sábado, julio 23, 2022

Un día de Lucas en Montevideo

 











Encontré dos libros de Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) en Torreón, y esto, más haber leído su nombre en dos o tres comentarios esporádicos de mis contactos en las redes sociales, me dejan ver que, así sea de manera aún tibia, este narrador es uno de los pocos argentos que en México han entrado al relevo de los mismos de siempre (Borges, Cortázar, Sábato, Piglia, Valenzuela, Giardinelli…). A él podríamos sumar, aunque también minoritariamente, a Eduardo Sacheri, Rodrigo Fresán, Claudia Piñeiro, Mariana Enríquez, Kike Ferrari y algún otro como Martín Caparrós. No incluyo en la lista, por razones obvias y aunque venda mucho acá, a Jorge Bucay y a otros de similar calaña.

Decía pues que Mairal ha comenzado a moverse en México y me da gusto, pues sin duda se trata de un escritor más que atendible. Lo descubrí, como mucho de lo que descubrimos hoy, en internet, cuando me topé con una de sus crónicas. Se refería en ella, no sé si recuerdo bien, a una zona de Bogotá a la que el adjetivo “sórdida” le queda chico. Me gustó su temple narrativo (la crónica es básicamente narración) y la chispeante agilidad de su prosa. Luego conseguí su novela Salvatierra, que no despertó mi entusiasmo como sí lo hizo, apenas esta semana, La uruguaya (Emecé, México, 1921, 167 pp.), uno de sus títulos más recientes.

Se trata de una novela en apariencia sencilla, pero no lo es. Mairal ha logrado cuajar en ella un relato vertiginoso y bien atravesado de momentos dignos de recuerdo. Casi se siente allí, por el oficio y la edad del protagonista, una especie de alter ego del autor, pero ya sabemos que establecer este correlato nunca es pertinente. Lucas Pereyra ha pasado de los cuarenta años; es esposo de Catalina y padre de Maiko. Reconoce que su vida se ha convertido, a tal altura del partido, en una calamidad sobre todo en lo económico y lo literario, así que es, siente, de esos escritores que no escriben porque no tienen dinero o no tienen dinero porque no escriben. Tapado de deudas, al fin consigue un anticipo por la hechura de dos libros, uno de crónicas y una novela. Pide que el adelanto en dólares le sea entregado en Montevideo por dos razones: para luego cambiarlo más ventajosamente en el mercado negro de Buenos Aires y para ver a Magalí Guerra Zabala, una linda uruguaya a la que conoció en un encuentro de escritores y de la cual quedó más excitado que un perro en días de combate.

Su matrimonio con Cata hace agua, y de hecho presiente que ella lo engaña con un médico. A la manera joyceana, la novela narra un solo día. Lucas despierta en Buenos Aires, toma el buquebús hacia Montevideo y ya allí comienza su recorrido por el banco, su encuentro con Magalí (a quien llama “Guerra”) y todas las pequeñas peripecias en la capital charrúa. Del presente se pespuntea al pasado lejano o reciente del protagonista, a todos los pliegues de una vida zozobrante en el amor, el dinero y el arte hasta derivar en el apaleado regreso a Buenos Aires que cierra perfectamente la narración. Poco después, ya en el inevitable desastre, Lucas escribe lo que leímos en La uruguaya como una explicación no tanto para Cata, sino para él mismo. Su derrota es, vista desde otro ángulo, una victoria: “Estaba hecho mierda, derrotado, pero invencible”, dice y tiene razón, pues cuando se toca fondo ya nada nos puede hundir más.

Un detalle final: no es poco valioso el humor amargo/dulzón que impregna toda esta muy muy buena novela de Pedro Mairal.