miércoles, diciembre 16, 2020

Atropellar y triunfar

 








Los libros de autoayuda (también denominados en la estantería bibliográfica con la etiqueta “superación personal”) han encontrado múltiples derivaciones en los soportes de la tecnología moderna. Prácticamente ya no hay, por ello, medio que no ofrezca cancha al discurso de la lucha y el éxito, de la mentalidad del “sí se puede” que tan hondo ha calado en el pensamiento actual. El facilismo de su “filosofía”, como sabemos, permite que sea accesible para cualquiera, pues en esencia todos estos rollos son atravesados por una idea eje: echarle ganas, muchas ganas para conseguir todo lo que cada uno apetece.

Si partimos de una mínima base de sensatez, el deseo de salir adelante no está mal. Lo nefasto no es esto, sino el tremendo y a veces despiadado individualismo que fomenta. Lejos de exaltar valores que hagan viable la convivencia de todos, la meritocracia se empeña tozudamente en aplaudir, por un lado, el triunfo de unos pocos sujetos ejemplares y, por el otro, en abominar de todo aquello que se ubique en el triste rango de los perdedores, de los losers, seres que a lo mucho merecen vivir como servidumbre o carne de penitenciaría.

Los mensajes de superación personal suelen ser edulcorados, blandos, muchas veces hasta lacrimógenos. Suelen alentarnos a alcanzar nuestras metas con casos de la vida real, con sujetos que de la nada, porque le echaron un montón de ganas, salieron adelante y ahora son verdaderos paradigmas de prosperidad. Lo que queda como sedimento es, siempre, la idea nada tierna de triunfar cueste lo que cueste, de brincar cualquier obstáculo para no quedar ensartados en la mediocridad que sólo calza bien a los conformistas.

Existen, además de los dulzones, mensajes de autoayuda no tan lánguidos. Están dirigidos sobre todo a los segmentos duros de la población, principalmente a los jóvenes, de ahí que lleguen por la vía de las redes sociales. Los más pesados incurren en el extremo de la inhumanidad, como los producidos en el mismísimo mundo del narco. Hace poco, por ejemplo, circuló sin freno por WhatsApp un video que asumía sin tapujos el sentimiento de pertenencia que decenas de enmascarados grabaron para dejar claro que son “gente del Mencho”. Una cámara avanza y todos, al lado de sus trocotas y armados con metralletas de alto poder, declaran su adscripción y el nombre del líder al que rinden cuentas. El mensaje no es inocuo: visto desde cierta madurez, parece adolescente, y precisamente por esto puede seducir al joven que no tiene nada y desea superarse, pertenecer a algo, aunque sea a eso.

Otro mensaje de reciente circulación es menos evidente en su lamentable postura. En apariencia es muy lindo y motivante, pero por debajo de las palabras se agazapa la podredumbre del individualismo: un joven negro (doce años a lo mucho) carga una pelota de básquet y habla muy enfáticamente sobre su idea del esfuerzo y la victoria final: “Nada viene fácil, en la vida tienes que trabajar…”. Hasta aquí, el joven dice una obviedad aceptable. Luego añade: “O eres el tiburón del océano, o eres el pez en el mar… yo quiero ser el tiburón, conseguirlo todo (aquí se da unos golpes en el desnudo pecho), ¡fuerza!, nada de debilidades, ¡poder, músculos!, debes tener esa mentalidad para poder llegar y dominar…”. Es un niño de barrio, un niño de color, pero su discurso en casi nada se diferencia del enunciado por cualquier supremacista estándar.

No está mal echarle ganas, pero ya el mundo se ha podrido por hacerlo sin ninguna solidaridad con el otro, sin una visión mínimamente comunitarista. En la aparentemente inofensiva autoayuda puede esconderse pues la peor barbarie, aguas.