En Opiniones contundentes (Anagrama, 2017),
Vladimir Nabokov (San Petersburgo, 1899-Montreux, 1977) explicó su aversión a
las entrevistas que no podía controlar, aquéllas en las que el entrevistador
recoge las respuestas a mano o con una grabadora, o aquéllas en las que las
respuestas son espontáneas, como sucede en la tele y la radiodifusión y hoy
también en un millón de programas de internet. Si la prensa quería obtener sus
palabras, el novelista ruso exigía que le enviaran las preguntas, luego él las
respondía con calma y regresaba el manuscrito que, exigía, los medios
interesados debían publicar tal cual, sin ninguna modificación. Ese era el
trato; de no aceptarlo, los periódicos y las revistas se quedaban sin las
declaraciones nabokoveanas.
Esta es la
razón por la que hay pocos registros radiofónicos y televisivos del autor de Lolita, su libro más famoso. Nabokov no
aceptaba asistir a programas donde forzosamente sus respuestas iban a ser enunciadas
de botepronto, al calor de diálogos casi improvisados que además planteaban el
peligro de ser luego transcritos. Estilista como pocos, Nabokov tenía horror a
las transcripciones; el solo hecho de pensar que sus ideas fueran trasegadas
por cualquier tundeteclas, lo forzaba a seguir su método: quien deseara
entrevistarlo tenía que enviar primero el cuestionario y admitir después las
respuestas sin modificar ni una coma.
Dos años
antes de morir, en mayo de 1975, hace exactamente medio siglo, Nabokov aceptó
la más famosa entrevista de televisión en la que se retuvieran sus palabras y
su imagen. Otra vez, pidió por anticipado las preguntas y exigió que ya en el
estudio de televisión los entrevistadores se las formularan tal cual; él,
claro, llevaría en cuartillas las respuestas para leerlas ante las cámaras. Es
lo menos periodístico que puede haber en el género de la entrevista televisiva,
pero no había otra opción. Era esa sopa o era esa sopa, o de plano no contar
con el escritor en el plató.
El
programa en el que ocurrió el milagro fue Apostrophes,
emisión del canal francés Antenne 2. De contenido literario, el programa duró
al aire de enero de 1975 a junio de 1990, y en él fueron entrevistados los
mejores escritores y pensadores de aquel momento, sobre todo europeos. Tuvo
momentos inmortales, como cuando asistió Charles Bukowski e hizo honor a su
leyenda: llegó ostensiblemente borracho y siguió chupando “al aire” hasta que, tambaleando,
abandonó el programa a media transmisión. Apostrophes
era conducido por Bernard Pivot (1935-2024), periodista culto y cordial.
Apenas
unos meses tenía el programa cuando a Pivot se le ocurrió invitar al escritor
vivo más rejego de ese tiempo: Nabokov, quien vivía en Montreux, Suiza, a seis horas
de París. Toda “la previa” a la entrevista fue contada años después por Pivot
en un programa catalán. Allí, el francés recordó que
antes de buscar al escritor algunos colegas le advirtieron lo difícil que sería
lograr la entrevista. Él decidió intentarlo y se apersonó en Montreux. Al
llegar a la residencia, Nabokov dormía su siesta y fue su esposa quien lo
atendió. Cuando el genio apareció, ambos se aislaron para abordar el motivo de
la visita: Pivot lo invitó al programa de televisión. Según parece, el
anfitrión no estaba tan de mal humor o le cayó bien el joven periodista, tanto
que aceptó. Claro, con las condiciones obvias: preguntas escritas por
anticipado y lectura de respuestas al aire sin desviaciones de esa ruta.
Hubo otro
requisito, este de carácter gracioso, nabokoveano: el entrevistado pidió beber
whisky durante la emisión, pero no en vaso ni con una botella visible, sino en
taza y desde una tetera, como si fuera té, para no dar a los televidentes
franceses la imagen de “un escritor ruso-norteamericano un poco alcohólico”. La
ventaja del whisky es que tiene el mismo color del té, dijo el escritor, y le
indicó a Pivot que de cuando en cuando se lo ofreciera con estas palabras:
“Señor Nabokov, ¿gusta más té?”
Por todo,
el también autor de Habla, memoria
controló su entrevista en Apostrophes.
Pivot tenía dos caminos, un poco, si se quiere, como los marcados por Max Weber:
la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Dejó la primera al
lado y optó por su responsabilidad; negar las condiciones de Nabokov era perder
un documento que en cualquier caso resultaba harto valioso. Al final, hace
cincuenta años el huraño padre de Lolita fue al estudio de Antenne 2 y para la
historia quedaron sus respuestas escritas y leídas en perfecto francés ante la orgullosa sonrisa infantil
de su entrevistador.