Los
libros de autoayuda (también denominados en la estantería bibliográfica con la
etiqueta “superación personal”) han encontrado múltiples derivaciones en los
soportes de la tecnología moderna. Prácticamente ya no hay, por ello, medio que
no ofrezca cancha al discurso de la lucha y el éxito, de la mentalidad del “sí
se puede” que tan hondo ha calado en el pensamiento actual. El facilismo de su
“filosofía”, como sabemos, permite que sea accesible para cualquiera, pues en
esencia todos estos rollos son atravesados por una idea eje: echarle ganas,
muchas ganas para conseguir todo lo que cada uno apetece.
Si
partimos de una mínima base de sensatez, el deseo de salir adelante no está
mal. Lo nefasto no es esto, sino el tremendo y a veces despiadado
individualismo que fomenta. Lejos de exaltar valores que hagan viable la
convivencia de todos, la meritocracia se empeña tozudamente en aplaudir, por un
lado, el triunfo de unos pocos sujetos ejemplares y, por el otro, en abominar
de todo aquello que se ubique en el triste rango de los perdedores, de los losers, seres que a lo mucho merecen
vivir como servidumbre o carne de penitenciaría.
Los
mensajes de superación personal suelen ser edulcorados, blandos, muchas veces
hasta lacrimógenos. Suelen alentarnos a alcanzar nuestras metas con casos de la
vida real, con sujetos que de la nada, porque le echaron un montón de ganas,
salieron adelante y ahora son verdaderos paradigmas de prosperidad. Lo que
queda como sedimento es, siempre, la idea nada tierna de triunfar cueste lo que
cueste, de brincar cualquier obstáculo para no quedar ensartados en la
mediocridad que sólo calza bien a los conformistas.
Existen,
además de los dulzones, mensajes de autoayuda no tan lánguidos. Están dirigidos
sobre todo a los segmentos duros de la población, principalmente a los jóvenes,
de ahí que lleguen por la vía de las redes sociales. Los más pesados incurren
en el extremo de la inhumanidad, como los producidos en el mismísimo mundo del
narco. Hace poco, por ejemplo, circuló sin freno por WhatsApp un video que
asumía sin tapujos el sentimiento de pertenencia que decenas de enmascarados
grabaron para dejar claro que son “gente del Mencho”. Una cámara avanza y
todos, al lado de sus trocotas y armados con metralletas de alto poder,
declaran su adscripción y el nombre del líder al que rinden cuentas. El mensaje
no es inocuo: visto desde cierta madurez, parece adolescente, y precisamente
por esto puede seducir al joven que no tiene nada y desea superarse, pertenecer
a algo, aunque sea a eso.
Otro
mensaje de reciente circulación es menos evidente en su lamentable postura. En
apariencia es muy lindo y motivante, pero por debajo de las palabras se agazapa
la podredumbre del individualismo: un joven negro (doce años a lo mucho) carga
una pelota de básquet y habla muy enfáticamente sobre su idea del esfuerzo y la
victoria final: “Nada viene fácil, en la vida tienes que trabajar…”. Hasta
aquí, el joven dice una obviedad aceptable. Luego añade: “O eres el tiburón del
océano, o eres el pez en el mar… yo quiero ser el tiburón, conseguirlo todo
(aquí se da unos golpes en el desnudo pecho), ¡fuerza!, nada de debilidades,
¡poder, músculos!, debes tener esa mentalidad para poder llegar y dominar…”. Es
un niño de barrio, un niño de color, pero su discurso en casi nada se
diferencia del enunciado por cualquier supremacista estándar.
No
está mal echarle ganas, pero ya el mundo se ha podrido por hacerlo sin ninguna
solidaridad con el otro, sin una visión mínimamente comunitarista. En la
aparentemente inofensiva autoayuda puede esconderse pues la peor barbarie, aguas.