Julio Ramón Ribeyro, uno de los escritores admirables de la literatura latinoamericana contemporánea, apenas gozó en vida algunos mendrugos de fama y de fortuna. Nació en Lima, Perú, en 1929, y murió allí mismo en 1994. Autor de una obra narrativa de incuestionable valor, fortalecida sobre todo por un conjunto de notables cuentos, Ribeyro confesó más de un vez su pasión futbolera. Lo hizo sin culpa, sin esa incómoda sensación de malestar que —sospecho a partir de evidencia empírica— acompaña todavía a muchos escritores temerosos de ser juzgados como frívolos si declaran su gusto por esa actividad banal, como si disfrutar del futbol les quitara lo sabroso.
Ribeyro ganó, por cierto, el premio Juan Rulfo que entregaba la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, y ese quizá fue su máximo galardón; se lo otorgaron y poco después murió, lo que terminó por confirmar que no fue un hombre elegido para gozar en vida de la felicidad. Esto se nota claro en muchas de sus obras, pero más todavía en su diario. Desde el título enseña que es una declaración de amor al pesimismo: La tentación del fracaso (Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2003). Allí, el gran peruano asienta sus estados de ánimo, sus ideas sobre la vida y las letras, la percepción que tiene de sí mismo, el permanente acecho de la derrota y alguna esporádica alegría.
El 24 de abril de 1977, radicado en Francia, Ribeyro apuntó en su querido diario una lección que deben conocer, sobre todo, los supuestos conocedores del futbol que hoy abundan en los medios como abunda la basura en el planeta. Cito in extenso:
“Mis cuarenta años de aficionado al fútbol (mi primer match lo vi en Lima hacia el año 1937) me hacen apreciar y comprender este deporte con toda la agudeza de la experiencia. Por eso los jóvenes o improvisados locutores deportivos franceses me irritan por su ignorancia. Comentan los partidos con una óptica de neófitos. Desde que un jugador toca la pelota y hace un pase puedo darme cuenta de si es un buen jugador. A los cinco minutos de un encuentro he calado a ambos equipos, descubierto sus cualidades y defectos, previsto su eventual desenlace, descifrado su táctica seguida y la que convendría emplear. De eso puedo vanagloriarme sin vergüenza pues no tiene ningún mérito, simple cuestión de oportunidad. No sólo he visto miles de partidos sino que los he jugado. Así, ayer en la TV descubrimiento al fin de un jugador francés de verdadero talento: Platini. Apenas recibe la pelota ya su mirada ha abarcado todo el terreno, ha visto dónde están los adversarios y dónde los partidarios mejor colocados, por dónde conviene avanzar y a quién entregar el esférico. Esa visión soberana del espacio del juego, privilegio de los grandes. Ello unido a una contextura física ideal, una fulminante fuerza en los disparos, un dribbling imprevisible, una serenidad absoluta y una elegancia de ejecución hacen de él un fenómeno y de su contemplación un verdadero gozo. Escribo esto sin mayor cuidado. Pensando en que tal vez mi destino era ser cronista futbolístico”.
Ribeyro elogió así a Platini cuando Platini todavía no era Platini, cuando quien luego sería el mayor astro francés jugaba todavía para el pequeño equipo que lo vio nacer al profesionalismo, el AS Nancy. Esto significa que Ribeyro, en efecto, tuvo buen ojo, aunque, como él señala, no es tan difícil analizar un partido y detectar desde el primer toque al jugador que destaca y al que ha sido inflado por la prensa. Y lo mismo podría decirse de los equipos, y he aquí a lo que voy: parte de la tradición en los mundiales consiste en agrandar lo pequeño, en sobrevalorar lo que comúnmente ha dado muestras de poco empaque. Hablo por ejemplo de la selección inglesa. No se cansan los locutores de comentar la supuesta grandeza y peligrosidad del equipo inglés, tanto como lo han hecho en pasados mundiales. ¿Y qué pasa? Nada, Inglaterra ha jugado un par de juegos y sigue en las mismas de siempre: un futbol poco vistoso, ineficaz, basado en la fuerza más que en la inteligencia. Eso no ha importado para que los periodistas sigan hablando de la “potencia inglesa”, de su poderosa liga y mil embustes más.
Lo mismo decían de Francia, equipo que en las décadas recientes tuvo dos momentos de esplendor. La primera, en 1982, cuando a pesar de no llegar a la final mostraron el mejor futbol que se había visto desde 1970. Era precisamente la selección de Platini, Tigana, Giresse, Amoros, un equipo que jugaba con armonía sinfónica, bella y eficazmente. Luego Francia tuvo un bajón y recuperó su rango en 98, cuando fueron sede y su selección era comandada por el algebraico Zidane. Los que nos jactamos de entender algo sobre futbol sabemos que, comparada con aquellas dos, la actual selección de Francia no es nada, si acaso una caricatura de lo que fue hace algunos años. Por eso mismo, al minuto 15 del juego contra México y con el antecedente del juego contra Uruguay, les dije a mis compañeros de telenviciamiento que el juego estaba ganable, que todo era cuestión de anotar las posibilidades de gol. Y así ocurrió. Sin demeritar la actuación de México, sin inflarla también, la selección verde hizo su trabajo, salió bien organizada y no mostró el atávico miedo de siempre; al mismo tiempo, Francia jugó como si fuera la selección de Martinica. Por cierto: luego del juego de México contra Sudáfrica escribí (escribí y publiqué, conste) que el juego estuvo para ser ganado por los nuestros 3 a 0, curiosamente el mismo marcador que luego le impondrían los charrúas a los anfitriones.
En suma, interviene mucho el azar en un torneo tan corto y accidentado, pero ya se puede ir viendo por dónde va a quedar la copa. Tengo la sospecha de que será latinoamericana, lo cual me daría gusto, gane el equipo que gane. Si no es así, me contenta saber que el mejor futbol del mundo, el que se juega como se juega, jugando, un poco desfachatadamente y sin ceñirse mecánicamente a los manuales tácticos al uso, es el nuestro, el de nuestros países. Veo en Argentina, en Brasil, en Chile, un poco en Paraguay, Uruguay y hasta en México, la vistosidad que alguna vez tuvo la divertida Francia de Platini. Cuando el futbol es jugado como Inglaterra, por ejemplo, perdemos todos. Esos equipos podrán ganar, pero su futbol no es lo mismo, nunca será lo mismo si le falta olor a calle, aventura, riesgo, el indescriptible cinismo de quien juega como si todo fuera cascarita.
Tres partidas
Como me pasa siempre, a mí no me corre prisa para leer, releer y celebrar la obra de los escritores que se van. De golpe, sin dar tiempo, espalda con espalda, se fueron Saramago y Monsiváis. Ambos ameritan un comentario que espero urdir dentro de poco. Quede este breve testimonio de respeto mientras tanto.
Aparte, consternado, recibo la noticia sobre Armando Sánchez Quintanilla, director de bibliotecas en Coahuila. Qué vergüenza lo que está pasando. Sólo conversé una vez con él. Fue hace como tres o cuatro años, en Saltillo. Esta es la impresión que me dejó: la de un hombre afable, con gran sentido de la conversación, sonriente y, lo principal, culto. En la sobremesa que compartimos se habló de literatura y quedé sorprendido al escucharlo; trataba de libros con solvencia, con detalles precisos y comentarios atinados. Descanse en paz; un abrazo muy respetuoso a su familia y sus amigos.
Ribeyro ganó, por cierto, el premio Juan Rulfo que entregaba la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, y ese quizá fue su máximo galardón; se lo otorgaron y poco después murió, lo que terminó por confirmar que no fue un hombre elegido para gozar en vida de la felicidad. Esto se nota claro en muchas de sus obras, pero más todavía en su diario. Desde el título enseña que es una declaración de amor al pesimismo: La tentación del fracaso (Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2003). Allí, el gran peruano asienta sus estados de ánimo, sus ideas sobre la vida y las letras, la percepción que tiene de sí mismo, el permanente acecho de la derrota y alguna esporádica alegría.
El 24 de abril de 1977, radicado en Francia, Ribeyro apuntó en su querido diario una lección que deben conocer, sobre todo, los supuestos conocedores del futbol que hoy abundan en los medios como abunda la basura en el planeta. Cito in extenso:
“Mis cuarenta años de aficionado al fútbol (mi primer match lo vi en Lima hacia el año 1937) me hacen apreciar y comprender este deporte con toda la agudeza de la experiencia. Por eso los jóvenes o improvisados locutores deportivos franceses me irritan por su ignorancia. Comentan los partidos con una óptica de neófitos. Desde que un jugador toca la pelota y hace un pase puedo darme cuenta de si es un buen jugador. A los cinco minutos de un encuentro he calado a ambos equipos, descubierto sus cualidades y defectos, previsto su eventual desenlace, descifrado su táctica seguida y la que convendría emplear. De eso puedo vanagloriarme sin vergüenza pues no tiene ningún mérito, simple cuestión de oportunidad. No sólo he visto miles de partidos sino que los he jugado. Así, ayer en la TV descubrimiento al fin de un jugador francés de verdadero talento: Platini. Apenas recibe la pelota ya su mirada ha abarcado todo el terreno, ha visto dónde están los adversarios y dónde los partidarios mejor colocados, por dónde conviene avanzar y a quién entregar el esférico. Esa visión soberana del espacio del juego, privilegio de los grandes. Ello unido a una contextura física ideal, una fulminante fuerza en los disparos, un dribbling imprevisible, una serenidad absoluta y una elegancia de ejecución hacen de él un fenómeno y de su contemplación un verdadero gozo. Escribo esto sin mayor cuidado. Pensando en que tal vez mi destino era ser cronista futbolístico”.
Ribeyro elogió así a Platini cuando Platini todavía no era Platini, cuando quien luego sería el mayor astro francés jugaba todavía para el pequeño equipo que lo vio nacer al profesionalismo, el AS Nancy. Esto significa que Ribeyro, en efecto, tuvo buen ojo, aunque, como él señala, no es tan difícil analizar un partido y detectar desde el primer toque al jugador que destaca y al que ha sido inflado por la prensa. Y lo mismo podría decirse de los equipos, y he aquí a lo que voy: parte de la tradición en los mundiales consiste en agrandar lo pequeño, en sobrevalorar lo que comúnmente ha dado muestras de poco empaque. Hablo por ejemplo de la selección inglesa. No se cansan los locutores de comentar la supuesta grandeza y peligrosidad del equipo inglés, tanto como lo han hecho en pasados mundiales. ¿Y qué pasa? Nada, Inglaterra ha jugado un par de juegos y sigue en las mismas de siempre: un futbol poco vistoso, ineficaz, basado en la fuerza más que en la inteligencia. Eso no ha importado para que los periodistas sigan hablando de la “potencia inglesa”, de su poderosa liga y mil embustes más.
Lo mismo decían de Francia, equipo que en las décadas recientes tuvo dos momentos de esplendor. La primera, en 1982, cuando a pesar de no llegar a la final mostraron el mejor futbol que se había visto desde 1970. Era precisamente la selección de Platini, Tigana, Giresse, Amoros, un equipo que jugaba con armonía sinfónica, bella y eficazmente. Luego Francia tuvo un bajón y recuperó su rango en 98, cuando fueron sede y su selección era comandada por el algebraico Zidane. Los que nos jactamos de entender algo sobre futbol sabemos que, comparada con aquellas dos, la actual selección de Francia no es nada, si acaso una caricatura de lo que fue hace algunos años. Por eso mismo, al minuto 15 del juego contra México y con el antecedente del juego contra Uruguay, les dije a mis compañeros de telenviciamiento que el juego estaba ganable, que todo era cuestión de anotar las posibilidades de gol. Y así ocurrió. Sin demeritar la actuación de México, sin inflarla también, la selección verde hizo su trabajo, salió bien organizada y no mostró el atávico miedo de siempre; al mismo tiempo, Francia jugó como si fuera la selección de Martinica. Por cierto: luego del juego de México contra Sudáfrica escribí (escribí y publiqué, conste) que el juego estuvo para ser ganado por los nuestros 3 a 0, curiosamente el mismo marcador que luego le impondrían los charrúas a los anfitriones.
En suma, interviene mucho el azar en un torneo tan corto y accidentado, pero ya se puede ir viendo por dónde va a quedar la copa. Tengo la sospecha de que será latinoamericana, lo cual me daría gusto, gane el equipo que gane. Si no es así, me contenta saber que el mejor futbol del mundo, el que se juega como se juega, jugando, un poco desfachatadamente y sin ceñirse mecánicamente a los manuales tácticos al uso, es el nuestro, el de nuestros países. Veo en Argentina, en Brasil, en Chile, un poco en Paraguay, Uruguay y hasta en México, la vistosidad que alguna vez tuvo la divertida Francia de Platini. Cuando el futbol es jugado como Inglaterra, por ejemplo, perdemos todos. Esos equipos podrán ganar, pero su futbol no es lo mismo, nunca será lo mismo si le falta olor a calle, aventura, riesgo, el indescriptible cinismo de quien juega como si todo fuera cascarita.
Tres partidas
Como me pasa siempre, a mí no me corre prisa para leer, releer y celebrar la obra de los escritores que se van. De golpe, sin dar tiempo, espalda con espalda, se fueron Saramago y Monsiváis. Ambos ameritan un comentario que espero urdir dentro de poco. Quede este breve testimonio de respeto mientras tanto.
Aparte, consternado, recibo la noticia sobre Armando Sánchez Quintanilla, director de bibliotecas en Coahuila. Qué vergüenza lo que está pasando. Sólo conversé una vez con él. Fue hace como tres o cuatro años, en Saltillo. Esta es la impresión que me dejó: la de un hombre afable, con gran sentido de la conversación, sonriente y, lo principal, culto. En la sobremesa que compartimos se habló de literatura y quedé sorprendido al escucharlo; trataba de libros con solvencia, con detalles precisos y comentarios atinados. Descanse en paz; un abrazo muy respetuoso a su familia y sus amigos.