No existe la perfección en el arte, pero hay obras que se aproximan peligrosamente a ella, como la novela Teoría del desamparo, de Orlando Van Bredam. Es excelente desde el título, que no es lo menos importante de un libro importante. Ganadora del Premio Emecé 2007, Teoría del desamparo conjuga eficazmente muchas virtudes, tantas que sus jurados (Vlady Kociancich, Andrés Rivera y Abelardo Castillo) la aprecian como redonda. No es poco elogioso lo observado por Castillo: “La voto por su ironía, muy argentina, no exenta de crítica a nuestras realidades políticas. Y por la disparatada lógica de sus argumentos”. En estas breves palabras ha sido sintetizado, creo, el valor de la novela escrita por Van Bredam.
Poco conocido en México, Orlando Van Bredam nació en Villa San Marcial, provincia de Entre Ríos, Argentina. Es maestro de la Universidad Nacional de Formosa (en el norte de su país) y ha publicado los libros de poesía La hoguera inefable, Los cielos diferentes y De mi legajo; los de cuentos y minificciones Simulacros, La vida te cambia los planes y Las armas que carga el diablo; el ensayo La estética de Armando Discépolo y las novelas La música en que flotamos, Colgado de los tobillos y Nada bueno bajo el sol. Ha estrenado además numerosas obras teatrales y sus cuentos han aparecido en tres antologías nacionales organizadas por Mempo Giardinelli. Desde 1975 radica en Formosa, provincia argentina que marca la frontera con Paraguay.
Precisamente en un lugar distante de la capital del país, en una provincia opaca y olvidada de la Argentina, se ubica la historia de Catulo Rodríguez, protagonista de Teoría del desamparo. Cato, como le dicen para no restregar en sus orejas ese feo nombre, es empleado de una empresa, un bicho ordinario en la diversa zoología humana. Cumple con todos los requisitos para colocarlo en el casillero del aburrimiento: ecuánime, poco más de cuarenta años, casado, dos hijos mayores, ingreso mediano y fijo, satisfactores materiales resueltos, ninguna aventura extramatrimonial, cero amigos, Cato es en suma un sujeto que no da para novela, ni siquiera para comidilla de café. Sin embargo, una mañana cualquiera, cuando está a punto de salir rumbo al trabajo, el plomizo Cato abre la cajuela (el baúl, le llaman los argentinos) de su coche y encuentra un muerto. Sí, un muerto, un maldito muerto. A partir de ese hecho insólito estalla un cambio brusco en la vida de Catulo, una transformación interior que a su vez catapulta la compleja, apretada y amena trama de Teoría del desamparo.
La novela comienza pues con sospechas, y con ellas lo primero que establecemos es su ubicación genérica: es una historia que está a caballo entre la novela policial y, lo sabremos poco después, el thriller político. Tras hallar al muerto, Catulo Rodríguez, el centrado y soso Catulo Rodríguez, no tiene otro remedio: especula, especula, especula. Piensa quién puede ser el sujeto de la cajuela, piensa quién pudo haberle dado trámite hacia el más allá, piensa en dónde se lo echaron (al coche, no al muerto), piensa por qué lo habrán hecho, piensa si su Renault fue elegido por azar o intencionalmente, piensa si debe informar a la policía, piensa si debe avisar a su esposa, piensa si debe deshacerse del cadáver, piensa, piensa, piensa, especula hasta que casi se le seca el cráneo y termina por enredarse más.
Con desesperación, intuye que pudieron sembrarle el regalito en el autolavado, o que tal vez lo hicieron en la hora de la noche en la que le prestó el coche a su hijo Lautaro. Catulo se convierte en una madeja de conjeturas. Está seguro de algo, aunque también duda: como en el país no hay justicia, o no suele haberla, mientras son peras o son manzanas lo involucrarán en esa mierda y correrá el riesgo de quedar salpicado. Decide por el camino práctico: tirar el cadáver en un río, y a partir de aquí ya no describo más la trama. Sólo añadiré que, conforme avanza la increíble y triste historia del cándido Catulo y su muerto embaulado, el protagonista va entendiendo que tal vez el muerto sea, o ha sido, más bien, Toni Segovia, un político ignorante (parece un pleonasmo, pero quizá no lo es) y podridísimo, un corruptazo autóctono de los que produce tanto nuestra feraz tierra. En el camino vemos que Segovia es y no es al mismo tiempo, lo que enreda más a Catulo y desdobla la novela hacia el tema del “otro”, del clon o calca que aplica una vuelta de tuerca a la historia.
Gracias a los ires y venires de Catulo ingresamos a la zahúrda de la corrupción política provinciana, una corrupción tal vez menos visible, y por ello más cómoda e impune, que la de los centros urbanos prominentes. Toni Segovia es, sin magnificar sus méritos, un hijo de puta que gracias a una viveza de rata logra ascender en el escalafón politiquero de su localidad. Como ordena el librito, ha traicionado a sus correligionarios, ha tejido relaciones con antiguos enemigos, ha trabado amistad cercana con el simbiótico gobernador y ha (este último eslabón de la lista es el más importante, pero impensable si no se pisan antes los demás peldaños) conseguido un platal que a su vez genera más platal. A Toni lo secuestran, o dizque lo secuestran, pues esto siempre queda ambiguo en Teoría del desamparo. El caso es que un día aparece alguien idéntico al político, o el político real, no se sabe, en la cajuela de un coche propiedad de cierto hombre cualquiera, y ese hombre cualquiera se ve metido de golpe en una investigación cuyos avances sólo derivan en más y más detalles que mezclan lo real con lo inverosímil. Suspenso, agusanamiento político, bancarrota sexual, humor, todo se amotina en esta novela que los ciudadanos ordinarios de México debemos conocer porque en estos tiempos sin ley todos estamos cerca de convertirnos en Catulos.
Varios son los aciertos de Van Bredam en esta novela, como la prosa y la perspectiva del narrador. La tercera persona y el tratamiento “de usted” son inmejorables para la trama. Si el señor Catulo Rodríguez va a pasarse digiriendo la aventura del muerto, si todo parece inverosímil, nada más acertado que narrar en una perspectiva maniáticamente conjetural, es decir, preguntándose una y otra vez qué pasaría si Catulo hace esto, si hace aquello, si hace esto más. Narrada en segunda persona y “de usted” (lo cual establece una distancia entre el narrador y el personaje, casi como para dejarlo solo ante su embrollo, desamparado), es un desafío técnico, una historia cuya resolución mete, o metió, al autor en un problemón tan grande como el de su personaje: corría el riesgo de la monotonía, pero las especulaciones son tan reales y detalladas, tan cercanas a lo que a diario hacemos todos frente a la dificultad, que la Teoría se nos va en tres patadas, las mismas que conforman su estructura externa: “Hipótesis”, “Tesis”, “Conclusiones”.
El tejido de inevitables especulaciones dinamita toda certidumbre y crea el caldo de cultivo adecuado para que crezca la zozobra de Catulo, lo que a su vez sería el pavor de cualquier ciudadano ante una situación parecida en un espacio donde la justicia es manejada con las patas: “Todavía piensa en la alternativa de buscar un abogado y presentarse ante un juez. Ésta parece ser la más racional de las salidas, pero no evitaría el escándalo público. Su nombre aparecería en los diarios, la radio, la televisión, su jefe lo miraría con desconfianza, lleno de dudas, su mujer y sus hijos no le creerían, no aceptarían que las cosas hayan sucedido así y no les dijera nada, los vecinos lo mirarían como a un monstruo, y si los verdaderos culpables nunca aparecen, sólo usted quedaría ligado a ese crimen para siempre. No evitaría, incluso, que la policía lo investigue, que le prohíban moverse de su casa, que su cara aparezca a nivel nacional en todos los televisores del país, como el rostro del primer eslabón de una cadena de secuestradores. Sería inútil tratar de explicar lo inexplicable. El juez se interesaría por sus últimos depósitos, allanaría su casa para encontrar el dinero del rescate. Su vida sería un infierno de vergüenza y humillación. Lo que más le dolería sería ver su nombre en los diarios: ‘Catulo Rodríguez sigue siendo el principal sospechoso’, ‘Catulo Rodríguez dice que es inocente pero el juez tiene sus dudas’, ‘Catulo Rodríguez es indefendible, dijo el fiscal’”.
Tal es el racimo de incógnitas que tiene una vida común enfrentada por primera vez a la intrincada tenebrosidad del mundo. Finalmente, la Teoría de Van Bredam es que todos estamos expuestos y seguramente desamparados ante las infinitas posibilidades (o imposibilidades) de la justicia bárbara que nos cupo en suerte, en mala suerte.
Poco conocido en México, Orlando Van Bredam nació en Villa San Marcial, provincia de Entre Ríos, Argentina. Es maestro de la Universidad Nacional de Formosa (en el norte de su país) y ha publicado los libros de poesía La hoguera inefable, Los cielos diferentes y De mi legajo; los de cuentos y minificciones Simulacros, La vida te cambia los planes y Las armas que carga el diablo; el ensayo La estética de Armando Discépolo y las novelas La música en que flotamos, Colgado de los tobillos y Nada bueno bajo el sol. Ha estrenado además numerosas obras teatrales y sus cuentos han aparecido en tres antologías nacionales organizadas por Mempo Giardinelli. Desde 1975 radica en Formosa, provincia argentina que marca la frontera con Paraguay.
Precisamente en un lugar distante de la capital del país, en una provincia opaca y olvidada de la Argentina, se ubica la historia de Catulo Rodríguez, protagonista de Teoría del desamparo. Cato, como le dicen para no restregar en sus orejas ese feo nombre, es empleado de una empresa, un bicho ordinario en la diversa zoología humana. Cumple con todos los requisitos para colocarlo en el casillero del aburrimiento: ecuánime, poco más de cuarenta años, casado, dos hijos mayores, ingreso mediano y fijo, satisfactores materiales resueltos, ninguna aventura extramatrimonial, cero amigos, Cato es en suma un sujeto que no da para novela, ni siquiera para comidilla de café. Sin embargo, una mañana cualquiera, cuando está a punto de salir rumbo al trabajo, el plomizo Cato abre la cajuela (el baúl, le llaman los argentinos) de su coche y encuentra un muerto. Sí, un muerto, un maldito muerto. A partir de ese hecho insólito estalla un cambio brusco en la vida de Catulo, una transformación interior que a su vez catapulta la compleja, apretada y amena trama de Teoría del desamparo.
La novela comienza pues con sospechas, y con ellas lo primero que establecemos es su ubicación genérica: es una historia que está a caballo entre la novela policial y, lo sabremos poco después, el thriller político. Tras hallar al muerto, Catulo Rodríguez, el centrado y soso Catulo Rodríguez, no tiene otro remedio: especula, especula, especula. Piensa quién puede ser el sujeto de la cajuela, piensa quién pudo haberle dado trámite hacia el más allá, piensa en dónde se lo echaron (al coche, no al muerto), piensa por qué lo habrán hecho, piensa si su Renault fue elegido por azar o intencionalmente, piensa si debe informar a la policía, piensa si debe avisar a su esposa, piensa si debe deshacerse del cadáver, piensa, piensa, piensa, especula hasta que casi se le seca el cráneo y termina por enredarse más.
Con desesperación, intuye que pudieron sembrarle el regalito en el autolavado, o que tal vez lo hicieron en la hora de la noche en la que le prestó el coche a su hijo Lautaro. Catulo se convierte en una madeja de conjeturas. Está seguro de algo, aunque también duda: como en el país no hay justicia, o no suele haberla, mientras son peras o son manzanas lo involucrarán en esa mierda y correrá el riesgo de quedar salpicado. Decide por el camino práctico: tirar el cadáver en un río, y a partir de aquí ya no describo más la trama. Sólo añadiré que, conforme avanza la increíble y triste historia del cándido Catulo y su muerto embaulado, el protagonista va entendiendo que tal vez el muerto sea, o ha sido, más bien, Toni Segovia, un político ignorante (parece un pleonasmo, pero quizá no lo es) y podridísimo, un corruptazo autóctono de los que produce tanto nuestra feraz tierra. En el camino vemos que Segovia es y no es al mismo tiempo, lo que enreda más a Catulo y desdobla la novela hacia el tema del “otro”, del clon o calca que aplica una vuelta de tuerca a la historia.
Gracias a los ires y venires de Catulo ingresamos a la zahúrda de la corrupción política provinciana, una corrupción tal vez menos visible, y por ello más cómoda e impune, que la de los centros urbanos prominentes. Toni Segovia es, sin magnificar sus méritos, un hijo de puta que gracias a una viveza de rata logra ascender en el escalafón politiquero de su localidad. Como ordena el librito, ha traicionado a sus correligionarios, ha tejido relaciones con antiguos enemigos, ha trabado amistad cercana con el simbiótico gobernador y ha (este último eslabón de la lista es el más importante, pero impensable si no se pisan antes los demás peldaños) conseguido un platal que a su vez genera más platal. A Toni lo secuestran, o dizque lo secuestran, pues esto siempre queda ambiguo en Teoría del desamparo. El caso es que un día aparece alguien idéntico al político, o el político real, no se sabe, en la cajuela de un coche propiedad de cierto hombre cualquiera, y ese hombre cualquiera se ve metido de golpe en una investigación cuyos avances sólo derivan en más y más detalles que mezclan lo real con lo inverosímil. Suspenso, agusanamiento político, bancarrota sexual, humor, todo se amotina en esta novela que los ciudadanos ordinarios de México debemos conocer porque en estos tiempos sin ley todos estamos cerca de convertirnos en Catulos.
Varios son los aciertos de Van Bredam en esta novela, como la prosa y la perspectiva del narrador. La tercera persona y el tratamiento “de usted” son inmejorables para la trama. Si el señor Catulo Rodríguez va a pasarse digiriendo la aventura del muerto, si todo parece inverosímil, nada más acertado que narrar en una perspectiva maniáticamente conjetural, es decir, preguntándose una y otra vez qué pasaría si Catulo hace esto, si hace aquello, si hace esto más. Narrada en segunda persona y “de usted” (lo cual establece una distancia entre el narrador y el personaje, casi como para dejarlo solo ante su embrollo, desamparado), es un desafío técnico, una historia cuya resolución mete, o metió, al autor en un problemón tan grande como el de su personaje: corría el riesgo de la monotonía, pero las especulaciones son tan reales y detalladas, tan cercanas a lo que a diario hacemos todos frente a la dificultad, que la Teoría se nos va en tres patadas, las mismas que conforman su estructura externa: “Hipótesis”, “Tesis”, “Conclusiones”.
El tejido de inevitables especulaciones dinamita toda certidumbre y crea el caldo de cultivo adecuado para que crezca la zozobra de Catulo, lo que a su vez sería el pavor de cualquier ciudadano ante una situación parecida en un espacio donde la justicia es manejada con las patas: “Todavía piensa en la alternativa de buscar un abogado y presentarse ante un juez. Ésta parece ser la más racional de las salidas, pero no evitaría el escándalo público. Su nombre aparecería en los diarios, la radio, la televisión, su jefe lo miraría con desconfianza, lleno de dudas, su mujer y sus hijos no le creerían, no aceptarían que las cosas hayan sucedido así y no les dijera nada, los vecinos lo mirarían como a un monstruo, y si los verdaderos culpables nunca aparecen, sólo usted quedaría ligado a ese crimen para siempre. No evitaría, incluso, que la policía lo investigue, que le prohíban moverse de su casa, que su cara aparezca a nivel nacional en todos los televisores del país, como el rostro del primer eslabón de una cadena de secuestradores. Sería inútil tratar de explicar lo inexplicable. El juez se interesaría por sus últimos depósitos, allanaría su casa para encontrar el dinero del rescate. Su vida sería un infierno de vergüenza y humillación. Lo que más le dolería sería ver su nombre en los diarios: ‘Catulo Rodríguez sigue siendo el principal sospechoso’, ‘Catulo Rodríguez dice que es inocente pero el juez tiene sus dudas’, ‘Catulo Rodríguez es indefendible, dijo el fiscal’”.
Tal es el racimo de incógnitas que tiene una vida común enfrentada por primera vez a la intrincada tenebrosidad del mundo. Finalmente, la Teoría de Van Bredam es que todos estamos expuestos y seguramente desamparados ante las infinitas posibilidades (o imposibilidades) de la justicia bárbara que nos cupo en suerte, en mala suerte.