sábado, julio 09, 2022

La vida invisible de Sylvia

 














Allá por el año 2001 o 2002 descubrí a Sylvia Iparraguirre (Junín, Provincia de Buenos Aires, 1947) gracias a La tierra del fuego (1998), novela de la cual todavía tengo un recuerdo vivo y grato. Fue el único libro que de ella pude conseguir hasta hace poco, cuando en mayo pasado mi amiga Giselle Aronson, de viaje en la Ciudad de México, trajo para mí algunos títulos que mi hija mayor recogió y luego mi segunda hija trajo hasta Torreón. En el kilométrico itinerario venía incluido La vida invisible (Ampersand, Buenos Aires, 2018), que recién leí.

Estoy acostumbrado a que los/mis libros hagan recorridos largos y a veces azarosos. Como también soy habitual de las librerías de viejo, sé que el camino de los volúmenes no es ajeno al misterio. ¿Cómo llega a Torreón —es decir, a mi biblioteca— un viejo libro impreso en Madrid? En el caso del de Iparraguirre que acabo de leer, su razón de estar aquí se remonta a 2019. En alguno de sus días leí en el periódico Página 12 un fragmento del libro Los libros y la calle, de Edgardo Cozarinsky. Quedé tan antojado que aproveché un viaje hacia acá de José Juan Zapata Pacheco, lagunero avecindado en Argentina, a quien le pedí algunos libros, entre ellos el de Cozarinsky. Lo leí y no me defraudó, sino al contrario. Vi que era parte de una serie llamada “Colección Lectores” organizada por la editorial Ampersand (esta palabra designa al signo “&”, es decir, nuestra conjunción “y”). Al saberlo, quise más ejemplares de su menú, pues vi que en todos ellos un escritor distinto atravesaba su experiencia de lector.

El de Iparraguirre define el acto de leer desde el título mismo: La vida invisible, es decir, que con la lectura construimos al lado de la vida real y visible otra que no por invisible e imaginaria deja de gravitar en nuestro ser. Pasa casi al revés: para el lector enfermo de libros la vida invisible es a veces más (o tan) poderosa como la real, pues se agarra de las entrañas y se convierte en experiencia casi tangible, en una realidad paralela mediante la cual el lector, y más si es escritor, encuentra sentido a los aciertos y a los errores de la vida concreta.

Porque así lo solicitan quienes editan los libros de la Colección Lectores, Iparraguirre trazó el camino de su formación como lectora y lo vinculó con el desarrollo de propia escritura. Así, por ejemplo, al principio enfatiza el valor de autores como Defoe y Tolstoi entre sus primeros asombros. A ellos se sumarían, claro, otros, e incluso algunos terminarían siendo no sólo parte de su vida invisible, pues trabó contacto con Sábato, Cortázar y Borges, de quien fue alumna. A los 22 años, dice, conoció a Abelardo Castillo, quien desde entonces fue su pareja y con quien combinó filias y fobias bibliográficas. De él comenta: “A los que empezaban a leer, daba un consejo que yo misma seguí: si un libro les gustaba, que fueran a buscar los autores que ese autor citaba”.

Al final de La vida invisible hay una especie de inventario comentado de favoritos, 27 libros/autores entre los que figuran Camus, Brontë, Faulkner, Mansfield, Fitzgerald, Sylvia Plath, Kafka, Sartre, Carpentier y varios más.

Ya que ella no puede hacerlo, yo sumaría en la lista a Sylvia Iparraguire.