Como
una costumbre que obedece a mi necesidad de compartir el asombro ante el libro,
muchas veces, dentro del aula o a la vera de alguna conversación despejada,
describí a trazo veloz la historia del libro tal y como la he ido adquiriendo
en diferentes páginas y documentales. Me gusta hablar del libro en tablillas (e
incluso en piedras), del libro en rollos de papiro o en pergamino, del libro en
papel y ahora en modalidad electrónica. La historia de este objeto es hasta
ahora, si me apremian a ser breve, la parte mejor en la marcha de la
civilización.
Las
historias no difieren en lo sustancial, y si acaso hay desacuerdos, no pasan de
ser leves, de un siglo o dos de diferencia, lo cual no significa gran cosa si
reparamos en que se trata del examen a un pasado largo, de varios milenios. Lo
básico es aprender y recordar que el libro ha tenido tres materias primas hasta
la fecha, a las que podemos sumar una cuarta si por materia queremos sumar los
flujos digitales del presente: papiro, pergamino y papel.
En
Libros y libreros en la antigüedad (FCE,
Letras Mexicanas, México, 1981, 48 pp.), Alfonso Reyes, tal vez el hombre que mejor
ha usado los libros en nuestro país, hace un sucinto recorrido por los orígenes
del libro en tanto objeto de conocimiento y, sobre todo, de intercambio
comercial. Es recomendable este ensayo de divulgación porque el regiomontano describe
los contornos del libro antiguo no sólo como estamos acostumbrados los
acostumbrados a preguntarnos por el libro y su pasado, es decir, con énfasis en
los materiales y las temáticas recurrentes. El ensayista se
detiene entonces en la maraña de intereses productivos y económicos relacionada con el
libro, en sus costos, resguardo y distribución, asunto que hasta la fecha, sin
que lo notemos, es quizá la más saliente preocupación de los editores y libreros.
El
viaje comienza con el papiro egipcio, lo cual es casi un pleonasmo (o sin casi):
“El uso del papiro para la escritura es un temprano descubrimiento egipcio,
aprovechado pronto, como tantos otros descubrimientos de aquel pueblo vetusto y
admirable, por los griegos y los romanos (…) la Roma imperial consumía enormes
cantidades de este precioso material: ocupaba toda la carga de algunos barcos,
y se lo conservaba luego en almacenes especiales (…) Por toda la edad clásica,
el rollo de papiro fue el vehículo de la cultura griega; cuando Grecia fue avasallada,
los romanos adoptaron el producto, desde el siglo II a. C.”.
El
manejo y aprovechamiento del material es descrito por Reyes: “raro que se
escriba en los dos lados de la banda. Generalmente, la cara externa se deja en
blanco. Y, a lo largo de la cara interna, la escritura se divide en columnas
paralelas que corresponden a nuestras páginas y que, de hecho, se llamaron página.
(…) En un volumen cabían dos cantos de la Ilíada.
Las obras extensas se dividían en varios ‘libros’, a uno por rollo”. Cito en
largo al polígrafo para destacar otro valor de su ensayo: el estilo claro, didáctico,
preciso: “Para la lectura se usaban ambas manos: la izquierda asía el comienzo
de la banda, y la iba enrollando al paso de la lectura, ‘página’ a ‘página’; la
derecha sostenía el resto del rollo y lo iba entregando a la izquierda”.
El
otro material destacado, aunque común en su momento, fue menos importante que
el papiro: “el pergamino sólo fue una forma transitoria en el desarrollo del
libro, por pesado e incómodo. De aquí que se pasara a la forma del códice, en
hojas aparte, de donde proviene el libro moderno”. Al decir “códice”, Reyes se
refiere al libro ya no en rollo, sino en cuaderno, cuadrado o rectangular, un invento que nació, como la cuchara o el martillo, perfecto, inmejorable.
Viene
entonces un salto importante: el libro como objeto comercial, de intercambio: “Más
florece la literatura de un pueblo, más se ensancha el círculo de sus
escritores y sus lectores, y menos directo es el contacto entre el creador de
la obra y el que la recibe. En vez del auditorio, aparece el lector, y en vez
de las copias domésticas, sobrevienen las reproducciones comerciales, el
verdadero libro en suma. El librero surge como intermediario. El comercio del
libro es tan viejo como el libro mismo”. Así pues, “El que deseaba copias
privadas, acudía a calígrafos especiales. Los copistas emprendedores procuraban
juntar un fondo de las obras más solicitadas. Algunos, que disponían de capital
suficiente, mantenían un cuerpo permanente de copistas auxiliares. Así, aunque
dentro de estrechos límites, comenzó el negocio de las publicaciones”.
El
trabajo de editor y librero, unido entonces, puede darnos la idea de que tomaba
en cuenta al autor como parte de la cadena gananciosa. Al parecer no fue así ni
por asomo: “La reproducción y distribución de las obras no significaba ganancia
alguna para los autores. Se publicaban ‘por amor al arte’, y acaso por
conveniencia política en ciertas circunstancias”, de modo que “En tanto que los
editores se enriquecían, los autores de Roma, no menos que sus colegas de
Grecia, tenían que conformarse con lo que llamaba Juvenal ‘la hueca fama’. Los
autores antiguos nunca esperaron que su trabajo, con ayuda de los editores, les
resultase remunerativo”.
Para copiar los libros, a veces dictados en grupo para multiplicar un mayor número de ejemplares, se apelaba, entre otros, a los “servus literatus”. Esta labor del editor-librero atendía las exigencias del mercado: “Una firma bien organizada [como la de un tal Ático, apoderado de Cicerón] podía en unos cuantos días lanzar al mercado cientos de ejemplares de un nuevo libro. Cicerón se muestra tan indignado que habla de ‘libros llenos de mentiras’, donde ‘mentira’ viene a ser nuestra ‘errata’”. Y “Así pues, para estos días el comercio del libro era ya muy importante y extenso. Pero no podemos presumir que los manufactureros fijaran de antemano, como se hace hoy, la cifra de las ediciones. Sin duda comenzaban por un número limitado de ejemplares, singularmente si el autor era aún poco conocido, para así tantear el comercio”.
Muchísimos
más datos de interés contiene Libros y
libreros en la antigüedad, como los que espiga sobre el plagio y la fama
pública obtenida o no por quienes escribían: “Marcial, Juvenal y Plinio, todos
ellos convienen en que ‘el escribir da renombre y nada más’. Tácito ni siquiera
eso concede: ‘El versificar no da honor ni dinero —dice—. Aun la fama que tanto
anhelan como único premio los poetas, a cambio de sus luchas y afanes, menos
les sonríe a ellos que a los oradores públicos’”. O sobre el auspicio, el mecenazgo:
“El sarcástico Sila concedió un sueldo a un mal poeta que le consagró un poema
bombástico y bajamente laudatorio, pero imponiéndole la condición de que no
escribiera más en su vida”.
Para cerrar, no sé si en las palabras citadas de Alfonso Reyes se siente que han avanzado los siglos y no hay mucha diferencia entre aquel pasado y este presente. Significa entonces que quien abraza la tarea profesional de escribir debe saber que dos milenios no han servido para hacer de la profesión una forma de vida que le garantice nada, ni fama las más de las veces. Más vale pues saberlo desde ya para seguir con abnegación o abandonar a tiempo tal empeño.