sábado, julio 30, 2022

Invitación a Rulfo por Saúl Rosales

 







Así sea de lejos y como mero oyente de sus avances, he sido testigo de la más reciente escritura de Saúl Rosales. Gracias a nuestra conversación sabatina me he enterado en tiempo real del trabajo que a diario despliega para organizar sus materiales en conjuntos de cuartillas que luego serán libros. Ecos de Comala y el llano, título que presentamos esta tarde, es el caso más reciente de lo que digo. Hace, creo, poco menos de tres meses, en mayo, Saúl me comentó que estaba por cerrar la hechura de algunos ensayos sobre Rulfo a los que deseaba añadir uno de sus cuentos (no de Rulfo, sino de Saúl). Poco después me lo envió y comenzamos la labor de edición que esta noche convida su resultado.

El autor me ha pedido la cuarta de forros, una forma de textualidad que puede ir o no firmada. Cuando sí, como en este caso, no es viable acatar los usos y costumbres del género, soltar así nomás hipérboles irresponsables sobre el valor descomunal, muchas veces sólo hipotético, del contenido. La mía, mi contratapa, es meramente descriptiva y observa que Ecos de Comala y el llano propone dos rutas de asedio a la obra de Juan Rulfo: la primera al fondo, donde el escritor lagunero subraya el primitivismo, la irracionalidad reflejada en el universo de los personajes rulfianos; la segunda a la forma, costado en el que destaca el recurso de los ecos o de las aliteraciones como generadores de eufonía en toda la extensión de El llano en llamas y de Pedro Páramo, además de la curiosidad que implica el uso de los adverbios allí y ahí. Asimismo, el autor ha incorporado “Autorretrato con Rulfo”, cuento que oscila entre la memoria y la ficción. Este periplo crítico y narrativo de Saúl Rosales alienta, en suma, lo que debe alentar toda cala a la obra de un grande como Rulfo: invitarnos a revisitarla, a reencontrar en ella los dones de la belleza y el asombro.

El libro contiene, pues, cinco ensayos titulados “Cómo llegué a Comala (o cómo llegué a leer Pedro Páramo)”, “Primitivismo del rencor vivo y otras pasiones”, “Ecos de Comala y el llano”, “Allí en El llano en llamas”, “Primitivismo pedroparamero” y el cuento “Autorretrato con Rulfo”. El viaje entonces nos lleva a ponderar algunos rasgos del alma contenida en la obra rulfiana y algunos otros referidos al cuerpo. En el primer caso, es fundamental lo expuesto por Saúl Rosales en su ensayo sobre lo que él denomina “primitivismo”. De hecho, creo que este es un lado de la moneda (de oro) que hace grande al narrador jalisciense: haber roto con la mirada de la literatura y del cine mexicanos, artes que por su ánimo benefactor, el ánimo de época alentado por la Revolución, tropezaban en la demagogia de pensar que en el medio rural de nuestro país y de cualquier otro, es decir, en la pobreza y la ignorancia, los seres humanos son incapaces de maldad y torceduras espirituales, casi como si fueran los buenos salvajes imaginados por Rousseau. Vemos que no. Vemos que sin caer en la denuncia explícita, sin incurrir en la oratoria bienintencionada, Rulfo deja ver en su obra pliegues de la realidad que evidencian la complejidad de sus personajes, su acción basada en el instinto (que deriva en la barbarie) y no en la razón que en teoría desemboca en realidades civilizatorias. Ahora bien, ese mundo, el de nuestro campo y sus habitantes, ha sido expresado de una manera poética y sólo sencilla en apariencia. La forma usada por Rulfo fue perfecta y está llena de malicias, como el uso de las aliteraciones o repeticiones (“ecos”) muy bien detectadas por Saúl, quien nos aproxima copiosos ejemplos.

Saúl Rosales nació en Torreón, en 1940. Es Miembro Correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua. Su libro de cuentos Autorretrato con Rulfo fue seleccionado para la colección “Literatura Mexicana Contemporánea ¿Ya Leíssste?” Se le concedió el reconocimiento de Creador Emérito de Coahuila en 1999; se le otorgó el de Ciudadano Distinguido de Torreón en 1990 y 2004; la medalla al Mérito Universitario “Miguel Ramos Arizpe”, de la UAdeC y la medalla “José Revueltas”, del Proyecto Cultural Revueltas, en 2019.

Reitero en suma que Ecos de Comala y el llano es una breve e inteligente invitación a recorrer por dos rutas la obra del escritor más extraño que dio México a la literatura del siglo XX. No dudo que en leyendo a Rosales muchos apetezcan ir de nuevo a las páginas de Rulfo, y este no es un mérito menor de la crítica literaria. De hecho, creo que es, entre muchos otros, el más importante.

Nota. Texto comentado, no leído, el 27 de julio de 2022 en el Teatro Garibay durante la presentación del libro Ecos de Comala y el llano, de Saúl Rosales, en la que participamos Fernando Fabio Sánchez y yo como presentadores. Estos párrafos no los leí in situ porque no los llevaba impresos y al final no me funcionó en la modalidad digital del celular. Leídos o improvisados, para el caso fue lo mismo.

miércoles, julio 27, 2022

Nuevo libro de Saúl Rosales

 











Ecos de Comala y el llano es el título del nuevo libro de Saúl Rosales. Será presentado este 27 de julio a las 7 pm en el Teatro Alfonso Garibay. Lo comentarán Fernando Fabio Sánchez, Jaime Muñoz Vargas y el autor.

Ecos de Comala y el llano propone dos rutas de asedio a la obra de Juan Rulfo: la primera al fondo, donde el escritor lagunero subraya el primitivismo, la irracionalidad reflejada en el universo de los personajes rulfianos; la segunda a la forma, costado en el que destaca el recurso de los ecos o de las aliteraciones como generadores de eufonía en toda la extensión de El llano en llamas y de Pedro Páramo, además de la curiosidad que implica el uso de los adverbios allí y ahí. Asimismo, el autor ha incorporado “Autorretrato con Rulfo”, cuento que oscila entre la memoria y la ficción. Este periplo crítico y narrativo de Saúl Rosales alienta, en suma, lo que debe alentar toda cala a la obra de un grande como Rulfo: invitarnos a revisitarla, a reencontrar en ella los dones de la belleza y el asombro. El libro contiene, pues, cinco ensayos titulados “Cómo llegué a Comala (o cómo llegué a leer Pedro Páramo)”, “Primitivismo del rencor vivo y otras pasiones”, “Ecos de Comala y el llano”, “Allí en El llano en llamas”, “Primitivismo pedroparamero” y el cuento “Autorretrato con Rulfo”.

Saúl Rosales Carrillo, el autor, nació en Torreón, Coahuila, en 1940. Es Miembro Correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua. Su libro de cuentos Autorretrato con Rulfo fue seleccionado para la colección “Literatura Mexicana Contemporánea ¿Ya Leíssste?” Se le concedió el reconocimiento de Creador Emérito de Coahuila en 1999; se le otorgó el de Ciudadano Distinguido de Torreón en 1990 y 2004; la medalla al Mérito Universitario “Miguel Ramos Arizpe”, de la Universidad Autónoma de Coahuila y la medalla “José Revueltas”, del Proyecto Cultural Revueltas, en 2019.

Por su parte, Fernando Fabio Sánchez (Torreón, Coahuila, 1973), uno de los presentadores, ha publicado el libro de cuentos Los arcanos de la sangre (1997), el de poesía Posesión de naves (1999), y dos libros de ensayo: Muerte, sucesión y sueño (2000) y Clásicos en el destierro (2000). Además, en colaboración con Gerardo García Muñoz, La luz y la guerra (Conaculta, 2010). Sus textos ensayísticos han formado parte de revistas y libros en México, Estados Unidos e Inglaterra. En 1998 ganó el premio nacional de ensayo Abigael Bohórquez. Es doctor en letras latinoamericanas por the University of Colorado at Boulder. Actualmente es profesor en California, Estados Unidos, y columnista en Milenio Diario.

Acompañaré a Saúl y a Fernando para comentar el proceso editorial, del cual me encargué, y el contenido de esta aproximación a Rulfo.

Entrada libre.

sábado, julio 23, 2022

Un día de Lucas en Montevideo

 











Encontré dos libros de Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) en Torreón, y esto, más haber leído su nombre en dos o tres comentarios esporádicos de mis contactos en las redes sociales, me dejan ver que, así sea de manera aún tibia, este narrador es uno de los pocos argentos que en México han entrado al relevo de los mismos de siempre (Borges, Cortázar, Sábato, Piglia, Valenzuela, Giardinelli…). A él podríamos sumar, aunque también minoritariamente, a Eduardo Sacheri, Rodrigo Fresán, Claudia Piñeiro, Mariana Enríquez, Kike Ferrari y algún otro como Martín Caparrós. No incluyo en la lista, por razones obvias y aunque venda mucho acá, a Jorge Bucay y a otros de similar calaña.

Decía pues que Mairal ha comenzado a moverse en México y me da gusto, pues sin duda se trata de un escritor más que atendible. Lo descubrí, como mucho de lo que descubrimos hoy, en internet, cuando me topé con una de sus crónicas. Se refería en ella, no sé si recuerdo bien, a una zona de Bogotá a la que el adjetivo “sórdida” le queda chico. Me gustó su temple narrativo (la crónica es básicamente narración) y la chispeante agilidad de su prosa. Luego conseguí su novela Salvatierra, que no despertó mi entusiasmo como sí lo hizo, apenas esta semana, La uruguaya (Emecé, México, 1921, 167 pp.), uno de sus títulos más recientes.

Se trata de una novela en apariencia sencilla, pero no lo es. Mairal ha logrado cuajar en ella un relato vertiginoso y bien atravesado de momentos dignos de recuerdo. Casi se siente allí, por el oficio y la edad del protagonista, una especie de alter ego del autor, pero ya sabemos que establecer este correlato nunca es pertinente. Lucas Pereyra ha pasado de los cuarenta años; es esposo de Catalina y padre de Maiko. Reconoce que su vida se ha convertido, a tal altura del partido, en una calamidad sobre todo en lo económico y lo literario, así que es, siente, de esos escritores que no escriben porque no tienen dinero o no tienen dinero porque no escriben. Tapado de deudas, al fin consigue un anticipo por la hechura de dos libros, uno de crónicas y una novela. Pide que el adelanto en dólares le sea entregado en Montevideo por dos razones: para luego cambiarlo más ventajosamente en el mercado negro de Buenos Aires y para ver a Magalí Guerra Zabala, una linda uruguaya a la que conoció en un encuentro de escritores y de la cual quedó más excitado que un perro en días de combate.

Su matrimonio con Cata hace agua, y de hecho presiente que ella lo engaña con un médico. A la manera joyceana, la novela narra un solo día. Lucas despierta en Buenos Aires, toma el buquebús hacia Montevideo y ya allí comienza su recorrido por el banco, su encuentro con Magalí (a quien llama “Guerra”) y todas las pequeñas peripecias en la capital charrúa. Del presente se pespuntea al pasado lejano o reciente del protagonista, a todos los pliegues de una vida zozobrante en el amor, el dinero y el arte hasta derivar en el apaleado regreso a Buenos Aires que cierra perfectamente la narración. Poco después, ya en el inevitable desastre, Lucas escribe lo que leímos en La uruguaya como una explicación no tanto para Cata, sino para él mismo. Su derrota es, vista desde otro ángulo, una victoria: “Estaba hecho mierda, derrotado, pero invencible”, dice y tiene razón, pues cuando se toca fondo ya nada nos puede hundir más.

Un detalle final: no es poco valioso el humor amargo/dulzón que impregna toda esta muy muy buena novela de Pedro Mairal.

miércoles, julio 20, 2022

Box de antes

 











Lamentablemente tengo el gusto del box como defecto. No miento si digo que he deseado anularlo de mis esparcimientos, pero hay en mi interior una fuerza poderosa (quizá el recuerdo de horas compartidas junto a mi padre) que se niega a repudiarlo. Pensé que la oportunidad para lograr su rechazo estaba en el boxeo actual, ya demasiado adulterado con mercadotecnia y estrellitas de probeta. Por esto descubrí, desde la invención de YouTube, que mi apetito de boxeo se sacia viendo peleas antiguas. Por ejemplo, he disfrutado muchas veces la cátedra de Sal Sánchez a Wilfredo Gómez, y varias más.

Debido a esto fue un muy grato estímulo Memorias de Antonio Andere. 60 años en el boxeo mexicano (s/e, Cuajimalpa, 2001, 162 pp.), libro que me regaló hace poco Adrián Martínez. El, a mi parecer, más grande relator mexicano de boxeo despliega una parte de sus innumerables andanzas entre arenas y micrófonos. Por supuesto, y dada su longevidad como periodista deportivo especializado en pugilismo, su memoria se remonta a una época que me queda lejos, pues no son pocas las alusiones a peleadores como Rodolfo Casanova, Joe Conde, Raúl Macías, Juan Zurita, José López (el Toluco), Luis Villanueva (Kid Azteca) y otros de aquellas legendarias camadas. No los vi, obvio, pero algún registro queda en internet para apreciar sus maderas.

Luego de pasar revista a las glorias prehistóricas del box mexicano, sigue un periodo glorioso cuyos ecos me llegaron más de cerca, pues son pugilistas que incluso llegué, de niño, a ver: Vicente Saldívar, Rubén Olivares, Carlos Zárate, Lupe Pintor, Pipino Cuevas, Daniel Zaragoza, Salvador Sánchez, Ricardo López (Finito), Humberto González (la Chiquita) y Julio César Chávez, peleadores que atestaron tres décadas (de 1970 a 2000) con cinturones para México.

Casi al final de su libro, don Antonio Andere hizo una pregunta retórica: ¿quién ha sido el mejor pugilista mexicano? Sabe que sobre esto es imposible ponerse de acuerdo, pues todo depende de la subjetividad de cada elector. Nunca me he pronunciado al respecto, pero tal vez es oportuno atrever ahora una respuesta. No puedo declarar, como don Tony, que fue el Chango Casanova, pues no lo vi ni vi a sus contemporáneos. No digo pues uno, sino mis tres acomodables en cualquier orden: Zárate, Sánchez y Chávez.

Estas son algunas fotos publicadas en la memoria de don Tony Andere Daher.



sábado, julio 16, 2022

El unicornio de Eslava Galán

 











En treinta y tantos años he leído cinco libros, los que he podido conseguir por acá, de Juan Eslava Galán (Arjona, Jaén, 1948). Sobre algunos he escrito dos o tres palabras siempre elogiosas, pues el andaluz es un autor con la cabeza muy bien amueblada, de esos que difícilmente cometen un libro baldío. Supe de él a finales de los ochenta, cuando gracias a la prensa se difundió su nombre como ganador del Premio Planeta 1987. La novela reconocida fue En busca del unicornio (Planeta, México, 1989, 280 pp.), que pasados algunos meses pude conseguir en Torreón. Inmediatamente la leí y quedé aturdido, tanto que desde aquellos años intuí que en otro momento emprendería su relectura. Otros libros del mismo autor se atravesaron, pero cumplí con la promesa del regreso y recién volví a sus páginas.

Tenía, claro, el temor habitual que produce toda vuelta. Sentía que En busca del unicornio podía parecerme no la maravilla de novela que leí en la declinación de los ochenta, cuando yo ya me acercaba a los treinta años y mi juicio era mucho más verde que el actual, pero afortunadamente me equivoqué. Lejos de percibir que me defraudaba, la primera relectura fue una revelación. Hace poco escribí esto (que no es una digresión) en mis redes sociales: “La novia de Odessa es el último libro que me ha hecho tener ‘sueños de escritura’. Llamo así a los sueños, casi pesadillas, en los que en lugar de soñar con imágenes confusas, como soñar se suele, sueño con la escritura de textos en los que se siente el eco irremediable de un estilo, en este caso el de Edgardo Cozarinsky. Es el mejor libro de cuentos que leí el año pasado y seguramente uno de los mejores que leeré hasta que apague los ojos”. Pues bien, con el regreso a la novela de Eslava Galán me pasó lo mismo: en los días de la relectura atravesé varias madrugadas con el eco de su prosa, como un hechizo que se prolongó más allá del libro e invadió los territorios de mi subconsciente.

En busca del unicornio es la novela de un viaje, el encabezado por Juan de Olid, su protagonista, quien en el siglo XV recibe la secreta encomienda de buscar un unicornio en el África ignota. ¿Para qué? Pues para socorrer al rey Enrique IV, también conocido como el Impotente. Según el parecer de la ciencia todavía demasiado incierta de la época, se pensaba que el cuerno del unicornio, preparado por algún boticario experto, tenía la capacidad de revigorizar cualquier miembro reacio al intercambio venéreo. Era, por ello, una especie de Viagra medieval.

Juan de Olid es entonces elegido para capitanear una expedición hasta muy entrada la geografía africana, espacio totalmente desconocido para el europeo de entonces. Así, su contingente sale del centro de España y termina, ya disminuido, hasta las lejanísimas costas del suroriente de África, allá por rumbos cercanos a Madagascar. En medio de tal recorrido se topan con mil sobresaltos, con los moros y su gran desierto, primero, y después con decenas de tribus negras, unas muy hostiles, otras no tanto.

Lo maravilloso, sin que el buen tratamiento de la anécdota se diluya, sin que todo el libro oscile del humor al dramatismo, es el estilo. Eslava Galán propone un tono de escritura que en efecto parece del siglo XV. Además, lo impregna de la mentalidad propia de un soldado, De Olid, pleno en su cosmovisión católica y española, con virtudes y flaquezas totalmente verosímiles.

Por el tema, por el estilo, por la reconstrucción fiel de la mentalidad española todavía medieval, En busca del unicornio es una novela que he amado tanto que ya me prometí leerla por tercera vez. Lo merece.

miércoles, julio 13, 2022

Viejo recuerdo de LEA

 










El sábado por la mañana llegué al desayuno con Saúl Rosales y un poco después de saludarnos y hacer el pedido de las gorditas para la ocasión me soltó una frase como quien deja caer una roca sobre la mesa: “¿Supiste que murió Echeverría?”. Lo primero que me vino a la mente fue una visión fugaz de mi infancia.

El recuerdo es vago, pero sobrevive a mi olvido si es que no fue un sueño. En 1970 o 71 yo estaba en el jardín de niños Pdte. López Mateos, de la colonia Santa Rosa de Gómez Palacio, Durango, México, cuando la maestra nos dijo que pronto veríamos al presidente. Se refería a Luis Echeverría Álvarez, quien recién había asumido el Poder Ejecutivo del país. Quizá miento y apenas estaba en campaña, lo que en aquellos tiempos equivalía, tal cual, a ser ya el presidente de facto. El caso es que, recuerdo, todos mis compañeros de salón y yo fuimos acomodados en un fragmento de la avenida Victoria, en Gómez Palacio, junto a otros muchos niños de otras escuelas acomodados como nosotros, al lado de la carretera y con banderitas de México en las manos. La medición del tiempo no existe a esa edad, pero supongo que esperamos buen rato bajo el sol con la expectativa puesta en el suceso que estábamos a punto de vivir. Pasaron varios minutos hasta que una ola de emoción cuajó en gritos (“¡Ya viene, ya viene!”) porque allá, en el sur de la avenida Victoria, se veía avanzar un camión de pasajeros que pocos minutos después pasó al lado del lugar que yo ocupaba en la rectilínea muchedumbre de niños. De una ventanilla asomaba, saludando, sonriente, un señor pelón, de lentes y camisa blanca, seguramente guayabera. Como una década después, ya en la prepa, comencé a enterarme de que aquel señor había tenido mucho que ver con la matanza de Tlatelolco y con el llamado Halconazo del 71, además de la Guerra Sucia contra los movimientos radicales y no tan radicales del país. Desde entonces soñé con algún juicio por crímenes de lesa humanidad o algo así, pero jamás ocurrió nada contra él, quien prolongó su ominosa vida hasta poco más de cien años. Y un hecho curioso: ayer viernes por la noche fui a una cena con compañeros y compañeras de la Ibero Torreón. En algún momento de la conversación y por un capricho de los muchos que tiene cualquier diálogo informal, algo dije sobre la impunidad de LAE. Sin que yo lo supiera, supongo que dije eso cuando el expresidente estaba llegando ya a las puertas del infierno, impune.

sábado, julio 09, 2022

La vida invisible de Sylvia

 














Allá por el año 2001 o 2002 descubrí a Sylvia Iparraguirre (Junín, Provincia de Buenos Aires, 1947) gracias a La tierra del fuego (1998), novela de la cual todavía tengo un recuerdo vivo y grato. Fue el único libro que de ella pude conseguir hasta hace poco, cuando en mayo pasado mi amiga Giselle Aronson, de viaje en la Ciudad de México, trajo para mí algunos títulos que mi hija mayor recogió y luego mi segunda hija trajo hasta Torreón. En el kilométrico itinerario venía incluido La vida invisible (Ampersand, Buenos Aires, 2018), que recién leí.

Estoy acostumbrado a que los/mis libros hagan recorridos largos y a veces azarosos. Como también soy habitual de las librerías de viejo, sé que el camino de los volúmenes no es ajeno al misterio. ¿Cómo llega a Torreón —es decir, a mi biblioteca— un viejo libro impreso en Madrid? En el caso del de Iparraguirre que acabo de leer, su razón de estar aquí se remonta a 2019. En alguno de sus días leí en el periódico Página 12 un fragmento del libro Los libros y la calle, de Edgardo Cozarinsky. Quedé tan antojado que aproveché un viaje hacia acá de José Juan Zapata Pacheco, lagunero avecindado en Argentina, a quien le pedí algunos libros, entre ellos el de Cozarinsky. Lo leí y no me defraudó, sino al contrario. Vi que era parte de una serie llamada “Colección Lectores” organizada por la editorial Ampersand (esta palabra designa al signo “&”, es decir, nuestra conjunción “y”). Al saberlo, quise más ejemplares de su menú, pues vi que en todos ellos un escritor distinto atravesaba su experiencia de lector.

El de Iparraguirre define el acto de leer desde el título mismo: La vida invisible, es decir, que con la lectura construimos al lado de la vida real y visible otra que no por invisible e imaginaria deja de gravitar en nuestro ser. Pasa casi al revés: para el lector enfermo de libros la vida invisible es a veces más (o tan) poderosa como la real, pues se agarra de las entrañas y se convierte en experiencia casi tangible, en una realidad paralela mediante la cual el lector, y más si es escritor, encuentra sentido a los aciertos y a los errores de la vida concreta.

Porque así lo solicitan quienes editan los libros de la Colección Lectores, Iparraguirre trazó el camino de su formación como lectora y lo vinculó con el desarrollo de propia escritura. Así, por ejemplo, al principio enfatiza el valor de autores como Defoe y Tolstoi entre sus primeros asombros. A ellos se sumarían, claro, otros, e incluso algunos terminarían siendo no sólo parte de su vida invisible, pues trabó contacto con Sábato, Cortázar y Borges, de quien fue alumna. A los 22 años, dice, conoció a Abelardo Castillo, quien desde entonces fue su pareja y con quien combinó filias y fobias bibliográficas. De él comenta: “A los que empezaban a leer, daba un consejo que yo misma seguí: si un libro les gustaba, que fueran a buscar los autores que ese autor citaba”.

Al final de La vida invisible hay una especie de inventario comentado de favoritos, 27 libros/autores entre los que figuran Camus, Brontë, Faulkner, Mansfield, Fitzgerald, Sylvia Plath, Kafka, Sartre, Carpentier y varios más.

Ya que ella no puede hacerlo, yo sumaría en la lista a Sylvia Iparraguire.

sábado, julio 02, 2022

Acierto de López Velarde

 







En 2021, año de su centenario luctuoso, escribí un apunte breve pero sentido, como éste, que miraba con asombro la precocidad de Ramón López Velarde. El virtuosismo literario, y cualquier otro, a corta edad no dejará jamás de pasmarme, y esto quizá se debe a las limitaciones que a mi ya no corta edad encaro a la hora de ejercer mi escritura. ¿Qué debo hacer para que un texto sea eficaz?, me pregunto siempre y de inmediato pienso en la dificultad de la respuesta, una respuesta que al negarse termina cediendo su lugar un poco a la razón y otro poco a la intuición. Al releer a López Velarde quedo boquiabierto porque siento que todo lo razonó/intuyó bien pese a la corta vida que le cupo en suerte. ¿Cómo le hizo? No sé, y todo se lo atribuyo al genio.

Vicente Quirarte se ha preguntado lo mismo y en el ensayo La patria con cuerpo de mujer (Secretaría de Cultura de Coahuila, Saltillo, 2021, 41 pp.) ofrece algunas valiosas respuestas sobre el poema mayor de nuestro zacatecano: La Suave Patria. Es una plaquette valiosa, de descarga gratuita en PDF dentro de la página web de la SEC.

Los 100 años de la muerte [1921] de Ramón López Ve­larde son también los 100 años de la publicación de La Suave Patria en la revista El maestro, dirigida por José Vasconcelos y dedicada, sobre todo, al magisterio”, nos informa Quirarte. Más adelante, destaca que “el mérito de López Ve­larde no fue el de introducir temas y colores locales en su poesía, sino cantar la provincia con la profundidad y la verosimilitud que nadie se había atrevido, mucho menos en una época cuando la cosmopolita era el grito de guerra de todas las escuelas y movimientos”.

Tenía apenas 33 años y, agrega Quirarte, “fue el primero en mirar la su­perficie y las entrañas de la patria. Como antecedentes tenía al tumultuoso Rafael Landívar, los paisajes serenos de Joaquín Arcadio Pagaza, el pincel constructivo y cui­dadoso de Altamirano, la identificación entre naturaleza y emoción en Othón. Pero nadie había hablado de la patria con la desacralización y la irreverencia de López Velarde; nadie la había querido como a una mujer ni le había comprado trajes tan hermosos, de tanta sencillez y tanto lujo; nadie la había tomado por la cintura para decirle al oído lo chula que era”.

Esto es lo que se sentimos al adentrarnos en el poema-insignia del jerezano: una especie de inmediata intimidad (valga el epíteto) en la convivencia con la patria, la extraña sensación de que asistimos a un homenaje sin grandilocuencia, ajeno a demagogias patrioteras, a la vez mayúsculo y cercano, más concreto que intangible; no es, por esto, un poema escrito para el aspaviento declamatorio al que muchos lo han orillado.

Venturosamente y con sus propias armas, “La Suave Patria ha combatido durante un siglo en contra de declamadores empeñados en cantar un poema concebido para decirse”, remata el ensayo de Quirarte.