Si
bien no he sido, como Juan Villoro o Paco Taibo, habitué de todas las ferias
del libro que en el mundo hay, tampoco me considero un relegado/renegado de
esos espacios. Al año, movido por una mezcla de obligación laboral y vocación
de lector, asisto en promedio a tres o cuatro ferias desde hace al menos dos
décadas. En estos espacios encuentro lo mismo que muchas personas vinculadas
con el medio editorial: presento libros propios y ajenos, compro libros,
establezco contactos editoriales vinculados con mi chamba y, lo fundamental,
reencuentro amigos que para bien y para mal andan en los mismos ilusos trotes.
Las ferias siempre son, por ello, como el beisbol: una cajita de sorpresas, así
que si uno es lector/escritor/editor más vale apersonarse en tantas como sea
posible.
Creo
que antes del 2000 participé en una o dos ferias, aquéllas que organizábamos
para ver si prendía entre nosotros, los laguneros, el amor por el libro. Los
resultados jamás fueron halagüeños, pero la lucha se la hacía. Gracias a esos
primeros intentos me quedó la idea de que las ferias en México eran veinte
localitos con libros y unas diez presentaciones/conferencias de escritores. Sin
otro punto de comparación, en 2001 fui invitado por primera vez a la FIL
Guadalajara. El país invitado fue Brasil, y recuerdo que para llegar tomé un
vuelo de AeroCalifornia, línea caracterizada por la precariedad de su servicio,
lo que incluía el alto riesgo de sufrir percances. Poco antes de llegar a la
FIL ya me había creado en la imaginación un cuadro de lo que encontraría, pero
me quedé corto, cortísimo. Mi primer día en la FIL fue epifánico. Era inmenso
el local para contener lo que se movía allí dentro, una turba incesante de editores,
libreros, periodistas, escritores, organizadores y, como suelen llamarlo, “público
en general”, en este caso adultos, muchos adultos, y cientos, miles y miles de
jóvenes y niños. De modo que esta bestialidad es una feria, pensé, y entonces
perdí el candor y supe lo que significa la convocatoria del libro en todos sus
géneros y formatos.
Gracias
a que recién había publicado una novela en Planeta, los encargados de prensa
dispusieron que participara en dos mesas. En una de ellas, con jóvenes
escritores mexicanos (todavía lo éramos en 2001), me tocó figurar, entre otros,
junto a David Toscana y Eduardo Antonio Parra, quienes en aquel momento ya
tenían buen cartel, aunque por supuesto no el que alcanzarían poco después.
Luego
de esa primera feria le cobré cierta adicción al fenómeno, y digamos que ir a
Guadalajara se convirtió año tras año en rito de noviembre/diciembre, y aunque es
cansado y caro, el peregrinaje nunca ha dejado también de ser interesante.
Otras
ferias me han ocurrido en medio de cada FIL: Minería, Arteaga, Monterrey,
Hermosillo, Tijuana, Xalapa, Buenos Aires, Durango, Pachuca, y en todas he
sentido el placer de estar en algo que me concierne así haya asistido en la
faceta de mero público. Por eso ahora, en este año infausto y de ferias
digitales, no es lo mismo. El esfuerzo se pone, participé en un par mediante
las herramientas de la virtualidad, pero francamente no resultan atractivas. Basta
sentir lo que se siente en las ferias vía internet para concluir que Zoom, Meet
y todo lo que quieran son apenas tristes paliativos, y al menos en el corto
plazo las ferias virtuales no serán capaces de suplir a las otras, las que
convocan sudorosos tumultos de carne y hueso en torno al libro.