jueves, diciembre 31, 2020

Eternas gracias

 








¿Cómo hizo mi madre para tener siete hijos y no perder la serenidad? ¿Ocultaba y disimulaba bien el estrés o realmente se mantenía tranquila? Por supuesto que a veces se enojaba, pero era por hechos nimios, cuando nos hacía un pequeño encargo (“Tiende tu cama”, “Lava esos dos platos”) y no le hacíamos caso. Nunca, que yo recuerde, me transmitió una sensación de inseguridad. Aunque jamás hubo de más, siempre se las arregló para que tuviéramos lo básico: el alimento, la ropa, la escuela… Si algo me comunicó, creo, fue siempre la certeza de que lo indispensable jamás nos faltaría mientras ella estuviera allí.

Como la vida, le debo la fortuna de haber atravesado una carrera universitaria. Ella me inició en el proceso de estudiar cuando de su mano me llevó al kínder. Es un día que jamás he olvidado: en agosto de 1970 llegamos al “Jardín de Niños Pdte. López Mateos” de la colonia Santa Rosa, en Gómez Palacio; yo tenía seis años, y me dejó allí, metido en un aula junto a muchos niños y dos educadoras. Cuando se dio la vuelta y salió, recuerdo que corrí a alcanzarla, gritando y llorando, pero me detuvieron e, impotente, vi que mi madre se alejaba. De inmediato me tranquilizaron y allí comenzó mi peregrinaje escolar.

Salí del kínder público, luego pasé a la primaria, la secundaria y la preparatoria también públicas, donde fui, como lo he dicho siempre, sin vergüenza, un estudiante menos que mediocre. Digamos que era mal alumno, pero como sucede con algunos beisbolistas, sabía pegar de hit a la hora buena. Y así sobreviví sin reprobar ningún año hasta que llegó el momento de elegir carrera y universidad.

Por razones que omito describir, opté por comunicación, una carrera que en su menú incluía muchas materias de literatura. Lamentablemente, esa carrera era ofrecida en La Laguna por una escuela privada y, a su modo, inaccesible para la economía familiar y más para mi madre, quien en casa era la encargada de administrar todo lo relacionado con nuestras escuelas. Tras conversarlo con ella, me alentó, agarré valor y fui a la universidad. Hablé con la directora de la carrera, le mostré mi papeleta de prepa, y no muy convencida vio mi promedio de 8.5. Por suerte, la boleta mostraba sólo el promedio total, y ella no podía saber que en el camino había aprobado once materias en exámenes extraordinarios. La directora me oyó y entendió que en realidad me interesaba la carrera, así que me abrió la puerta desde la primera entrevista. Pero había un problema no menor: el dinero. Pagar la colegiatura completa me resultaba imposible. Dudó un poco, mencionó de nuevo mi promedio y al final dijo que me otorgaría un 20% de beca. Creo que le caí bien.

Volví feliz a casa, y le di a mamá el notición: fui aceptado y me dieron una beca. Ella preguntó: “¿Y cuánto hay que pagar con ese 20% menos?”. Compartí la cifra y, tranquila, respondió: “Creo que es muy alta”. Ella echaba cuentas en su cabeza, y de alguna forma sumaba y restaba lo necesario para sacarme a flote sin descuidar a sus otros seis hijos.

Volví con la directora, me disculpé y le dije que no podría estudiar porque la colegiatura seguía siendo elevada. Sin más, agrandó la beca: 40%. Fui con mi madre, hicimos cuentas y la cosa seguía mal. Volví con la directora, le di las gracias, y subió la beca a 60%. Regresé con mi madre (tomaba dos camiones para ir de un lado al otro, hacía una hora de viaje), y lo mismo: imposible. La directora, al verme entrar de nuevo a su oficina, se anticipó y dijo: “80%”. Tras compartir el nuevo porcentaje con mi madre, hicimos cuentas y dijo “Sí, eso sí se puede”, y así fue como entré a la carrera.

Consciente de lo que significaba, y orgullosa también, mi madre estuvo discretamente atenta a mis necesidades de estudiante universitario. Jamás dejó de estar pendiente de la colegiatura y, entre otras herramientas, me compró la hermosa cámara Pentax K1000 para los ocho semestres que duró la clase de fotografía con el profe Jáuregui. En ese tiempo comencé a comprar libros como loco, y recuerdo que cada vez que me veía llegar decía, alegre pero fingiendo resignación: “Ay, tú y tus libros”.

Le debo tanto a mamá que siempre me quedo corto al recordar sus hazañas familiares.

Hoy, 31 de diciembre de 2020, cumpliría 90 años. Felicidades y eternas gracias, ma.


miércoles, diciembre 30, 2020

Oscuro saldo












Con la muerte del compositor Armando Manzanero, este 2020 cierra en la tesitura fúnebre marcada desde marzo o abril, cuando comenzó el confinamiento obligado por la pandemia. En lo personal mido los fallecimientos en tres ámbitos: el internacional, el nacional y el local, y a cada muerte le doy la misma importancia, aunque no el mismo grado de tristeza. Por supuesto, como a todos, me duelen más las desapariciones de personas con las que alguna vez trabé relación personal, pero esto no quiere decir que no lamente con análoga pena las muertes de personas cuyo trabajo me alegró alguna vez la vida.

En el contexto internacional, este año partieron Rubem Fonseca, Luis Sepúlveda y Luis Eduardo Aute. Del brasileño, a quien alguna vez vi leer en la FIL de Guadalajara, celebro el atrevimiento, el desenfado y la crudeza de su obra narrativa; del chileno, la agilidad y el encanto de historias como Mundo del fin del mundo o Diario de un killer sentimental; y del español, el gran número de canciones que alimentó muchas horas en la soledad de mis habitaciones. En otro plano, lamenté, lamento y lamentaré, con alto grado de pesadumbre, la muerte de Maradona, tal vez uno de los seres humanos que más felicidad le ha dado a la parte lúdica de mi corazón.

De México, ayer recibí la noticia de que había muerto el ensayista Juan José Reyes, a quien tuve el gusto de conocer en Durango. Poco antes había partido Sandro Cohen, de quien tantos buenos consejos gramaticales he hallado en sus libros. Meses antes, y escribí un apunte a propósito, se fue Óscar Chávez, uno de mis ídolos de juventud. Por las mismas fechas también partió el cineasta Gabriel Retes, y meses después, en otros espacios profesionales, el comediante Manuel Loco Valdés y recién el ya mencionado Armando Manzanero.

La suma de compañeros fallecidos en La Laguna es triste. Este año murió el cantante de trova Juan Carlos Esparza, quien con su guitarra y su voz supo alegrar a muchos en nuestra región. También Javier Alcorcha, un silencioso e incansable animador teatral, hombre que nunca demandó reflectores para su persona y siempre prodigó su esfuerzo para el mundo de la escenificación. Perdí asimismo al actor y narrador Alfonso López Vargas, nacido en Michoacán y aclimatado a La Laguna, autor de dos libros de cuentos, uno de ellos para niños. Hace un mes falleció también el profesor y poeta Salvador Espinoza Sáenz-Pardo, compañero de trabajo durante muchos años en la Ibero Torreón y compañero también de espacio en las páginas del suplemento cultural de La Opinión, hace más de treinta años. También compañero de trotes académicos, murió Roberto López Franco, maestro de la Ibero Torreón y la UAdeC, y colaborador algunos años de Milenio Laguna.

Dejo al final dos afectos muy cercanos: este año perdí a mi amigo Antonio Cruz, médico, poeta y microcuentista; vivía en Santiago del Estero, Argentina, y desde que lo conocí, allá por 2007, fue un hombre que se brindó pleno en su generoso apoyo a mi trabajo de escritor. También, hace un mes, el 27 de noviembre, murió en Matamoros de La Laguna, Coahuila, el poeta y cronista Oliverio Rodríguez Herrera, padre de Maribel, mi compañera, y excelente amigo, hombre querido y respetado en su comunidad.

La lista, claro, puede ampliarse. Este 2020 nos deja muchas lecciones. Entre otras, que la vida es mucho más frágil de lo que imaginamos. Que el 2021 sea mejor para todos. Que tengan un excelente año.


sábado, diciembre 26, 2020

Treinta años luego

 












Hace treinta años, en 1990, publiqué mi primer libro individual. La historia de ese racimo de cuentos se remonta a 1980 u 81, años en los que decidí —este verbo hay que leerlo con reserva pues a los 16 años es difícil que uno decida claramente algo— dedicarme a escribir. Estaba en la prepa, era un alumno muy inconstante, tanto que cada semestre reprobaba al menos un par de materias que luego, no sé cómo, lograba salvar en exámenes extraordinarios. Pero mientras mis estudios formales avanzaban a los tumbos y mi vida se desplegaba en la esquina de la cuadra con mis amigotes, en las noches ya leía libros que en nada se relacionaban con las obligaciones. Recuerdo con vaguedad haber leído Los de abajo y Más cornadas da el hambre (de Spota), títulos que llegaron a mis manos gracias a un motivo que hasta la fecha desconozco, pues en mi entorno no había libros. Gracias a esas primeras lecturas y otras no menos azarosas intuí que aquello me gustaba. Fue así como pensé que podía dedicarme a la literatura.

La prepa me torturó, cierto, pero gracias al via crucis supe lo que no quería estudiar. En los cinco primeros semestres sufrí mucho, reprobé once materias, fui un pésimo alumno, casi (o sin casi) un burro, pero en el sexto semestre, cuando los estudiantes podíamos optar por la rama de humanidades y llevar sólo materias de esta índole, destaqué y casi alcancé el diez de promedio. Lo mío, si es que alguna vez hubo algo “mío” en el rubro educativo, eran las materias humanísticas. Recuerdo el gran placer que me produjo la clase de Etimologías grecolatinas, o lo mucho que disfruté Historia de México y Derecho. Fui feliz en el último semestre de la prepa, así que cuando derivé en la carrera de Comunicación, que en el Iscytac contaba con muchas materias de literatura en su programa, mi desempeño fue el de un muy buen alumno, un alumno con promedio siempre arriba del nueve.

A mediados de la carrera, es decir, hacia 1984, ya había escrito algunos textos de autoconsumo. Eran “poemas” (las comillas son imprescindibles en este caso) y “cuentos” (ídem) de cuyo contenido no quiero acordarme, aunque más que su contenido, era su forma, su ejecución, lo que delataba mi verdor de aquellos años. Gracias a Saúl Rosales, quien era mi maestro de literatura en el Iscytac, en 1984 publiqué algunos poemas y un par de cuentos en el suplemento cultural de La Opinión, lo que de cierta manera sirvió para que me creyera “escritor” y así tener derecho a figurar en el grupo literario Botella al Mar formado por el mismo Saúl (como quarterback), Gilberto Prado Galán, Enrique Lomas y varios amigos más que con el tiempo se sumaron al empeño de escribir en serio. Fue allí, en el seno de aquel grupo, donde obtuve mayor información sobre los secretos del cuento como género literario y donde compartí mis relatos más logrados. Nunca me sentí particularmente hecho, seguro de mi trabajo. Al contrario: la sombra de la insatisfacción jamás dejó de amagarme, y la terca no se ha ido.

Poco a poco, cayendo y levantando, como dice la canción, escribí los diez cuentos que constituyen El augurio de la lumbre. Con él gané un premio nacional de narrativa joven en 1989 y fue publicado por Felipe Garrido en 1990. Ya impreso, recuerdo que me arrepentí, pero aunque sea un libro que no me agrada, sé que gracias a él seguí intentando hacer literatura. Hasta hoy, treinta años luego.


miércoles, diciembre 23, 2020

Mudar y desechar










¿Cómo demonios metemos tanta mugre a la casa? Esta pregunta retórica me nació tras concluir una mudanza que espero sea la última de mi vida, pues me costó sudor y lágrimas, aunque afortunadamente no sangre. Dada la pandemia, decidí trasladar todo sin pedir ningún socorro, salvo en el caso de tres libreros que demandaron la competencia de dos amigos aptos para la estiba. Viví diez años en departamentos pequeños y amueblados, así que en teoría mi traslado no pasaría de ser asunto de dos o tres jornadas a buen ritmo. Crasa equivocación: pasé casi dos semanas metido en el agobiante trajín de armar cajas con libros, papeles de trabajo, enseres domésticos y ropa, todo lo cual comenzó a emerger de no sé dónde, como convocado sólo para fastidiarme la existencia.

Mientras evolucionaba la mudanza no pude no pensar en el consumo y la acumulación. Cierto que me considero crítico y autocrítico del consumismo como enfermedad emblema del sistema capitalista en el que vivimos, pero esto no significa que me haya librado de su pegadizo influjo. Como cualquiera, yo también he convertido al objeto en centro de veneración, y esto ha salido a relucir durante mi traslado de una casa a otra. Lo peor es que, metidos como estamos en el consumo, no lo advertimos, igual que el pez no advierte el agua en la que se mueve.

Así fue, pues, que durante varios días entablé una lucha sin cuartel, aún inconclusa, contra la acumulación. Mientras iba embalando objetos tomé una decisión similar a la que ejecutan los departamentos de control de calidad: marcaría los objetos de desecho inmediato, los que quedaban “en veremos” y los salvados definitivamente de la purga. Por supuesto, muchas veces dudé frente a los objetos condenados a la eliminación directa: ¿me servirían en el futuro? ¿No representaban algo simbólicamente valioso para mí? Supongo que esos son los autochantajes que perpetra la mente del acumulador, defender con uñas, alma y dientes los objetos hacinados en su entorno, conservar hasta las botellas desechables con argumentos que rayan en lo delirante.

Pero procedí, creo, bien, con mano dura. Me hice a la idea de no tener piedad y pagar con ese rito inquisitorial la culpa de haber reunido tantas cosas innecesarias o, en el mejor de los casos, muy poco necesarias. Al final del trance eliminatorio logré reunir, no sin asombro, varias bolsas negras que fueron canalizadas ora a la basura, ora a quien quisiera conferirles alguna utilidad, como en el caso de la ropa.

Alejado ya de la juventud, quevedianamente escarmentado del sueño de la vida, sé a esta hora que la lucha por vivir sin tanto lastre es muy difícil, pero hay que darla. La ropa necesaria, los enseres domésticos básicos, dos o tres adornos que a mi juicio supongan algún valor artístico y ya, con eso será suficiente. El problema serán los libros, mis demasiados libros: con ellos la dificultad para purgar será mayor, pero no imposible de ser realizada. Se convertirá en mi prueba de fuego como acumulador, pero la encararé —como dicen en el dilema sin salida— sí o sí.


sábado, diciembre 19, 2020

Ferias 2020 sin encanto


 








Si bien no he sido, como Juan Villoro o Paco Taibo, habitué de todas las ferias del libro que en el mundo hay, tampoco me considero un relegado/renegado de esos espacios. Al año, movido por una mezcla de obligación laboral y vocación de lector, asisto en promedio a tres o cuatro ferias desde hace al menos dos décadas. En estos espacios encuentro lo mismo que muchas personas vinculadas con el medio editorial: presento libros propios y ajenos, compro libros, establezco contactos editoriales vinculados con mi chamba y, lo fundamental, reencuentro amigos que para bien y para mal andan en los mismos ilusos trotes. Las ferias siempre son, por ello, como el beisbol: una cajita de sorpresas, así que si uno es lector/escritor/editor más vale apersonarse en tantas como sea posible.

Creo que antes del 2000 participé en una o dos ferias, aquéllas que organizábamos para ver si prendía entre nosotros, los laguneros, el amor por el libro. Los resultados jamás fueron halagüeños, pero la lucha se la hacía. Gracias a esos primeros intentos me quedó la idea de que las ferias en México eran veinte localitos con libros y unas diez presentaciones/conferencias de escritores. Sin otro punto de comparación, en 2001 fui invitado por primera vez a la FIL Guadalajara. El país invitado fue Brasil, y recuerdo que para llegar tomé un vuelo de AeroCalifornia, línea caracterizada por la precariedad de su servicio, lo que incluía el alto riesgo de sufrir percances. Poco antes de llegar a la FIL ya me había creado en la imaginación un cuadro de lo que encontraría, pero me quedé corto, cortísimo. Mi primer día en la FIL fue epifánico. Era inmenso el local para contener lo que se movía allí dentro, una turba incesante de editores, libreros, periodistas, escritores, organizadores y, como suelen llamarlo, “público en general”, en este caso adultos, muchos adultos, y cientos, miles y miles de jóvenes y niños. De modo que esta bestialidad es una feria, pensé, y entonces perdí el candor y supe lo que significa la convocatoria del libro en todos sus géneros y formatos.

Gracias a que recién había publicado una novela en Planeta, los encargados de prensa dispusieron que participara en dos mesas. En una de ellas, con jóvenes escritores mexicanos (todavía lo éramos en 2001), me tocó figurar, entre otros, junto a David Toscana y Eduardo Antonio Parra, quienes en aquel momento ya tenían buen cartel, aunque por supuesto no el que alcanzarían poco después.

Luego de esa primera feria le cobré cierta adicción al fenómeno, y digamos que ir a Guadalajara se convirtió año tras año en rito de noviembre/diciembre, y aunque es cansado y caro, el peregrinaje nunca ha dejado también de ser interesante.

Otras ferias me han ocurrido en medio de cada FIL: Minería, Arteaga, Monterrey, Hermosillo, Tijuana, Xalapa, Buenos Aires, Durango, Pachuca, y en todas he sentido el placer de estar en algo que me concierne así haya asistido en la faceta de mero público. Por eso ahora, en este año infausto y de ferias digitales, no es lo mismo. El esfuerzo se pone, participé en un par mediante las herramientas de la virtualidad, pero francamente no resultan atractivas. Basta sentir lo que se siente en las ferias vía internet para concluir que Zoom, Meet y todo lo que quieran son apenas tristes paliativos, y al menos en el corto plazo las ferias virtuales no serán capaces de suplir a las otras, las que convocan sudorosos tumultos de carne y hueso en torno al libro.


miércoles, diciembre 16, 2020

Atropellar y triunfar

 








Los libros de autoayuda (también denominados en la estantería bibliográfica con la etiqueta “superación personal”) han encontrado múltiples derivaciones en los soportes de la tecnología moderna. Prácticamente ya no hay, por ello, medio que no ofrezca cancha al discurso de la lucha y el éxito, de la mentalidad del “sí se puede” que tan hondo ha calado en el pensamiento actual. El facilismo de su “filosofía”, como sabemos, permite que sea accesible para cualquiera, pues en esencia todos estos rollos son atravesados por una idea eje: echarle ganas, muchas ganas para conseguir todo lo que cada uno apetece.

Si partimos de una mínima base de sensatez, el deseo de salir adelante no está mal. Lo nefasto no es esto, sino el tremendo y a veces despiadado individualismo que fomenta. Lejos de exaltar valores que hagan viable la convivencia de todos, la meritocracia se empeña tozudamente en aplaudir, por un lado, el triunfo de unos pocos sujetos ejemplares y, por el otro, en abominar de todo aquello que se ubique en el triste rango de los perdedores, de los losers, seres que a lo mucho merecen vivir como servidumbre o carne de penitenciaría.

Los mensajes de superación personal suelen ser edulcorados, blandos, muchas veces hasta lacrimógenos. Suelen alentarnos a alcanzar nuestras metas con casos de la vida real, con sujetos que de la nada, porque le echaron un montón de ganas, salieron adelante y ahora son verdaderos paradigmas de prosperidad. Lo que queda como sedimento es, siempre, la idea nada tierna de triunfar cueste lo que cueste, de brincar cualquier obstáculo para no quedar ensartados en la mediocridad que sólo calza bien a los conformistas.

Existen, además de los dulzones, mensajes de autoayuda no tan lánguidos. Están dirigidos sobre todo a los segmentos duros de la población, principalmente a los jóvenes, de ahí que lleguen por la vía de las redes sociales. Los más pesados incurren en el extremo de la inhumanidad, como los producidos en el mismísimo mundo del narco. Hace poco, por ejemplo, circuló sin freno por WhatsApp un video que asumía sin tapujos el sentimiento de pertenencia que decenas de enmascarados grabaron para dejar claro que son “gente del Mencho”. Una cámara avanza y todos, al lado de sus trocotas y armados con metralletas de alto poder, declaran su adscripción y el nombre del líder al que rinden cuentas. El mensaje no es inocuo: visto desde cierta madurez, parece adolescente, y precisamente por esto puede seducir al joven que no tiene nada y desea superarse, pertenecer a algo, aunque sea a eso.

Otro mensaje de reciente circulación es menos evidente en su lamentable postura. En apariencia es muy lindo y motivante, pero por debajo de las palabras se agazapa la podredumbre del individualismo: un joven negro (doce años a lo mucho) carga una pelota de básquet y habla muy enfáticamente sobre su idea del esfuerzo y la victoria final: “Nada viene fácil, en la vida tienes que trabajar…”. Hasta aquí, el joven dice una obviedad aceptable. Luego añade: “O eres el tiburón del océano, o eres el pez en el mar… yo quiero ser el tiburón, conseguirlo todo (aquí se da unos golpes en el desnudo pecho), ¡fuerza!, nada de debilidades, ¡poder, músculos!, debes tener esa mentalidad para poder llegar y dominar…”. Es un niño de barrio, un niño de color, pero su discurso en casi nada se diferencia del enunciado por cualquier supremacista estándar.

No está mal echarle ganas, pero ya el mundo se ha podrido por hacerlo sin ninguna solidaridad con el otro, sin una visión mínimamente comunitarista. En la aparentemente inofensiva autoayuda puede esconderse pues la peor barbarie, aguas.

 

sábado, diciembre 12, 2020

A mí se me hace cuento

 









Así como a muchos les gusta la filatelia, la cocina, los cómics o la matemática, a mí me gusta el futbol. No fue una elección racional, pensada, sino algo que se atravesó en mi vida durante la infancia. Estaba cerca de llegar a la secundaria, digamos que poco después de los diez años, cuando el contacto del pie con la pelota se convirtió en un vicio adquirido en el barrio de Gómez Palacio en el que nací y viví hasta los trece años. Me hice jugador callejero y como todos los niños del mundo que acusan la pasión futbolística, no sólo intentaba jugadas durante los partidos, sino en la mente, a toda hora. Para aprender más, abracé los colores de un equipo profesional, vi muchos juegos en la tele, compré revistas especializadas, seguí jugando en la calle y en el llano, y así, con la cabeza copada por el futbol, atravesé la adolescencia.

Poco después del mundial del 78, en 1979, supe que la selección juvenil argentina tenía un jugador extraordinario, un tal Diego Maradona. En aquel momento la información fluía lentamente o al menos con una velocidad muy distinta a la actual, pero poco a poco fueron llegando más noticias. Maradona llevó a los argentinos a ganar el mundial juvenil en Tokio y tras eso comenzaron a cundir las repeticiones de su desempeño en las canchas. Era evidente lo que permaneció siendo evidente durante varios años: Maradona era distinto, pero no distinto a la manera de tantos distintos relativamente ordinarios: el gambetero, el buen filtrador de pases, el buen tirador de penales... Maradona no sólo era distinto a los 21 jugadores que participaban junto a él en cualquier cancha, sino distinto a los millones de jugadores amateurs y profesionales del mundo entero. El suyo parecía un cuerpo perfectamente articulado para la práctica del futbol, de suerte que todos sus movimientos eran los óptimos en cualquier acción dentro de la cancha. Hasta el toque de balón menos comprometedor tenía en su caso algo de mágico y perfecto, como si ese toque se enriqueciera apenas lo tramitaba el cuerpo de aquel 10 inaudito.

Claudio Borghi, quien alguna vez jugó con él, dijo que Maradona pensaba muy rápido. Cierto. En un deporte en el que la rapidez, los reflejos y la intuición son fundamentales, una milésima de segundo de anticipación hace la diferencia. Maradona, en efecto, antes de recibir el balón siempre tenía ya dibujada en la cabeza su jugada. Esto, sin embargo, no es suficiente para ser lo que Maradona fue. La jugada primero era pensada y de inmediato, sin solución de continuidad, ejecutada a la perfección, de suerte que los rivales y hasta sus mismos compañeros parecían jugar siempre en otra dimensión, una dimensión lenta e imperfecta. El problema con otros jugadores es que no piensan tan rápido, y aunque lo hagan, no ejecutan con solvencia lo que pensaron, y en Maradona se dio esa feliz y recurrente coincidencia entre la concepción de la jugada y la ejecución impecable, todo casi al mismo tiempo, con una mecánica corporal sin tacha, inventiva, que parecía natural, pero era portentosa y por ello única.

El don futbolístico de Maradona iba acompañado, además, de un carácter peculiar, también indispensable para ser un líder dentro de la cancha. No se arrugaba ante las patadas, encaraba a quien lo acosaba con malas artes y ponía el pecho a las balas para ayudar a sus compañeros como lo que era, el jefe de todos. Por eso, y pese a que el futbol que le tocó no protegía al jugador con técnica, lo bañaban de patadas, le rompían los tobillos y las rodillas, y él seguía de pie, luchando por ganar.

Hace 25 días, el 30 de octubre, cuando Maradona llegó a sesenta años, Óscar Ruggieri dijo algo muy cierto: que le hubiera gustado, como a cualquiera, ser Maradona dentro de la cancha, pero no fuera, pues la vida de Diego era invivible por los grados extremos de acoso público a los que fue sometido las 24 horas del día, por la anulación absoluta de la privacidad y todo lo que esto significa para el equilibrio mental. Tuvo razón: sólo se puede saber lo que implica la terrible vida de Maradona-fuera-de-la-cancha si se es Maradona-fuera-de-la-cancha.

En una entrevista disponible, como casi todo lo relacionado con Maradona, en YouTube, el actor Gastón Pauls, hermano del escritor Alan del mismo apellido, le preguntó a Diego qué hay en el lugar al que llegó en términos de fama. “Hay soledad, hay frío…”, respondió Diego. Esa soledad y ese frío minaron su salud, y hoy acabaron con su cuerpo.

Borges, otro inmortal, escribió en un poema sobre la ciudad donde nació: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / La juzgo tan eterna como el agua y el aire”. Sobre el 10 puedo pensar algo semejante: a mí se me hace cuento que murió Maradona. Desde ya lo juzgo tan eterno como el agua y el aire.

                      Comarca Lagunera, 25, noviembre y 2020

Nota. Tomé la foto en 2007 frente a La Bombonera, el estadio de Boca Jrs.


miércoles, diciembre 09, 2020

Vuelta de Oribe


 








Sabemos que es un negocio, que allí se mueven millones y millones, pero algún pequeño margen puede quedar en ocasiones para el romanticismo. Me refiero al futbol, un deporte manejado ahora como máquina para hacer dinero, de ahí su frialdad cuando echa números: si algo reditúa, adelante; si algo no deja, ni para qué darle cuerda. Esta es la razón, quizá, por la que no se da un fenómeno que me parece viable en el caso de ciertos jugadores. Si es imposible que los futbolistas queridos vistan una sola camiseta, como lo hicieron Ricardo Bochini con Independiente o lo ha hecho Messi con Barcelona, no sé si sea igualmente imposible que en el ocaso de sus carreras vuelvan quienes se han ido. No todos, por supuesto, sólo quienes han dejado una huella visible en la identidad de sus equipos, como sucedió con Oribe Peralta en Santos Laguna.

Lejos estoy de saber cómo se manejan los contratos y cómo danzan los millones en el mundo futbolístico, pero sí sé que las carreras futbolísticas, así sean muy prolongadas, terminan alrededor de los cuarenta años. En enero, Oribe cumplirá 37 y comenzará, si no ha comenzado ya, a vislumbrar el retiro. No lo estoy retirando, sé que se ha cuidado mucho y está entero, pero es un hecho que su etapa de mayor gloria quedó atrás, y fue la que vivió precisamente en su paso por Santos Laguna y al mismo tiempo por la selección mexicana. Basta ver el documental producido por la Coca Cola para reconstruir la hazaña de Londres en 2012. El oriundo de La Partida fue allí el mejor jugador, anotó los dos tantos del triunfo en la final contra Brasil, era la estrella, y tras eso se dio su entendible pase al América, donde prosiguió su buen desempeño. Tras su llegada a Guadalajara (en una segunda etapa que arrancó a mediados de 2019), Oribe comenzó el lento camino a un crepúsculo que hoy no queda tan lejos, y esto es lo que motiva mi inquietud.

Así como Benjamín Galindo dio un rodeo por varios equipos y al final volvió a las Chivas para retirarse a los 41 años, me hace ilusión pensar que Oribe, el mejor futbolista lagunero de la historia, termine en el equipo de su tierra. Quizá le quede un rato más en Guadalajara; quizá, si lo descartan de allí, busque acomodarse en otro equipo mexicano o incluso intente un periplo por la MLS. No sé. Con mucho optimismo puedo imaginarle cinco años más en las canchas antes de que llegue su despedida. No es posible adivinar lo que venga para él. Lo que me gustaría, pase lo que pase, es que tanto la directiva como él puedan llegar a un acuerdo y Oribe pueda reservar su último año como futbolista al Santos Laguna. No importa que no sea titular, pero que esté allí, enfundado en los colores verde y blanco como homenaje en activo a su trayectoria. Supongo que ningún aficionado vería mal tal contratación. Este es el romanticismo del que hablé al principio, un gesto nada frecuente ya en el gélido futbol profesional.

Jared, el Pony, Benitez, pocos son los jugadores a los que imaginé terminando sus carreras en Santos Laguna, el equipo donde triunfaron y son reconocidos como ídolos. Otro es, sin duda, Oribe, quien todavía está a tiempo de pensar en el regreso a su querencia.

sábado, diciembre 05, 2020

Dilema de retocar


El diálogo permanente con Gerardo García, lagunero radicado desde hace dos décadas en Estados Unidos, no tendrá este mes la conversación presencial de otros diciembres, así que deberá ceñirse, como ha ocurrido ya durante nueve meses, a las modalidades de estos tiempos: por Zoom y Whatsapp. Gerardo y Martha, su esposa, tenían todo planeado para viajar a su tierra pero por prudencia decidieron posponer la visita. Creo que hacen bien, pues nada hay más recomendable en los corrientes días que mantener la calma y quedarse quieto si no es imperativo salir de la covacha.

En una conversación whatsappera de hace poco, Gerardo, fiel a su bibliomaniaca costumbre, indagó sobre mis lecturas del momento. Le comenté que, como siempre, ando fuera de novedad (soy enemigo juramentado de las modas), y que, entre otros, leí Homero en Cuernavaca (FCE, Tezontle, México, 1952), de Alfonso Reyes. Se trata de la primera edición, pero como sucede con todos los títulos alfonsinos, hay muchas reimpresiones y reediciones recientes. Es un libro pequeño, un bonsái de papel perfectamente puesto en pie. Si en los proyectos grandes el regiomontano tenía la cabeza clara y las piezas jamás se le reborujaban, en los proyectos de dimensiones chicas era capaz de proceder como cirujano de hormigas.

Homero en Cuernavaca —vale subrayar, de paso, la híbrida belleza de su título— contiene treinta sonetos, todos relacionados con la lectura que hace Reyes a la Ilíada. Aunque de entrada puede parecer un tema que no se presta para la sonrisa, el regiomontano logra en ellos la proeza de convertir la relectura del clásico en una fiesta colmada de placer estético. Cada soneto es una escultura de cristal, catorce versos a los que es imposible detectarles pifia.

Aquí me detengo un poco. ¿Cómo logró Reyes alcanzar tal perfección? Según el prólogo, uno de los más breves de su cuño, de dos párrafos apenas, se trata de una especie de reescritura: “Los quince sonetos escritos entre septiembre y noviembre de 1948, y generosamente acogidos por la revista Ábside (1949), aparecen hoy muy retocados. Al corregirlos recientemente (abril y mayo de 1951), se me fueron ocurriendo los otros quince. El orden en que los presento obedece a consideraciones muy largas de explicar y hallo más fácil admitir que es caprichoso”. Saber qué tanto suprimió, añadió o permutó sólo es posible con el cotejo de la revista mencionada, pero podemos creer en lo que nos afirma: los sonetos “aparecen hoy muy retocados”. No “retocados”, sino “muy”, y esto suena a cirugía profunda. A partir de aquí desprendo otra pregunta: ¿qué tan válido es meter mano a la obra propia luego de que ya fue publicada?

Cada escritor tiene su parecer, y en mi caso soy de los que avalan la corrección postlibro siempre y cuando sea cosmética, maquillaje de superficie, como quitar algunos adjetivos o modificar la sintaxis de una frase. Dada la inconformidad que todo escritor verdadero siente ante sus libros, al llegar una segunda o tercera o cuarta oportunidad de publicarlo siempre reflota la idea de pasarle el “chino”, palabra que en algunas partes de México designa al peine para sacar piojos. Esta labor puede agudizarse, creo, cuando se corrige lo publicado en revistas y periódicos, por eso Reyes trabajó a fondo con sus sonetos hasta lindar con la reescritura.

En suma, la obra literaria siempre es perfectible y por esto hay que publicarla, para no pasarse la vida corrigiendo, como en algún otro lugar dijo el mismo autor de Homero en Cuernavaca.


miércoles, diciembre 02, 2020

Picaresca en Parásitos

 







Como casi todo el cine que veo, tarde vi, apenas este fin de semana, la película Parásitos (Bong Joon-ho, 2019). Fuera de algunos detalles insignificantes que sería mezquino traer a cuento, me gustó. Es una cinta muy bien realizada, con montones de gestos interesantes en lo técnico y un guion aerodinámico, de esos cuyos hilos no terminan enredados en la cabeza del espectador. La historia es básicamente esto: una familia pobre se las malicia para parasitar laboral y económicamente a una familia rica. Lo que hay entre líneas es lo esencial, todo aquello que podemos inferir para situarnos en las muy diversas realidades del mundo marcadas por la grieta entre los pobres y los ricos, entre los que tienen de más y los que tienen nada o casi nada.

De manera esquemática, para que la alegoría quede clara, la película nos sitúa en dos extremos: por un lado, una familia de perdedores y maleducados; por otro, otra con casa de arquitecto famoso y bienestar en todos los rincones. Cierto que la precariedad de la familia pobre apenas parecería tal comparada con la precariedad que se padece en una favela de Brasil, pero aceptamos que son pobres en un país rico, Corea. También es cierto que el jefe de familia rico no es en este caso el hijo de Carlos Slim, sino un winner del mundo tecnológico, al parecer un beneficiario del despiadado ascenso social. Con eso es suficiente para marcar el contraste, la brutal diferencia que hay entre unos y otros, aunque racialmente sean lo mismo.

El discurso de la meritocracia machaca como dogma que sólo debe progresar quien lo merece, quien “hace méritos”. Si esto fuera lógico, los primeros afectados por esta ley serían los hijos de quienes hicieron méritos, y en el caso de Parásitos, la hija adolescente y su hermano niño, dado que desde su nacimiento no han hecho nada para merecer lo que reciben. Esto, claro, no sucede en la realidad, pues en general el viento que sopla desde la infancia para los hijos ricos es favorable o al menos más benigno que el de los hijos pobres.

Lo que queda, pues, a quien no ve nada claro durante la infancia es, con harta frecuencia, el camino de la lucha a ciegas, una lucha por lo común tan desesperanzada y trastabillante que muchas veces deriva en la picaresca, es decir, en la maliciosa invención de estratagemas para ganarse la vida como se pueda y sin garantía de nada, a lo mucho obtener lo suficiente para irla pasando. Es precisamente lo que vislumbra el hijo de la familia pobre en Parásitos: para salir del hoyo (literal, pues él y su familia viven en un sótano) aprovecha una mínima coyuntura laboral con el fin de colar a todo su clan.

Luego de que logran su cometido, como suele suceder a todos los que viven en la precariedad, una variación en el reacomodo de la realidad termina por convertirse en turbulencia, de ahí que los pobres casi no puedan planear nada: mañana es mucho futuro para ellos, así que apenas pueden conformarse con tener “seguro” el efímero presente.

Parásitos atraviesa por la humillación y el resentimiento. Pese a sus pinceladas de humor, es una película muy triste porque nos confronta con la desigualdad, con el deseo de mejorar y no saber cómo demonios lograrlo. El simplismo de decir que “la hacen” sólo los que quieren/luchan queda aquí muy cuestionado.