Encontré
dos libros de Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) en Torreón, y esto, más haber leído
su nombre en dos o tres comentarios esporádicos de mis contactos en las redes
sociales, me dejan ver que, así sea de manera aún tibia, este narrador es uno
de los pocos argentos que en México han entrado al relevo de los mismos de
siempre (Borges, Cortázar, Sábato, Piglia, Valenzuela, Giardinelli…). A él podríamos
sumar, aunque también minoritariamente, a Eduardo Sacheri, Rodrigo Fresán, Claudia
Piñeiro, Mariana Enríquez, Kike Ferrari y algún otro como Martín Caparrós. No
incluyo en la lista, por razones obvias y aunque venda mucho acá, a Jorge Bucay
y a otros de similar calaña.
Decía
pues que Mairal ha comenzado a moverse en México y me da gusto, pues sin duda
se trata de un escritor más que atendible. Lo descubrí, como mucho de lo que
descubrimos hoy, en internet, cuando me topé con una de sus crónicas. Se
refería en ella, no sé si recuerdo bien, a una zona de Bogotá a la que el
adjetivo “sórdida” le queda chico. Me gustó su temple narrativo (la crónica es
básicamente narración) y la chispeante agilidad de su prosa. Luego conseguí su
novela Salvatierra, que no despertó
mi entusiasmo como sí lo hizo, apenas esta semana, La uruguaya (Emecé, México, 1921, 167 pp.), uno de sus títulos más
recientes.
Se
trata de una novela en apariencia sencilla, pero no lo es. Mairal ha logrado cuajar
en ella un relato vertiginoso y bien atravesado de momentos dignos de recuerdo.
Casi se siente allí, por el oficio y la edad del protagonista, una especie de alter ego del autor, pero ya sabemos que
establecer este correlato nunca es pertinente. Lucas Pereyra ha pasado de los
cuarenta años; es esposo de Catalina y padre de Maiko. Reconoce que su vida se
ha convertido, a tal altura del partido, en una calamidad sobre todo en lo
económico y lo literario, así que es, siente, de esos escritores que no
escriben porque no tienen dinero o no tienen dinero porque no escriben. Tapado
de deudas, al fin consigue un anticipo por la hechura de dos libros, uno de
crónicas y una novela. Pide que el adelanto en dólares le sea entregado en
Montevideo por dos razones: para luego cambiarlo más ventajosamente en el
mercado negro de Buenos Aires y para ver a Magalí Guerra Zabala, una linda uruguaya
a la que conoció en un encuentro de escritores y de la cual quedó más excitado
que un perro en días de combate.
Su
matrimonio con Cata hace agua, y de hecho presiente que ella lo engaña con un médico.
A la manera joyceana, la novela narra un solo día. Lucas despierta en Buenos
Aires, toma el buquebús hacia Montevideo y ya allí comienza su recorrido por el
banco, su encuentro con Magalí (a quien llama “Guerra”) y todas las pequeñas
peripecias en la capital charrúa. Del presente se pespuntea al pasado lejano o
reciente del protagonista, a todos los pliegues de una vida zozobrante en el
amor, el dinero y el arte hasta derivar en el apaleado regreso a Buenos Aires que
cierra perfectamente la narración. Poco después, ya en el inevitable desastre,
Lucas escribe lo que leímos en La
uruguaya como una explicación no tanto para Cata, sino para él mismo. Su
derrota es, vista desde otro ángulo, una victoria: “Estaba hecho mierda,
derrotado, pero invencible”, dice y tiene razón, pues cuando se toca fondo ya nada nos puede hundir más.
Un detalle final: no es poco valioso el humor amargo/dulzón que impregna toda esta muy muy buena novela de Pedro Mairal.