En
noviembre de 2022 estuve en Burgos, famosa ciudad española. Aunque fuera sólo
un rato, quería conocer ese lugar, caminarlo un poco. Uno de mis ensayistas
favoritos, Álex Grijelmo, nació allí en 1956, y desde que leí su Defensa apasionada del idioma español
despertó en mí la inquietud de visitar algún día aquella heráldica ciudad de la
comunidad autónoma de Castilla y León. No hubo tiempo en aquel viaje para
visitar un espacio del cual obtuve noticias en mis vagabundeos por internet.
Cerca de Burgos está Atapuerca, zona que se convirtió en el principal
yacimiento de restos fósiles de homínidos en Europa, huesos que tienen
alrededor de un millón de años.
Desde
aquel periplo burgalés han pasado ya tres años, y lo recordé con énfasis por
estos días a propósito de un hallazgo: la película El maestro que prometió el mar (Patricia Font, 2023), pues su
historia se relaciona con sucesos ocurridos hacia 1934 en la zona de Burgos,
particularmente en Bañuelos de Bureba, una miniciudad cuya población actual es
de 31 habitantes. Hace noventa años, más o menos cuando se dio la historia que narra la
película, tenía más, pero igualmente su población no era numerosa.
Basada
en una historia real hasta donde pueden serlo las historias golpeadas por la
guerra, a Bañuelos de Bureba llegó en 1934 un maestro de primaria. Su nombre
fue Antonio Benaiges, y simpatizaba con la república. Acostumbrada España a una
educación básica confesional, clerical y cerrada, los métodos de Benaiges
fueron decididamente laicos, sin intromisiones de la fe religiosa. El profesor
era oriundo de Mont-roig del Camp, Cataluña, y había conseguido su plaza en un
pueblo recóndito y cercano a Burgos, al parecer sin estímulos para dedicar allí
grandes esfuerzos.
Lejos de tomarlo a poco, el maestro emprendió un trabajo creativo y entusiasta, al estilo magisterial antiguo, comprometido hasta el tuétano con la formación de sus discípulos. Obviamente no escasean los obstáculos a su propósito. El cura del pueblo, atinadamente llamado Primitivo, cuestiona los métodos del nuevo docente, pero nada puede hacer: a Benaiges lo ha designado el gobierno de la república, por aquellos años de corte progresista, “rojo”.
Antonio
Benaiges (encarnado en la cinta por Enric Auquer) lleva en la cabeza, para
poner en acto, el método pedagógico del francés Célestin Freinet cuyo eje es la
autogestión, la cooperación y la solidaridad del alumnado. Para su tiempo se
trata de una novedad, vanguardia educativa que además sumó una imprenta manual
como pieza clave de los quehaceres en el aula. El resultado principal de esa
dinámica fue la impresión de cuadernillos de trabajo elaborados por los mismos
alumnos, con sus textos y sus dibujos.
El
título de la cinta, El maestro que
prometió el mar, se debe a que Benaiges, en un paseo al campo con sus
alumnos, explicó el flujo de los ríos que al final desembocan en el mar. Una
alumna le preguntó que cómo es el mar, y de allí el profesor interroga a los
demás si saben cómo es. Los niños y las niñas no lo conocen, y es en ese momento cuando
el maestro promete llevarlos a su pueblo, en Cataluña, para que conozcan el
mar. El trabajo de convencimiento a los padres para obtener permisos es arduo,
pero lo consigue, y, en la emoción que los arrebata, los estudiantes elaboran
cuadernillos alusivos al océano. No cuento lo que sigue porque la película,
pese a su reciente factura, está íntegramente disponible en Youtube.
El maestro que prometió
el mar ha sido armada con dos tramas muy bien urdidas, cada
cual con su fotografía cálida y fría según la época a la que se refiere. Es
2010; Ariadna (Laia Costa) es una joven madre de familia. Ve en un programa de tele
que en Burgos han encontrado una fosa común como las muchas que dejó regadas el
franquismo por toda España luego de terminar la guerra civil. Sabe que el padre
de su abuelo es un desaparecido y vivió en aquellos rumbos de Castilla. Su
abuelo está en el asilo ya sin habla, enfermo, y Ariadna le/se promete que irá
a Bañuelos de Bureba a tratar de indagar algo en la fosa común de La Pedraja.
Allí encuentra el vago paradero del padre de su abuelo, y algo más: la historia
infantil de su propio abuelo y la del profesor Benaiges, quien trabajó en el pueblo de
1934 al 19 de julio del 36. Titulado “¡El retratista!”, en uno de los
cuadernillos reales sobrevivientes a las piras franquistas el profesor
escribió: “Todo aquí es tan nuevo, que todo, la menor cosa levanta júbilo. ¡Dentro de su abandono, dichosos ellos, estos niños! Por eso yo digo: dad a los
pueblos, a las aldeas... Dadles, no luz de ciudad, sol artificial, sino luz de
su luz, luz que sea también calor, sabor, alma. Luz y alma. Y antes que eso,
ineludiblemente, pan, satisfacción de pan. Y entonces veríamos qué son los
pueblos, qué son las aldeas... Ese caudal de alegría, esa llama y ese frescor,
ese primor que ahora sólo y a pesar de todo mana de los niños, no sería rostro
y alma mustios, queja y vejez en los hombres, en los mismos mozos. ¡El
retratista! He aquí, niños, lo que os trajo, sin traérosla: una perla”. Se
refiere a una foto real del maestro y sus alumnos fuera de la escuela, imagen
que también sobrevivió a la persecución del régimen encabezado por el despiadado
Caudillo, como llamaron a Franco.
Con guion de Albert Val basado en un notable trabajo de Francesc Escribano, Queralt Solé y Sergi Bernal, la historia de Antonio Benaiges se vincula estrechamente con la cacería salvaje de “rojos” durante (y sobre todo después de) la guerra civil (1936-1939). Por eso el film consigna al final, en un mensaje previo a los créditos, esto que no debemos olvidar dado que el mapa de España está lleno de fosas comunes: “Al día de hoy se han exhumado en España los restos de 12.000 personas. Se estima que aún quedan miles por encontrar. Sus familiares continúan buscando”.