sábado, julio 12, 2025

La ciudad del español


 









Muchas veces he pensado en lo que significa desaparecer, en ser escritor, publicar una buena cantidad de libros y pasados algunos años luego de la muerte, si no es que inmediatamente, terminar en el olvido. Es el destino de la mayoría, lo sé, y más en estos tiempos atiborrados de ofrecimientos. Hoy es imposible valorar una novedad porque de inmediato hay otras mil para desplazarla. Es esta la paradoja del consumismo: lo que se ofrece para complacer al cliente no debe complacerlo totalmente, porque, si lo hace, el cliente deja de serlo y de lo que se trata es de que siempre lo sea.

En fin. El olvido. La desaparición, el hecho cierto de que ese es el destino con o sin literatura. De tal olvido he rescatado un librito del cual comparto el colofón, para que se vea claramente que es un acto de resucitatorio: “Se terminó de imprimir esta edición el día 15 de octubre de 1965 en los talleres de ‘Editorial Enigma, S. A.’ bajo la dirección de Marco Antonio Millán y José Revueltas, coordinadores de la Subsecretaria de Asuntos Culturales de la Secretaría de Educación Pública. El tiro consta de 10,000 ejemplares, impresos en papel Tablet de 50 k. y de 1,000 en Bond de 80 k, La portada y el retrato inserto en la segunda página de forros, son obra del grabador Adolfo Quinteros”.

Tiene casi mi edad, y lo reencuaderné para que agarrara un segundo y casi milagroso aire. Su papel, (“Tablet”) era el más corriente del mercado por aquel entonces, tanto que en el trayecto se puso amarillento-casi-marrón y quebradizo, aunque no lo suficiente: calculo que con mi encuadernado todavía será legible unos veinte años más antes de convertirse en polvo.

Su título es Genio y figura de nuestro idioma, y fue parte a un proyecto de la SEP que se llamó “Cuadernos de Cultura Popular”, colección “La honda del espíritu”. En el 65 nuestro país tenía poco más de 40 millones de habitantes, así que un tiraje de diez mil ejemplares era de los grandes, de índole popular.

He guardado el nombre del autor hasta este párrafo: Mauricio Gómez Mayorga. La Enciclopedia de Literatura de México consigna que nació en 1913 y murió en 1992, en ambos casos en la Ciudad de México, y que “estudió Arquitectura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Inició su labor como crítico y divulgador de arquitectura y el urbanismo en 1939. Ha impartido las cátedras de Teoría del Arte, Arte Contemporáneo e Historia de la Ciencia en diferentes instituciones; de Teoría de la Arquitectura y de Planeación Social y Urbanismo en la UNAM. En 1954 residió como becario en Italia para estudiar Urbanismo y recorrió Europa. En 1957 organizó la representación de México en la Trienal de Milán; trabajó en Atenas en 1961 en una investigación de Urbanismo Teórico. Colaboró en las revistas Taller y Examen. De 1958 a 1973 fue asesor técnico de organismos públicos y privados. Mauricio Gómez Mayorga, poeta y prosista desde 1930. Perteneció al grupo de Taller que encabezaran Octavio Paz, Efraín Huerta, Alberto Quintero Álvarez y Neftalí Beltrán. Su poesía se caracteriza por una fuerza expresiva de bien acabada factura. Palabra perdida reúne poemas breves de intenso contenido trágico. El ángel del tiempo es un poema en prosa con aliento metafísico”.

Me sorprendió la calidad del ensayo y me dio gusto haberlo rescatado. En él, Gómez Mayorga plantea lo que nunca imaginé: asimilar nuestra lengua a una ciudad. Una metáfora extraña, pero curiosamente útil, por lo gráfica. Así como una ciudad tiene sus edificios más suntuosos, sus bulevares, sus calles, sus plazas, sus barrios, sus arrabales, nuestra lengua contiene lo mismo. Dice por ejemplo que los verbos son las avenidas, lo que permite el movimiento de las ideas, y que las manzanas y los edificios son, como los sustantivos, lo fijo. Los adornos (plazas, monumentos, fuentes) se relacionan con lo adjetivo o lo adverbial. Por allí camina la comparación.

Lo más grato de la reflexión se da cuando el autor recorre “los barrios” o las colonias del idioma: el griego, el latín y el árabe para lo patrimonial, el francés y el italiano para lo suntuoso o lo artístico, el inglés para lo técnico y lo moderno, el náhuatl para lo más próximo a nuestro ser nacional. También, las orillas o los arrabales del idioma: las groserías y los modismos.

Todo el librito es agradecible, pero el pasaje que más me gustó es el dedicado a los arabismos. Es un privilegio de nuestra lengua tener esas palabras encantadoras. Va una cita: “Es desde luego muy probable que ciertos arabismos caigan en desuso, incluso algunos que citamos en nuestro ejercicio anterior, como ‘alarife’, pero otros parece que llegaron al idioma para quedarse. ¿Por cuánto tiempo más estarán en pie algodón, alarido, albacea, arancel, albayalde, almuerzo, arroz, arsenal, máscara, asesino, ataud, zafiro, zaguán y zanja? Pero la importancia de esta zona del idioma, aparte la indudable belleza de muchas de las palabras moriscas, es que constituye una de las características absolutamente propias del español, ya que las demás lenguas romances, por no haber sufrido la multicentenaria ocupación de los árabes, no cuentan en este hermoso acervo de voces orientales, salvo las de uso universal como azufre, alcohol, cero, cifra, tabique, adobe y varias más”.

Mauricio Gómez Mayorga: asiento su nombre para hacerlo viajar desde el olvido hacia esta pequeña anotación. Es poco, es nada, pero Es.