiante, tome algo refrescante, con sal de uvas Picot’. Se volvió un éxito ese anuncio y también el producto. Lo leí en las memorias de don Gabilondo Soler, que son muy divertidas”.

Zita Barragán, escritora de Durango, apuntó: “Debí conservar mis cancioneros Picot, no sé qué hice con ellos. ‘La mandíbula batiente, llaman a Chencho Mejía, porque come todo el día y luego se siente mal, atacado por agudo malestar estomacal. Oh, y ahora ¿quién me lo quita? Te lo quita Burbujita, de la sal de uvas Picot”.

Toda esta memoria colectiva por culpa de un adorno y la palabra “Picot”. 

sábado, julio 29, 2023

Cuentos de La Reportera Roja


 











Fernando Fabio Sánchez presentará hoy La Reportera Roja, su más reciente libro, en Francisco I. Madero, Coahuila. Comparto aquí parte de la reseña que leí en la presentación celebrada en Torreón el 12 de julio.

Gracias a que le llevo una década de edad he sido testigo afortunado de su crecimiento como escritor y académico, dos facetas que Fernando Fabio Sánchez ha compaginado con solvencia. Es un escritor todoterreno, dotado para la narrativa, la poesía y el ensayo, a lo que desde hace varios años ha sumado la labor de columnista en el diario Milenio Laguna.

Su foja de méritos exhibe logros pesados: es profesor de Estudios literarios y Cinematográficos en California Polytechnic State University, San Luis Obispo. Obtuvo un doctorado en Letras Latinoamericanas por la University of Colorado en Boulder. Se ha concentrado en el estudio de la modernidad y sus diferentes relaciones con la literatura, el nacionalismo, la violencia y la cultura visual en el México post-colonial. Ha publicado los libros de cuento Los arcanos de la sangreDe la escritura a la evidencia: siete historias (pseudo)policiales y los de poesía Posesión de naves y Creación de fondo; y artículos y libros de crítica literaria. En el 2010 publicó el ensayo Artful Assassins: Murder as a Art in Modern Mexico (Vanderbilt University Press) y coeditó, junto con Gerardo García Muñoz, La luz y la guerra: el cine de la Revolución Mexicana (Conaculta).

La Reportera Roja, el libro que nos ocupará, contiene ocho cuentos en los que son más que visibles las pericias literarias de Fernando. Narrador afilado, hunde su mirada en los socavones de la realidad en la que vemos deambular personajes agobiados por el miedo, la desdicha, la incertidumbre y la violencia. Impresiona en los relatos de este autor la firme prosa que sirve para escudriñar las grietas del alma humana, una tendencia permanente a ver más allá de los personajes, a encajar la vista en la circunstancia que los ha moldeado, en el contexto que los formó o los deformó. Fernando es un buzo de la maldad humana, un buscador de las esencias del poder.

Francisco Pineda, de Ciudad Lerdo, moreno, talentoso pero gris, excelente estudiante en el pasado, es el protagonista de “El otro corazón”. Trabaja de forense en Jiménez, Chihuahua. El relato habilita la descripción del bombeo del corazón con lenguaje forense. En su estructura, el cuento pespuntea de las indagaciones policiacas a los discursos técnicos sobre el corazón. El asunto central es ir a ver en tráiler reportado como misterioso, abandonado. Otra vez, la ciencia en su propósito de explicar la barbarie. Francisco trabaja en el forense como de rebote, por los caprichos del laberinto laboral. Sabe que el tráiler tiene seres humanos. El tema de la violencia está allí, aludido en toda su crudeza.

En “La Reportera Roja” un narrador testigo cuenta la historia de la Reportera Roja. Cecilia, quien antes de ser periodista trabajó como socorrista en la Cruz también Roja. Cecilia ha sido reportera de guardia luego de pasar por otras fuentes de información. La historia se ubica en la etapa de mayor violencia en La Laguna, es decir, por el año 2010. El narrador testigo es un poco extraño: cuenta la historia con una especie de cercanía afectiva, parece inmerso en el mundo de Cecilia, la Reportera Roja. El final nos deja ver por qué el narrador está o parece estar cerca de la protagonista.

“Lamborghini negro” es un cuento sobre el poder, sobre el poder excesivo, el poder que jamás mira hacia la ley porque él es per se La Ley. Con el fondo sonoro de la Novena de Beethoven, un rasgo que nos remite al absolutismo ilustrado en este caso contemporáneo, un auto se desplaza a velocidad extrema por la ciudad. Lo conduce un patricio con genealogía de larga data que, alebrestado por el insumo de cocaína, no repara en gestos de prepotencia para indicar con su actitud suicida quién es él. Lo persigue la policía en una jornada peliculesca, algo surrealista, narrada con una prosa exacta y vertiginosa al mismo tiempo. La resolución es previsible si nos atenemos al estatus del conductor y al tipo de vehículo en el que va trepado.

El procurador de justicia Fernando del Rey es el personaje más destacado de “El silencio”, quien junto con sus guardaespaldas es acorralado por presuntos narcos en las oficinas de la institución judicial, lugar en teoría invulnerable ante los ataques de la delincuencia. Nadie llegará a ayudarlos, es una emboscada cuya trama se pierde en los entresijos del poder. En este relato, Fernando Fabio Sánchez se ha detenido con minucia en la semblanza de los guaruras, casi como para significar que cada uno es un ser humano completo, con vida y con afectos, joven. Las cartas ya están echadas, sin embargo, y Fernando del Rey y su gente se verán ante un desafío sin vuelta, irremediable en su aparatoso clímax.

Una enfermera, un grupo de militares y un narco participan en “As de corazones”. En la historia, Bernardo, el narco, pone en marcha un plan para escapar del hospital antes de recibir la alta que lo condenará a ser víctima de los militares. Usa para huir a Daniela, la enfermera, quien al parecer muerde todos los anzuelos y obra con la buena fe que dicta su corazón, claro, enamorado. El final queda abierto hacia una cacería humana.

Rodrigo de la Paz, chofer de camión repartidor de lácteos, aparece en “El tiempo corre”, un cuento sobre los pueblos diezmados por la violencia. “Una historia de familia” trabaja sobre los relatos fundacionales de la riqueza, muchos de ellos basados en el saqueo que con el tiempo, con el paso de las generaciones, termina adecentado hasta que queda muy atrás la turbia acumulación original del capital. “Jefe de jefes”, cuento que cierra el libro, explora los vaivenes en las alturas del supersticioso poder narco.

La Reportera Roja, tercer libro de cuentos de Fernando Fabio Sánchez, tiene como fondo recurrente la violencia que ha aumentado en los años recientes, pero que en realidad nunca ha estado ausente de nuestro país. Los personajes son sujetos moldeados por circunstancias tan complejas como difíciles, y el autor ha sabido sobrevolar tales circunstancias con historias que a su vez contienen historias, mecanos narrativos en los que despliega una sensibilidad muy fina para percibir de dónde, en México, ha soplado el viento de la desgracia siempre dependiente del poder político y económico nada encubierto en sus atavismos y en la protervia de su accionar.

Comarca Lagunera, a 12 de julio de 2013

Texto leído en el Archivo Municipal de Torreón el 12 de junio de 2023 en la presentación de La Reportera Roja, (Universidad Veracruzana, 2023, Xalapa, 97 pp.), de Fernando Fabio Sánchez. Los comentarios fueron desahogados por Gerardo García Muñoz, el autor y yo.

miércoles, julio 26, 2023

Heriberto, gurú y amigo

 










¿Cómo procesar esta nueva pérdida? ¿Dónde encontrar argumentos que expliquen los caprichos del destino? ¿Por qué los talentos como el suyo se nos adelantan tanto? Uno más de mis admirados amigos, Heriberto Alejandro Ramos Hernández, ha partido. Tenía apenas 57 años y la lucidez entera, con la plenitud que a sus cercanos nos llevaba a motejarlo “Gurú”. Una vez me dijo que el apodo no le cuadraba mucho, que le parecía excesivo. Le comenté que era una cordial forma de reconocer su brillante manera de razonar, su conversación siempre atinada, sus innumerables referencias bibliográficas, su tremenda aplicación de la lógica a la hora de sopesar cualquier idea.

De muchos amigos cercanos recuerdo el lugar exacto donde los conocí. El sitio en el que conocí a Heriberto es uno de ellos. Un mañana de 2004 o 2005, en el umbral de mi oficina en la Ibero Torreón, nos estrechamos las diestras y de inmediato pude ver uno de los rasgos más salientes de Heriberto: su cordialidad. Algo debíamos ver sobre un ensayo de su cosecha, pero lo que realmente nos detuvo en la conversación fueron los temas espontáneos de cualquier primer contacto. Supe que tenía un gran conocimiento de la economía y las finanzas, y que durante muchos años había trabajado en ese ramo dentro del sector privado. Lo que me sorprendió desde el principio fue que, pese a la lejanía de su especialidad con respecto de la mía, él tenía una formación múltiple, de lector omnívoro. Cierto: leía vorazmente libros de su ámbito profesional, pero tenía un profundo respeto de lector por las humanidades, sobre todo por la literatura.

Lo que más me asombró fue, pues, algo que de Heriberto podíamos esperar: él, ciertamente, vivía como profesional del mundo financiero, pero su vocación de lector lo había llevado incluso a conocer hasta a los escritores de la localidad. “Te conozco muy bien”, me dijo, y de golpe comenzó a mencionar algunos de mis libros. Luego supe que Heriberto era así: vivía en su mundo, era un hombre más bien tendiente a la soledad, pero la ventana de la lectura le había permitido enterarse de todo. Tenía una memoria espectacular, y él lo sabía, pues alguna vez me comentó que no olvidaba nada de lo que leía. Y me lo demostró varias veces al citar frases enteras de las fuentes bibliohemerográficas más diversas.

Poco a poco fuimos afinando la amistad. Él no forzaba los encuentros, era muy respetuoso del tiempo ajeno, pero en no pocas ocasiones, menos de las que uno desearía, nos vimos para conversar él y yo solos o junto a varios amigos comunes como Jesús Haro, Salvador Perales, Édgar Salinas y Gilberto Prado. Nuestros puntos de reunión eran algunas de las muchas cantinas de Torreón, sobre todo el salón Versalles, aunque un par de veces nos convidó al espléndido jardín de su casa donde hacía gala de una anfitrionía perfecta. Era un apasionado de la conversación, de las bromas, de la risa, pero en medio de todo siempre sabía deslizar comentarios cultos, referencias históricas, políticas, económicas, literarias. Era un erudito, un enamorado permanente del conocimiento.

Cierta noche de 2014 me invitó a cenar porque tenía la inquietud de pedirme un favor: había armado su primer libro y quería que yo lo ayudara a editarlo. Por supuesto le dije que sí, y comenzamos con ese trabajo que sirvió de pretexto para vernos más seguido. Avanzamos sin apuro, sin impaciencia, y en 2015 tuvimos listo El interés más sincero, un conjunto de artículos brillantes, divulgativo, sin tono grave o pomposo, sobre muchos recovecos de la vida intelectual, el mundo docente, la administración, le lectura y más temas. Heriberto quería el libro para regalarlo a sus parientes y amigos, y no lo presentó. Tuvieron que pasar como seis años para que, en 2021, me recordara esa posibilidad, y el 23 de septiembre de aquel año el talentoso Carlos Castañón y yo lo presentamos con mucha calidez en el Archivo Municipal de Torreón. La contratapa del libro, lo que Heriberto decidió destacar de su exuberante currículum, quedó así: "Heriberto Ramos Hernández (Torreón, Coahuila, 1967) es licenciado y maestro en Administración y en Finanzas, y tiene estudios de doctorado en Alta Dirección. Es profesor visitante en posgrados de Escuelas de Negocios en México y en el extranjero. Ha publicado columnas de opinión y artículos académicos en Expansión, Milenio Diario y en publicaciones del ITAM, IPADE e Ibero. Durante más de veinte años se ha ganado la vida en el ámbito de los negocios como empresario, banquero, asesor, consejero y profesor. Actualmente es director y miembro del consejo de administración de dos fondos de inversión, de una sociedad financiera y de varias compañías en los ramos agrícola, inmobiliario y biotecnológico. Como maestro ha trabajado, entre otras instituciones, para la Universidad Iberoamericana Torreón y la Universidad Autónoma de Coahuila. Le gusta leer mucho y de todo".

No hace tanto, como un año más o menos, me habló por teléfono para compartirme su deseo de publicar uno o dos libros más cuyos originales ya tenía terminados o casi terminados. Gustoso le dije que sí, que cuando estuvieran listos les poníamos manos a sus obras. Tiempo después ya no volvió a comentarme nada sobre el avance de aquellos materiales, pero supongo que sí quedaron organizados.

En los años recientes no nos vimos tanto como antes, pues yo cambié de domicilio, me alejé mucho del centro de la ciudad y comencé, por la edad a la que voy llegando, un proceso de aislamiento social que en teoría me permitirá organizar mejor mis cosas sobre todo literarias. Eso no significó incomunicación con Heriberto, pues con mucha frecuencia entablamos largas conversaciones escritas por Whatsapp. En ellas, agradezco que siempre me alentó a seguir, que siempre, como pocos, leyó y aplaudió mi trabajo de escritura. La última conversación que guardo ocurrió el domingo pasado, cinco días antes de su adiós.

A Claudia, su amada esposa, a Heriberto, su amado hijo, y a toda su familia y sus amigos, no puedo no compartirles estas palabras y un abrazo que apenas describe muy superficialmente al extraordinario ser humano que fue Heriberto, nuestro querido Gurú.

Descanse en paz.

Nota. En la foto, Heriberto (de pie, camisa negra), junto a Gilberto Prado Galán, Miguel Teja Aranzábal (también de pie), Héctor Matuk Núñez y yo. Patio del bar La Terminal, Torreón, abril de 2018.