El
diálogo permanente con Gerardo García, lagunero radicado desde hace dos décadas
en Estados Unidos, no tendrá este mes la conversación presencial de otros
diciembres, así que deberá ceñirse, como ha ocurrido ya durante nueve meses, a
las modalidades de estos tiempos: por Zoom y Whatsapp. Gerardo y Martha, su
esposa, tenían todo planeado para viajar a su tierra pero por prudencia
decidieron posponer la visita. Creo que hacen bien, pues nada hay más recomendable
en los corrientes días que mantener la calma y quedarse quieto si no es
imperativo salir de la covacha.
En
una conversación whatsappera de hace poco, Gerardo, fiel a su bibliomaniaca
costumbre, indagó sobre mis lecturas del momento. Le comenté que, como siempre,
ando fuera de novedad (soy enemigo juramentado de las modas), y que, entre
otros, leí Homero en Cuernavaca (FCE,
Tezontle, México, 1952), de Alfonso Reyes. Se trata de la primera edición, pero
como sucede con todos los títulos alfonsinos, hay muchas reimpresiones y reediciones
recientes. Es un libro pequeño, un bonsái de papel perfectamente puesto en pie.
Si en los proyectos grandes el regiomontano tenía la cabeza clara y las piezas jamás
se le reborujaban, en los proyectos de dimensiones chicas era capaz de proceder
como cirujano de hormigas.
Homero en Cuernavaca —vale
subrayar, de paso, la híbrida belleza de su título— contiene treinta sonetos,
todos relacionados con la lectura que hace Reyes a la Ilíada. Aunque de entrada puede parecer un tema que no se presta
para la sonrisa, el regiomontano logra en ellos la proeza de convertir la
relectura del clásico en una fiesta colmada de placer estético. Cada soneto es
una escultura de cristal, catorce versos a los que es imposible detectarles pifia.
Aquí
me detengo un poco. ¿Cómo logró Reyes alcanzar tal perfección? Según el
prólogo, uno de los más breves de su cuño, de dos párrafos apenas, se trata de
una especie de reescritura: “Los quince sonetos escritos entre septiembre y
noviembre de 1948, y generosamente acogidos por la revista Ábside (1949), aparecen hoy muy retocados. Al corregirlos
recientemente (abril y mayo de 1951), se me fueron ocurriendo los otros quince.
El orden en que los presento obedece a consideraciones muy largas de explicar y
hallo más fácil admitir que es caprichoso”. Saber qué tanto suprimió, añadió o
permutó sólo es posible con el cotejo de la revista mencionada, pero podemos
creer en lo que nos afirma: los sonetos “aparecen hoy muy retocados”. No
“retocados”, sino “muy”, y esto suena a cirugía profunda. A partir de aquí
desprendo otra pregunta: ¿qué tan válido es meter mano a la obra propia luego
de que ya fue publicada?
Cada
escritor tiene su parecer, y en mi caso soy de los que avalan la corrección
postlibro siempre y cuando sea cosmética, maquillaje de superficie, como quitar
algunos adjetivos o modificar la sintaxis de una frase. Dada la inconformidad
que todo escritor verdadero siente ante sus libros, al llegar una segunda o
tercera o cuarta oportunidad de publicarlo siempre reflota la idea de pasarle
el “chino”, palabra que en algunas partes de México designa al peine para sacar
piojos. Esta labor puede agudizarse, creo, cuando se corrige lo publicado en
revistas y periódicos, por eso Reyes trabajó a fondo con sus sonetos hasta lindar
con la reescritura.
En
suma, la obra literaria siempre es perfectible y por esto hay que publicarla,
para no pasarse la vida corrigiendo, como en algún otro lugar dijo el mismo autor
de Homero en Cuernavaca.