Como
casi todo el cine que veo, tarde vi, apenas este fin de semana, la película Parásitos (Bong Joon-ho, 2019). Fuera
de algunos detalles insignificantes que sería mezquino traer a cuento, me
gustó. Es una cinta muy bien realizada, con montones de gestos interesantes en
lo técnico y un guion aerodinámico, de esos cuyos hilos no terminan enredados
en la cabeza del espectador. La historia es básicamente esto: una familia pobre
se las malicia para parasitar laboral y económicamente a una familia rica. Lo
que hay entre líneas es lo esencial, todo aquello que podemos inferir para
situarnos en las muy diversas realidades del mundo marcadas por la grieta entre
los pobres y los ricos, entre los que tienen de más y los que tienen nada o
casi nada.
De
manera esquemática, para que la alegoría quede clara, la película nos sitúa en
dos extremos: por un lado, una familia de perdedores y maleducados; por otro,
otra con casa de arquitecto famoso y bienestar en todos los rincones. Cierto
que la precariedad de la familia pobre apenas parecería tal comparada con la
precariedad que se padece en una favela de Brasil, pero aceptamos que son
pobres en un país rico, Corea. También es cierto que el jefe de familia rico no
es en este caso el hijo de Carlos Slim, sino un winner del mundo tecnológico, al parecer un beneficiario del despiadado
ascenso social. Con eso es suficiente para marcar el contraste, la brutal
diferencia que hay entre unos y otros, aunque racialmente sean lo mismo.
El
discurso de la meritocracia machaca como dogma que sólo debe progresar quien lo
merece, quien “hace méritos”. Si esto fuera lógico, los primeros afectados por
esta ley serían los hijos de quienes hicieron méritos, y en el caso de Parásitos, la hija adolescente y su
hermano niño, dado que desde su nacimiento no han hecho nada para merecer lo
que reciben. Esto, claro, no sucede en la realidad, pues en general el viento que
sopla desde la infancia para los hijos ricos es favorable o al menos más
benigno que el de los hijos pobres.
Lo
que queda, pues, a quien no ve nada claro durante la infancia es, con harta
frecuencia, el camino de la lucha a ciegas, una lucha por lo común tan
desesperanzada y trastabillante que muchas veces deriva en la picaresca, es
decir, en la maliciosa invención de estratagemas para ganarse la vida como se pueda
y sin garantía de nada, a lo mucho obtener lo suficiente para irla pasando. Es
precisamente lo que vislumbra el hijo de la familia pobre en Parásitos: para salir del hoyo (literal,
pues él y su familia viven en un sótano) aprovecha una mínima coyuntura laboral
con el fin de colar a todo su clan.
Luego
de que logran su cometido, como suele suceder a todos los que viven en la
precariedad, una variación en el reacomodo de la realidad termina por
convertirse en turbulencia, de ahí que los pobres casi no puedan planear nada:
mañana es mucho futuro para ellos, así que apenas pueden conformarse con tener
“seguro” el efímero presente.
Parásitos
atraviesa por la humillación y el resentimiento. Pese a sus pinceladas de
humor, es una película muy triste porque nos confronta con la desigualdad, con el
deseo de mejorar y no saber cómo demonios lograrlo. El simplismo de decir que
“la hacen” sólo los que quieren/luchan queda aquí muy cuestionado.