Nuestro oficinista sobrevive a los tumbos en una urbe sombría
e inhumana, demasiado inhumana. Se trata de un tipo mediocre, tan apocado que
casi es invisible. La rutina lo cerca y los días van minándolo hasta límites inconcebibles.
No es dueño de su vida, y todo alrededor se confabula para hacerlo papilla,
para machacarlo en el mortero de la desdicha. El oficinista no tiene nombre,
así que basta llamarlo así: el oficinista, quien parece ser el resultado individual
de un proceso —¿económico, político, social, moral, todo eso junto?— que ha
pulverizado la vida de inmensas colectividades. El oficinista, pues, es uno y
millones, una sinécdoque de la devastación mundial.
Guillermo Saccomanno (Mataderos, Buenos Aires, 1948) ha
formulado en El oficinista (Premio Biblioteca
Breve 2010, Seix Barral, Buenos Aires, 2010, 201 pp.) una distopía ubicada en
un futuro que de tan reconocible casi no pertenece al futuro, sino al presente,
un huevo de serpiente. Saccomanno nos recuerda en esta novela lo que de alguna
manera ya estamos resintiendo: que la civilización es una carnicería, que el
progreso pasó a convertirse en un animal que nos engulle y nos defeca sin
conmiseración.
El oficinista que protagoniza esta historia habita, como sus
congéneres, en colmenas impersonales. Sus horas mecanizadas transcurren esencialmente
en tres espacios, todos extensiones de la cárcel: la oficina, la calle y el
hogar. Ninguno de ellos supone, obvio, bienestar, sino lo contario: los tres son
infiernos cuyos vasos comunicantes infectan de infelicidad a quien los toca. El
oficinista pasa sus horas tras un escritorio en el que desahoga trámites
miserables. Son tan insignificantes que ni siquiera sabemos cuáles son. Lo que
sí sabemos es que todo el tiempo, síntoma de la era ruin que padecemos, vive
colgado de la zozobra que significa perder su trabajo, de suerte que conservar
el empleíto es la medida de todas las abyecciones. El oficinista es por ello un
paranoico que en todo ve signos de peligro, amenazas a la seguridad de
conservar su puesto en la maquinaria.
Sin embargo, pese a lo terrible que resulta vivir sentado
frente al escritorio, la libertad de la calle y el sosiego del hogar no son mejores
opciones. Apenas se libra del trabajo y de las horas extras asumidas casi con
placer, para evitar lo que sigue, el oficinista emerge hacia la calle y lo que
encuentra allí es abominable: como en una fantasmagoría preapocalíptica, la
ciudad se ha vuelto ámbito de depredación, de inseguridad y desprecio por la
vida humana. Es, no sabemos por qué pero lo intuimos, sobrevolada por
helicópteros artillados que luchan contra una “guerrilla” sin rostro e igualmente
letal. Aquí y allá, por todos lados, los helicópteros, las patrullas, los autos
blindados de la autoridad, vigilan, rastrillan todos los recovecos y persiguen
a los rebeldes, y los rebeldes a su vez colocan explosivos sin mirar a quién ni
a cuántos destrozan, de manera que el clima callejero es el de un cataclismo entre
trenes subterráneos, cines, pizzerías y demás vidrieras sebosas. Nadie está
pues seguro en esa selva, y si pensamos que en el hogar habrá un descanso para
el protagonista, nos equivocamos: el hogar es un reflejo congruente de la
barbarie padecida en la oficina y en la calle. Puede incluso ser un sitio peor
de repugnante: el oficinista padece allí el hostigamiento atroz de su mujer,
una sapo, y la sensación de que sus hijos son insalvables: ellos están
condenados, no tienen escapatoria, su futuro es ineludiblemente siniestro, tal
vez peor que el presente ya encarado/encarnado por su padre, el protagonista de
esta agonía.
En tal atmósfera vidriosa ocurre un milagro de escala
minúscula como todos los milagros que pueden ocurrirle a un ser de similar
tamaño: nuestro oficinista se enamora. Fortuita, impensadamente es flechado por
una compañera de trabajo, la secretaria-amante del jefe, y ese hecho entre
accidental y prodigioso estremece la vida del oficinista. Entre dudas y pavores
avanza hacia la corazonada de que el amor es su último tren, una posible
redención luego de la vida de escoria que ha tenido. La secretaria, quien
también carece de nombre, como todos los personajes de esta novela, lamentablemente
está poco o nada de acuerdo en acceder a la pasión del personaje gris que la
merodea. Si bien ella lo acepta en un primer encuentro, no está dispuesta a
ceder más allá de aquella migaja: ella supone tener un camino más seguro con el
jefe, de suerte que vincularse con el oficinista es un disparate que no podrá
permitirse.
El microcosmos de El
oficinista es asfixiante. El frío, la condición plomiza del ambiente, los
barrios despojados de toda civilidad y los infinitos perros callejeros que se
convierten en símbolo del salvajismo prohijado por la urbe, son el caldo de
cultivo ideal para crear zombies a la manera apaleada del protagonista y quienes
lo rodean.
Una clave de la novela radica en su cruel epígrafe: “Una
experiencia que, por su exceso de soledad, sólo puede llamarse rusa”. En
efecto, tales palabras de Kafka rajan como machetazo todas las vísceras del
texto. En sus 55 breves trancos se siente que el interior de los individuos que
pueblan estas páginas ha sido carcomido por el gusano de la soledad hasta
convertirlo en un tormento sin pausa. Por ello, “El infierno es el subsuelo de
uno mismo”, piensa el oficinista en alguna parte de su calvario.
Con el mismo recurso sentencioso el oficinista cree haber
encontrado en el amor una rendija para escapar de su destino: “En la vida todos
tenemos una oportunidad. Si la dejamos pasar estamos fritos”, piensa. El
oficinista es un sujeto que se desdobla como buen microbio plagado de
incertidumbre: por un flanco es el timorato de siempre, el bicho ínfimo que
se conformó con la derrota de aherrojarse a un escritorio; por otro, un ser —su
alter ego— que lo aguija a la inconformidad, a no dejarse vencer, a no ser más
el pusilánime viscoso de siempre: “Piensa que desde que tiene memoria se
encuentra con el cañón de un arma en la nuca”.
Precisamente, como en las historias de Kafka, en El oficinista importan menos las peripecias
que la metáfora global: la vida, nuestra vida de estos tiempos humillados ante
el altar neoliberal, avanza con un arma en la nuca. Todos somos o casi somos ese
oficinista que trastabilla en busca de una salvación, la que sea, y sólo obtiene
por respuesta el balazo de la realidad que le confirmará su lugar en el mundo:
la basura.