Hace
treinta años, en 1990, publiqué mi primer libro individual. La historia de ese racimo
de cuentos se remonta a 1980 u 81, años en los que decidí —este verbo hay que
leerlo con reserva pues a los 16 años es difícil que uno decida claramente algo—
dedicarme a escribir. Estaba en la prepa, era un alumno muy inconstante, tanto
que cada semestre reprobaba al menos un par de materias que luego, no sé cómo,
lograba salvar en exámenes extraordinarios. Pero mientras mis estudios formales
avanzaban a los tumbos y mi vida se desplegaba en la esquina de la cuadra con
mis amigotes, en las noches ya leía libros que en nada se relacionaban con las
obligaciones. Recuerdo con vaguedad haber leído Los de abajo y Más cornadas
da el hambre (de Spota), títulos que llegaron a mis manos gracias a un motivo
que hasta la fecha desconozco, pues en mi entorno no había libros. Gracias a
esas primeras lecturas y otras no menos azarosas intuí que aquello me gustaba.
Fue así como pensé que podía dedicarme a la literatura.
La
prepa me torturó, cierto, pero gracias al via crucis supe lo que no quería
estudiar. En los cinco primeros semestres sufrí mucho, reprobé once materias,
fui un pésimo alumno, casi (o sin casi) un burro, pero en el sexto semestre,
cuando los estudiantes podíamos optar por la rama de humanidades y llevar sólo
materias de esta índole, destaqué y casi alcancé el diez de promedio. Lo mío,
si es que alguna vez hubo algo “mío” en el rubro educativo, eran las materias
humanísticas. Recuerdo el gran placer que me produjo la clase de Etimologías
grecolatinas, o lo mucho que disfruté Historia de México y Derecho. Fui feliz
en el último semestre de la prepa, así que cuando derivé en la carrera de
Comunicación, que en el Iscytac contaba con muchas materias de literatura en su
programa, mi desempeño fue el de un muy buen alumno, un alumno con promedio
siempre arriba del nueve.
A
mediados de la carrera, es decir, hacia 1984, ya había escrito algunos textos
de autoconsumo. Eran “poemas” (las comillas son imprescindibles en este caso) y
“cuentos” (ídem) de cuyo contenido no
quiero acordarme, aunque más que su contenido, era su forma, su ejecución, lo
que delataba mi verdor de aquellos años. Gracias a Saúl Rosales, quien era mi
maestro de literatura en el Iscytac, en 1984 publiqué algunos poemas y un par
de cuentos en el suplemento cultural de La
Opinión, lo que de cierta manera sirvió para que me creyera “escritor” y
así tener derecho a figurar en el grupo literario Botella al Mar formado por el
mismo Saúl (como quarterback),
Gilberto Prado Galán, Enrique Lomas y varios amigos más que con el tiempo se
sumaron al empeño de escribir en serio. Fue allí, en el seno de aquel grupo,
donde obtuve mayor información sobre los secretos del cuento como género
literario y donde compartí mis relatos más logrados. Nunca me sentí
particularmente hecho, seguro de mi trabajo. Al contrario: la sombra de la
insatisfacción jamás dejó de amagarme, y la terca no se ha ido.
Poco
a poco, cayendo y levantando, como dice la canción, escribí los diez cuentos
que constituyen El augurio de la lumbre.
Con él gané un premio nacional de narrativa joven en 1989 y fue publicado por
Felipe Garrido en 1990. Ya impreso, recuerdo que me arrepentí, pero aunque sea
un libro que no me agrada, sé que gracias a él seguí intentando hacer
literatura. Hasta hoy, treinta años luego.