sábado, julio 26, 2025

Del libro veterano

 












Como una costumbre que obedece a mi necesidad de compartir el asombro ante el libro, muchas veces, dentro del aula o a la vera de alguna conversación despejada, describí a trazo veloz la historia del libro tal y como la he ido adquiriendo en diferentes páginas y documentales. Me gusta hablar del libro en tablillas (e incluso en piedras), del libro en rollos de papiro o en pergamino, del libro en papel y ahora en modalidad electrónica. La historia de este objeto es hasta ahora, si me apremian a ser breve, la parte mejor en la marcha de la civilización.

Las historias no difieren en lo sustancial, y si acaso hay desacuerdos, no pasan de ser leves, de un siglo o dos de diferencia, lo cual no significa gran cosa si reparamos en que se trata del examen a un pasado largo, de varios milenios. Lo básico es aprender y recordar que el libro ha tenido tres materias primas hasta la fecha, a las que podemos sumar una cuarta si por materia queremos sumar los flujos digitales del presente: papiro, pergamino y papel.

En Libros y libreros en la antigüedad (FCE, Letras Mexicanas, México, 1981, 48 pp.), Alfonso Reyes, tal vez el hombre que mejor ha usado los libros en nuestro país, hace un sucinto recorrido por los orígenes del libro en tanto objeto de conocimiento y, sobre todo, de intercambio comercial. Es recomendable este ensayo de divulgación porque el regiomontano describe los contornos del libro antiguo no sólo como estamos acostumbrados los acostumbrados a preguntarnos por el libro y su pasado, es decir, con énfasis en los materiales y las temáticas recurrentes. El ensayista se detiene entonces en la maraña de intereses productivos y económicos relacionada con el libro, en sus costos, resguardo y distribución, asunto que hasta la fecha, sin que lo notemos, es quizá la más saliente preocupación de los editores y libreros.

El viaje comienza con el papiro egipcio, lo cual es casi un pleonasmo (o sin casi): “El uso del papiro para la escritura es un temprano descubrimiento egipcio, aprovechado pronto, como tantos otros descubrimientos de aquel pueblo vetusto y admirable, por los griegos y los romanos (…) la Roma imperial consumía enormes cantidades de este precioso material: ocupaba toda la carga de algunos barcos, y se lo conservaba luego en almacenes especiales (…) Por toda la edad clásica, el rollo de papiro fue el vehículo de la cultura griega; cuando Grecia fue avasallada, los romanos adoptaron el producto, desde el siglo II a. C.”.

El manejo y aprovechamiento del material es descrito por Reyes: “raro que se escriba en los dos lados de la banda. Generalmente, la cara externa se deja en blanco. Y, a lo largo de la cara interna, la escritura se divide en columnas paralelas que corresponden a nuestras páginas y que, de hecho, se llamaron página. (…) En un volumen cabían dos cantos de la Ilíada. Las obras extensas se dividían en varios ‘libros’, a uno por rollo”. Cito en largo al polígrafo para destacar otro valor de su ensayo: el estilo claro, didáctico, preciso: “Para la lectura se usaban ambas manos: la izquierda asía el comienzo de la banda, y la iba enrollando al paso de la lectura, ‘página’ a ‘página’; la derecha sostenía el resto del rollo y lo iba entregando a la izquierda”.

El otro material destacado, aunque común en su momento, fue menos importante que el papiro: “el pergamino sólo fue una forma transitoria en el desarrollo del libro, por pesado e incómodo. De aquí que se pasara a la forma del códice, en hojas aparte, de donde proviene el libro moderno”. Al decir “códice”, Reyes se refiere al libro ya no en rollo, sino en cuaderno, cuadrado o rectangular, un invento que nació, como la cuchara o el martillo, perfecto, inmejorable.

Viene entonces un salto importante: el libro como objeto comercial, de intercambio: “Más florece la literatura de un pueblo, más se ensancha el círculo de sus escritores y sus lectores, y menos directo es el contacto entre el creador de la obra y el que la recibe. En vez del auditorio, aparece el lector, y en vez de las copias domésticas, sobrevienen las reproducciones comerciales, el verdadero libro en suma. El librero surge como intermediario. El comercio del libro es tan viejo como el libro mismo”. Así pues, “El que deseaba copias privadas, acudía a calígrafos especiales. Los copistas emprendedores procuraban juntar un fondo de las obras más solicitadas. Algunos, que disponían de capital suficiente, mantenían un cuerpo permanente de copistas auxiliares. Así, aunque dentro de estrechos límites, comenzó el negocio de las publicaciones”.

El trabajo de editor y librero, unido entonces, puede darnos la idea de que tomaba en cuenta al autor como parte de la cadena gananciosa. Al parecer no fue así ni por asomo: “La reproducción y distribución de las obras no significaba ganancia alguna para los autores. Se publicaban ‘por amor al arte’, y acaso por conveniencia política en ciertas circunstancias”, de modo que “En tanto que los editores se enriquecían, los autores de Roma, no menos que sus colegas de Grecia, tenían que conformarse con lo que llamaba Juvenal ‘la hueca fama’. Los autores antiguos nunca esperaron que su trabajo, con ayuda de los editores, les resultase remunerativo”.

Para copiar los libros, a veces dictados en grupo para multiplicar un mayor número de ejemplares, se apelaba, entre otros, a los “servus literatus”. Esta labor del editor-librero atendía las exigencias del mercado: “Una firma bien organizada [como la de un tal Ático, apoderado de Cicerón] podía en unos cuantos días lanzar al mercado cientos de ejemplares de un nuevo libro. Cicerón se muestra tan indignado que habla de ‘libros llenos de mentiras’, donde ‘mentira’ viene a ser nuestra ‘errata’”. Y “Así pues, para estos días el comercio del libro era ya muy importante y extenso. Pero no podemos presumir que los manufactureros fijaran de antemano, como se hace hoy, la cifra de las ediciones. Sin duda comenzaban por un número limitado de ejemplares, singularmente si el autor era aún poco conocido, para así tantear el comercio”.

Muchísimos más datos de interés contiene Libros y libreros en la antigüedad, como los que espiga sobre el plagio y la fama pública obtenida o no por quienes escribían: “Marcial, Juvenal y Plinio, todos ellos convienen en que ‘el escribir da renombre y nada más’. Tácito ni siquiera eso concede: ‘El versificar no da honor ni dinero —dice—. Aun la fama que tanto anhelan como único premio los poetas, a cambio de sus luchas y afanes, menos les sonríe a ellos que a los oradores públicos’”. O sobre el auspicio, el mecenazgo: “El sarcástico Sila concedió un sueldo a un mal poeta que le consagró un poema bombástico y bajamente laudatorio, pero imponiéndole la condición de que no escribiera más en su vida”.

Para cerrar, no sé si en las palabras citadas de Alfonso Reyes se siente que han avanzado los siglos y no hay mucha diferencia entre aquel pasado y este presente. Significa entonces que quien abraza la tarea profesional de escribir debe saber que dos milenios no han servido para hacer de la profesión una forma de vida que le garantice nada, ni fama las más de las veces. Más vale pues saberlo desde ya para seguir con abnegación o abandonar a tiempo tal empeño.