¿Cómo
demonios metemos tanta mugre a la casa? Esta pregunta retórica me nació tras
concluir una mudanza que espero sea la última de mi vida, pues me costó sudor y
lágrimas, aunque afortunadamente no sangre. Dada la pandemia, decidí trasladar
todo sin pedir ningún socorro, salvo en el caso de tres libreros que demandaron
la competencia de dos amigos aptos para la estiba. Viví diez años en departamentos
pequeños y amueblados, así que en teoría mi traslado no pasaría de ser asunto
de dos o tres jornadas a buen ritmo. Crasa equivocación: pasé casi dos semanas
metido en el agobiante trajín de armar cajas con libros, papeles de trabajo,
enseres domésticos y ropa, todo lo cual comenzó a emerger de no sé dónde, como
convocado sólo para fastidiarme la existencia.
Mientras
evolucionaba la mudanza no pude no pensar en el consumo y la acumulación.
Cierto que me considero crítico y autocrítico del consumismo como enfermedad
emblema del sistema capitalista en el que vivimos, pero esto no significa que
me haya librado de su pegadizo influjo. Como cualquiera, yo también he
convertido al objeto en centro de veneración, y esto ha salido a relucir
durante mi traslado de una casa a otra. Lo peor es que, metidos como estamos en
el consumo, no lo advertimos, igual que el pez no advierte el agua en la que se
mueve.
Así
fue, pues, que durante varios días entablé una lucha sin cuartel, aún
inconclusa, contra la acumulación. Mientras iba embalando objetos tomé una
decisión similar a la que ejecutan los departamentos de control de calidad:
marcaría los objetos de desecho inmediato, los que quedaban “en veremos” y los
salvados definitivamente de la purga. Por supuesto, muchas veces dudé frente a
los objetos condenados a la eliminación directa: ¿me servirían en el futuro?
¿No representaban algo simbólicamente valioso para mí? Supongo que esos son los
autochantajes que perpetra la mente del acumulador, defender con uñas, alma y
dientes los objetos hacinados en su entorno, conservar hasta las botellas
desechables con argumentos que rayan en lo delirante.
Pero
procedí, creo, bien, con mano dura. Me hice a la idea de no tener piedad y
pagar con ese rito inquisitorial la culpa de haber reunido tantas cosas
innecesarias o, en el mejor de los casos, muy poco necesarias. Al final del
trance eliminatorio logré reunir, no sin asombro, varias bolsas negras que
fueron canalizadas ora a la basura, ora a quien quisiera conferirles alguna
utilidad, como en el caso de la ropa.
Alejado
ya de la juventud, quevedianamente escarmentado del sueño de la vida, sé a esta
hora que la lucha por vivir sin tanto lastre es muy difícil, pero hay que
darla. La ropa necesaria, los enseres domésticos básicos, dos o tres adornos
que a mi juicio supongan algún valor artístico y ya, con eso será suficiente.
El problema serán los libros, mis demasiados libros: con ellos la dificultad
para purgar será mayor, pero no imposible de ser realizada. Se convertirá en mi
prueba de fuego como acumulador, pero la encararé —como dicen en el dilema sin
salida— sí o sí.