Entre otros muchos apabullantes talentos, Borges tuvo el de imaginar libros que nunca iba a escribir. Los proponía como de pasada, sin detenerse demasiado en el asunto, o fingiendo no detenerse demasiado en el asunto. Uno de esos libros imaginarios, mera idea larvaria y ya, es el de la historia de los títulos, de los títulos de libros. Lo propuso así: “Algún historiador de la literatura escribirá algún día la historia de uno de sus géneros más recientes: el título” (“J.W. Dunne: Un experimento con el tiempo”, Biblioteca personal, Alianza, 1998, p. 160). Como Hiriart y su “Arte de la dedicatoria”, como Dolina y las “Últimas palabras” que serán recordadas por la posteridad, Borges jugó con la idea de que el título es un género en sí, una de las muchas formas de la creatividad literaria que por ello puede ser motivo de historia.
Desde que recuerdo tengo conciencia del valor de los títulos. La falta de encanto que muestran los míos se debe a mi incompetencia, no a mi falta de voluntad. Sin embargo, noto que en muchos casos se da una pobreza espectacular en los títulos y creo que eso se debe a dos razones: prisa y desgaste en el caso del periodismo; inconciencia en el de la literatura.
El literario da para una opinión aparte, un ensayito que tal vez bosqueje cómo deber ser elegido el título de un libro que anhele sobrevivir. Más difícil, por la prisa y el cansancio, es lo que deben hacer los periodistas, sobre todo aquellos dedicados a la opinión, pues los reporteros no cabecean (o titulan) sus notas. El articulista, el columnista, a veces el cronista, tienen, entre otras obligaciones, la de titular bien, con un puñado de palabras gancho lo suficientemente sucinto y atractivo.
En tales casos, los títulos demasiado largos reflejan pobreza imaginativa, falta de capacidad de síntesis y, sobre todo, desconocimiento de la labor editorial, pues los acápites kilométricos meten en problemas al departamento de diseño en los periódicos y las revistas. Lo primero en lo que debe reparar un articulista/columnista es en el tema abordado, y hacerse una pregunta simple: ¿cómo puedo resumir en una idea de dos, tres o cuatro palabras todo lo que dije? Cierto que es difícil, más si tal acción es ejecutada muy frecuentemente. El cansancio y la prisa por entregar engendran títulos que a todas luces parecen arrojados desprolijamente a la marquesina del texto, títulos que no dicen nada o, peor, que dicen demasiado.
En los periódicos he visto cómo cunde esa impericia o, en el mejor de los casos, ese cansancio. Por ejemplo, cuando alguien titula “El problema mexicano”, como si nomás hubiera uno y como si en dos cuartillas fuera posible explicar esa cosa enorme. En dicho caso, el cambio del artículo ayudaría, pues impondría modestia al encabezado: “Un problema mexicano”. No sabemos cuál es todavía, pero al menos intuimos que el autor no quiere pasarse de pantera.
Las pobrezas son innumerables, y no caben en un palmo de papel, es decir, aquí. Pese a esto, veamos más ejemplos: si hay un fraude, una derrota, un evento que de alguna manera preveíamos, no falta el brillante articulista que escribe: “Crónica de un fraude anunciado” o “Crónica de una crisis anunciada”; tal es, acaso, la paráfrasis más manoseada de la historia, tanto que ha perdido toda su gracia y sirve para mentársela gratis a García Márquez. Si ocurre algo que detona un mal, no falta el título “Efecto Maciel” o “El efecto 11-S”. También creo que he visto ochenta veces la palabra “gatopardismo” en el título de textos sobre política, con lo que asombrosamente nada cambia para que todo siga igual, al menos en materia de cabecear textos.
Son frecuentes los títulos con estilacho de párrafo, llenos de advertencias gramaticales y nulo sabor: “El ataque de la flota inglesa… o de cómo Gran Bretaña logró poner fin (se supone, jeje) a treinta años de lucha… ¡desigual!”; o “No es posible tolerar el abstencionismo como una forma de participación ya que el voto es el voto, por lo que es necesario ir hoy a las urnas”; estos, obviamente, no son títulos, sino falta de creatividad y de pena. También es manido el título interrogante y menso: “¿Desaparición sospechosa?”; o el irónico burdo: “¿Tiempo de paz?”; o el onomástico desabrido: “Calderón, Nava, Vázquez Mota, Diego, Gómez Mont y Creel”; o el etéreo, que parece bolero de Los Panchos: “Desastre”, “Venganza”, “Crueldad”, “Castigo”; o el lúdico mamilas: “Gobierno Pejelegítimo”; “(Ari)zona intolerante”. En fin, son muchas las variantes; una de ellas es la simplona, por cierto harto desagradable, como ésta: “De los títulos”.
Desde que recuerdo tengo conciencia del valor de los títulos. La falta de encanto que muestran los míos se debe a mi incompetencia, no a mi falta de voluntad. Sin embargo, noto que en muchos casos se da una pobreza espectacular en los títulos y creo que eso se debe a dos razones: prisa y desgaste en el caso del periodismo; inconciencia en el de la literatura.
El literario da para una opinión aparte, un ensayito que tal vez bosqueje cómo deber ser elegido el título de un libro que anhele sobrevivir. Más difícil, por la prisa y el cansancio, es lo que deben hacer los periodistas, sobre todo aquellos dedicados a la opinión, pues los reporteros no cabecean (o titulan) sus notas. El articulista, el columnista, a veces el cronista, tienen, entre otras obligaciones, la de titular bien, con un puñado de palabras gancho lo suficientemente sucinto y atractivo.
En tales casos, los títulos demasiado largos reflejan pobreza imaginativa, falta de capacidad de síntesis y, sobre todo, desconocimiento de la labor editorial, pues los acápites kilométricos meten en problemas al departamento de diseño en los periódicos y las revistas. Lo primero en lo que debe reparar un articulista/columnista es en el tema abordado, y hacerse una pregunta simple: ¿cómo puedo resumir en una idea de dos, tres o cuatro palabras todo lo que dije? Cierto que es difícil, más si tal acción es ejecutada muy frecuentemente. El cansancio y la prisa por entregar engendran títulos que a todas luces parecen arrojados desprolijamente a la marquesina del texto, títulos que no dicen nada o, peor, que dicen demasiado.
En los periódicos he visto cómo cunde esa impericia o, en el mejor de los casos, ese cansancio. Por ejemplo, cuando alguien titula “El problema mexicano”, como si nomás hubiera uno y como si en dos cuartillas fuera posible explicar esa cosa enorme. En dicho caso, el cambio del artículo ayudaría, pues impondría modestia al encabezado: “Un problema mexicano”. No sabemos cuál es todavía, pero al menos intuimos que el autor no quiere pasarse de pantera.
Las pobrezas son innumerables, y no caben en un palmo de papel, es decir, aquí. Pese a esto, veamos más ejemplos: si hay un fraude, una derrota, un evento que de alguna manera preveíamos, no falta el brillante articulista que escribe: “Crónica de un fraude anunciado” o “Crónica de una crisis anunciada”; tal es, acaso, la paráfrasis más manoseada de la historia, tanto que ha perdido toda su gracia y sirve para mentársela gratis a García Márquez. Si ocurre algo que detona un mal, no falta el título “Efecto Maciel” o “El efecto 11-S”. También creo que he visto ochenta veces la palabra “gatopardismo” en el título de textos sobre política, con lo que asombrosamente nada cambia para que todo siga igual, al menos en materia de cabecear textos.
Son frecuentes los títulos con estilacho de párrafo, llenos de advertencias gramaticales y nulo sabor: “El ataque de la flota inglesa… o de cómo Gran Bretaña logró poner fin (se supone, jeje) a treinta años de lucha… ¡desigual!”; o “No es posible tolerar el abstencionismo como una forma de participación ya que el voto es el voto, por lo que es necesario ir hoy a las urnas”; estos, obviamente, no son títulos, sino falta de creatividad y de pena. También es manido el título interrogante y menso: “¿Desaparición sospechosa?”; o el irónico burdo: “¿Tiempo de paz?”; o el onomástico desabrido: “Calderón, Nava, Vázquez Mota, Diego, Gómez Mont y Creel”; o el etéreo, que parece bolero de Los Panchos: “Desastre”, “Venganza”, “Crueldad”, “Castigo”; o el lúdico mamilas: “Gobierno Pejelegítimo”; “(Ari)zona intolerante”. En fin, son muchas las variantes; una de ellas es la simplona, por cierto harto desagradable, como ésta: “De los títulos”.