sábado, diciembre 19, 2020

Ferias 2020 sin encanto


 








Si bien no he sido, como Juan Villoro o Paco Taibo, habitué de todas las ferias del libro que en el mundo hay, tampoco me considero un relegado/renegado de esos espacios. Al año, movido por una mezcla de obligación laboral y vocación de lector, asisto en promedio a tres o cuatro ferias desde hace al menos dos décadas. En estos espacios encuentro lo mismo que muchas personas vinculadas con el medio editorial: presento libros propios y ajenos, compro libros, establezco contactos editoriales vinculados con mi chamba y, lo fundamental, reencuentro amigos que para bien y para mal andan en los mismos ilusos trotes. Las ferias siempre son, por ello, como el beisbol: una cajita de sorpresas, así que si uno es lector/escritor/editor más vale apersonarse en tantas como sea posible.

Creo que antes del 2000 participé en una o dos ferias, aquéllas que organizábamos para ver si prendía entre nosotros, los laguneros, el amor por el libro. Los resultados jamás fueron halagüeños, pero la lucha se la hacía. Gracias a esos primeros intentos me quedó la idea de que las ferias en México eran veinte localitos con libros y unas diez presentaciones/conferencias de escritores. Sin otro punto de comparación, en 2001 fui invitado por primera vez a la FIL Guadalajara. El país invitado fue Brasil, y recuerdo que para llegar tomé un vuelo de AeroCalifornia, línea caracterizada por la precariedad de su servicio, lo que incluía el alto riesgo de sufrir percances. Poco antes de llegar a la FIL ya me había creado en la imaginación un cuadro de lo que encontraría, pero me quedé corto, cortísimo. Mi primer día en la FIL fue epifánico. Era inmenso el local para contener lo que se movía allí dentro, una turba incesante de editores, libreros, periodistas, escritores, organizadores y, como suelen llamarlo, “público en general”, en este caso adultos, muchos adultos, y cientos, miles y miles de jóvenes y niños. De modo que esta bestialidad es una feria, pensé, y entonces perdí el candor y supe lo que significa la convocatoria del libro en todos sus géneros y formatos.

Gracias a que recién había publicado una novela en Planeta, los encargados de prensa dispusieron que participara en dos mesas. En una de ellas, con jóvenes escritores mexicanos (todavía lo éramos en 2001), me tocó figurar, entre otros, junto a David Toscana y Eduardo Antonio Parra, quienes en aquel momento ya tenían buen cartel, aunque por supuesto no el que alcanzarían poco después.

Luego de esa primera feria le cobré cierta adicción al fenómeno, y digamos que ir a Guadalajara se convirtió año tras año en rito de noviembre/diciembre, y aunque es cansado y caro, el peregrinaje nunca ha dejado también de ser interesante.

Otras ferias me han ocurrido en medio de cada FIL: Minería, Arteaga, Monterrey, Hermosillo, Tijuana, Xalapa, Buenos Aires, Durango, Pachuca, y en todas he sentido el placer de estar en algo que me concierne así haya asistido en la faceta de mero público. Por eso ahora, en este año infausto y de ferias digitales, no es lo mismo. El esfuerzo se pone, participé en un par mediante las herramientas de la virtualidad, pero francamente no resultan atractivas. Basta sentir lo que se siente en las ferias vía internet para concluir que Zoom, Meet y todo lo que quieran son apenas tristes paliativos, y al menos en el corto plazo las ferias virtuales no serán capaces de suplir a las otras, las que convocan sudorosos tumultos de carne y hueso en torno al libro.