sábado, abril 27, 2019

Sobre cines
















Una larga conversación con Miguel Báez Durán —acaso el escritor que más sabe sobre cine entre nosotros— me llevó a pasear por el recuerdo de las salas que me cupieron en suerte como buscador de películas en el entorno lagunero. Creo que Miguel llegó a la adolescencia cuando la mayoría de las salas eran vejestorios a punto de morir, y por diversas circunstancias tuvo, me refiero a Miguel, quien nació en 1975, pronto acceso a los sistemas de reproducción de video que en un tronar de dedos pasaron del Beta al VHS y luego al DVD, así que quizá no vio tanto cine in situ como mi generación y las anteriores a la mía.
Esa es la razón por la que al hablar de salas laguneras era previsible que yo averiguara más. La primera que recuerdo estaba a media cuadra de la casa gomezpalatina en la que viví hasta los trece años: el cine Elba. Tenía butacas de madera, como de antiguo andén ferroviario, y allí vi casi todo el cine mexicano de los cincuenta y sesenta. Son particularmente memorables para mí sus matinés. Por el precio de la entrada daban tres películas, así que allí vi toda la saga del Santo, ídolo superlativo de mi generación. En mi pubertad ya me alejaba algunas cuadras, hasta la plaza principal, donde disfruté de muchísimas funciones en el cine Palacio; en ese espacio ya predominaban las películas a color, y de ese espacio recuerdo sobre todo la afición indoblegable de los tarahumaras: sin falla, siempre había cinco o seis en la última fila, pegados a la pared del fondo, listos para ver las tandas de películas. A mediados o finales de los setenta fue inaugurado en Gómez el Continental 70, y fui a la premier: dieron La aventura del Poseidón, churro inolvidable. También por esa época estuvo de moda el Roma, en la avenida Madero, cercano a la actual presidencia.
Cuando mi familia cambió su residencia a Torreón, cambiaron mis cines: de los trece a los treinta años fui habitual del Comarca 2000, de la Sala 2001 y del Buñuel, los más modernos. También caí, cómo no, en el Laguna y el Variedades, ambos ubicados por el sórdido rumbo del mercado Alianza. Más acá, por la zona de la plaza de Armas, estaban el Princesa, el Modelo y el Nazas; hoy los dos primeros son estacionamientos y el tercero es el teatro más grande de la región. Un poco más al oriente estaban el Torreón y el Martínez; el primero es hoy, entre comillas, una esquina de la nueva presidencia municipal, y el segundo es, por suerte recuperado, nuestro más bello teatro. Por último, cargado al sur, por el rumbo de las vías, estaba el Dorado, cine que se convirtió en símbolo de la lujuria.
De eso no queda nada. No sé si de los cines actuales quedará algo en el futuro cercano.

miércoles, abril 24, 2019

Coplas de un payador



















Volver al arte querido es un hábito en el que me debato permanentemente. Me gusta la novedad, claro, descubrir aquí y allá nuevas bellezas, nuevos asombros, pero no puedo prescindir de ciertos goces duraderos, de esos que suelen acompañar a lo largo de la vida. Así como otros vuelven a The Doors o a Kerouac, así como otros regresan a Kurosawa o a Proust, yo vuelvo seguido a Yupanqui, y más particularmente a sus “Coplas del payador perseguido”, un largo poema expresado en secciones serenamente conversadas y en partes cantadas con reticencia, casi en voz baja, a la manera de los payadores.
Este poema de Roberto Chavero —nombre real de Yupanqui— narra la andanza de un cantor que va y viene por la geografía argentina y en todos lados ve con azoro penas y calamidades. La forma de cada estrofa es la “sextina”, y a la manera del clásico Martín Fierro, los octasílabos del payador yupanqueano proponen un recorrido en el que la realidad predominantemente cruel es introyectada por el cantor y convertida en reflexión sobre la vida y sus severidades.
Uno de los goces que reitero al escuchar estas coplas es el de comprobar que poco a poco he retenido, pese a la porosidad de mi memoria, sextinas completas y no pocos octasílabos sueltos en los que advierto alguna peculiaridad ética/estética mayor. Por ejemplo, en este par de estrofas seguidas donde el payador declara su condición, su origen y su desprecio a quienes no saben de la adversidad: “No sé si mi canto es lindo / o si saldrá medio triste; / nunca fui zorzal, ni existe / plumaje más ordinario. / Yo soy pájaro corsario / que no conoce alpiste. // Vuelo porque no me arrastro, / que el arrastrarse es la ruina; / anido en árbol de espina / lo mesmo que en cordilleras / sin escuchar las zonceras / del que vuela a lo gallina”. La sencillez del lenguaje y la plasticidad rústica de las imágenes embonan a la perfección. Asimismo, en una estrofa que aparece más adelante, Yupanqui pone en labios de su artista trashumante una virtud que para él era valiosa en todo creador: no creerse más que los demás, saber considerarse un trabajador más: “Si alguien me dice señor, / agradezco el homenaje; / mas soy gaucho entre gauchaje / y soy nada entre los sabios. / Y son pa’ mí los agravios / que le hagan al paisanaje”.
Aparece completo en Youtube. Me gustaría que les gustara igual que a mí.

sábado, abril 20, 2019

Ma




















El pasado 16 de abril, al caer la noche, murió Catalina Vargas Frausto, mi madre. Creo no equivocarme al afirmar que ella fue y será la persona que más me ha querido y que nunca nada será suficiente para retribuirle tal amor. Su partida me deja una extraña mezcla de tristeza y alegría. Tristeza porque uno siempre desea que las presencias de ese tamaño sean inagotables, eternas, y alegría porque en sus 88 años de vida gozó de espléndida salud. Fue una mujer justa, leal, generosa, amable, buena en suma. Sólo ingresó a los quirófanos para tener hijos, y comió lo que quiso, sin reparar en dietas o regímenes especiales, como señora de antes.
Esto significa que era un roble, que el trabajo jamás la arredró, y que si sus siete hijos y su esposo salieron adelante fue porque ella estaba allí, como mánager del equipo, como silencioso y comprensivo soporte de nuestras vidas. Yo la recuerdo siempre por su mirada, por los ojos verdes que me heredó: me veían como si yo fuera perfecto, como si no habitara en mí algún defecto. Muchas veces preguntaba por mi situación, y yo siempre, como un tonto, me quejaba de esto o de aquello, y ella me miraba y en su mirada yo veía una combinación hermosa de confianza y solidaridad, una mirada que indefectiblemente significaba “todo va a salir bien”. A veces se enojaba, claro, pero sus momentos de irritación eran breves, muy pasajeros. La mayor parte del tiempo lo transcurría callada, hacendosa, metódica en sus rutinas de madre.
Sé por ella y por el testimonio de sus parientes cercanos que comenzó a trabajar desde muy pequeña. En San Felipe, donde nació y vivió su infancia, tuvo un padre emprendedor, ambicioso hasta donde se podía ser en aquel tiempo, hábil para el comercio, ranchero de los de antes. Me madre, pese a su condición de mujer en un ámbito harto machista, le entró a la chamba sin temor a los rigores de las largas jornadas, de las cargas excesivas, de las desmañanadas diarias. Trabajaba con sus padres ya de niña, y fue a la primaria en su pueblo natal. Repitió tres veces cuarto año, pero no por incompetente, sino porque en ese tiempo no había allí maestros para los siguientes grados. Cuando ya se sabía todo el curso de cuarto año, abrieron quinto y sexto, y los hizo. Luego entró a la escuela comercial y “se recibió”, como decían, pero no ejerció. Volvió a trabajar en los negocios de mi abuelo y se casó algo grande para los estándares de la época, a los 29. Tuvo siete hijos. Nació el 31 de diciembre de 1930. Fue una “madre perfecta”, como escribió Whitman.

Nota. La foto que acompaña este post fue tomada por mi hija Ivana sin que yo me diera cuenta: son, claro, mi mano junto a las maravillosas manos de mi madre, esas manos en las que lo cotidiano se volvía mágico, como dice la canción del Carlos Carabajal, el Peteco, cantada aquí por la Negra Sosa.

miércoles, abril 17, 2019

Entre mezcales y gorditas




















Al cuarto para las doce me colé a un viaje colectivo cuyo itinerario era Durango capital y Nombre de Dios, pequeña ciudad del estado alacranero. El tour había sido organizado por el área de desarrollo educativo de la Ibero Torreón a cargo de Alma Rosa Ríos y Gerardo Carrillo, quienes de inmediato me dieron la bienvenida.
Desahogado el pendiente del desayuno, tocamos el primer punto turístico: la Hacienda Ferrería de las Flores, una hermosa casona construida en 1855 que tras pasar por varios dueños a lo largo de casi un siglo y medio fue adquirida hace poco por el gobierno de Durango. Sus habitaciones son ahora albergue de moblaje antiguo y salas de exposiciones; impresiona allí una cúpula en telaraña que además, creo, de frenar el agua de lluvia produce en los días soleados, como el que nos tocó, una atmósfera sombría, medio fantasmal. Se trata de un lugar ciertamente bello, aunque todavía siento algo incompleta su museografía. Terminada esa visita, pasamos al viejo oeste, un espacio creado por las autoridades de turismo para recordar que Durango fue sede de innumerables filmaciones del género western. John Wayne, máximo icono de la modalidad, trabajó muchas de sus cintas sobre sets montados en Durango, así que no está mal sacar raja turística a tan relevante pasado.
Tras descansar, al día siguiente fuimos a la mezcalera Cuero Viejo ubicada en Nombre de Dios. Fue una experiencia enriquecedora. Gracias a un joven experto mezcalero supimos del proceso que demanda esta bebida para llegar al paladar y luego al alma de sus consumidores. Primero nos habló sobre la búsqueda del agave silvestre para luego pasarlo al horno donde transcurre varias horas en cocción; de allí al molino de piedra que macera y saca los jugos, después a su fermentación y al final al destilado y al embotellamiento. En la degustación pudimos entender el sentido casi ritual que puede tener el consumo de mezcal, lo que a muchos nos movió a comprar botellas de diferentes tipos, incluidos los de licores afrutados.
Terminamos el recorrido con gorditas de Nombre de Dios, una verdadera delicia gourmet incluso para los paladares laguneros, que mucho sabemos de estos menesteres. Además, varios compramos conservas, como yo unos tornachiles güeros que de inmediato serán ejecutados en mis desayunos. En suma, un viaje espléndido, me atrevo a decir que inolvidable, tanto que algún día trataré de repetirlo, seguro.

sábado, abril 13, 2019

Menos puede ser más













Mucho se viene haciendo recientemente por el microrrelato latinoamericano. Nacido a tientas, sin categoría precisa, en el seno del Modernismo, esta forma breve es, como sabemos, el resultado literario de lo que otras artes como la escultura y la pintura expresaron mediante el despojamiento de elementos, restando más que sumando, como se puede apreciar en las esculturas de Brancusi y Moore o los cuadros de Mondrian, Klee o Tàpies lo que de alguna manera terminó siendo denominado “minimalismo”.
A diferencia del exuberante barroco, de la novela del siglo XIX y de tantas formas literarias en las que brilla el esplendor creativo pero también, a veces, nos molesta la innecesaria retórica, el texto corto amaneció con timidez en nuestras letras y poco a poco, siempre en la oscuridad, siempre como trabajo lateral de los grandes escritores, fue adquiriendo carta de ciudadanía hasta lograr lo que ahora es: un subgénero con innumerables cultores y ya buena cantidad de historias (historias en tanto trabajos que describen su pasado) y teorizaciones académicas.
Aunque todavía hoy, empero, una cantidad grande de lectores, de escritores y de críticos (como Javier Marías, por ejemplo) lo consideran nada, una mala broma, hay un sector importante de nuestras repúblicas literarias que lo admite y lo fomenta. En su asentamiento como forma legítima de la literatura tuvieron y tienen mucho que ver escritores importantes como Reyes, Borges, Torri, Arreola, Cortázar, Monterroso, Samperio, Garrido, Galeano, Raúl Brasca, Ana María Shua, Diego Muñoz, entre otros, e historiadores, compiladores y teóricos como David Lagmanovich, Lauro Zavala, Raúl Brasca, Javier Perucho, Violeta Rojo, Juan Armando Epple, Graciela Tomassini, Fernando Valls, también entre otros. Todos ellos, sin plan previo aunque estimulados por el fenómeno de ese emergente minimalismo, aportaron por variados medios microficciones o estudios sobre la microficción que han permitido abrir cancha al género tanto en la prensa y el libro como en las aulas y los congresos.
En lo personal, debo mucho a tres de los mencionados: Arreola y Monterroso como creadores y Lagmanovich como historiador y teórico. Gracias a ellos, puedo decirlo así, me enganché en este género y hasta la fecha lo leo y trato de practicarlo aunque sea sin disciplina, sin búsqueda deliberada, sólo cuando llama a la puerta.

miércoles, abril 10, 2019

La Cloaca y el "Supercamarón M"*
























En Cabezas de tormenta, obra de Christian Ferrer, este sociólogo argentino describe la andanza de un tal Orllie Antoine de Tounens, hidalgo arruinado y tenaz que en el siglo XIX intentó fundar su reino en la Patagonia, por supuesto sin éxito. En El vuelo, reportaje de Horacio Vertbisky —acaso el mejor periodista argentino de la actualidad—, el hoy director del portal El Cohete a la Luna es abordado por un tipo en el subte: se trata de Adolfo Francisco Scilingo, exmilitar, quien pide una entrevista a Vertbisky para narrar un recuerdo que decora sus pesadillas: él participó en los vuelos de la muerte perpetrados por la dictadura entre 1976 y 1983; el relato aturde, pues uno imagina a los prisioneros sedados y arrojados vivos a las entrañas del océano. En Santa Evita, Tomás Eloy Martínez cuenta en clave casi surrealista el periplo desmesurado y cierto y grotesco del cadáver de Eva Duarte, aventura que es suma y espejo de la necrofilia argentina. Por último, en la prensa de este momento (abril de 2019) continúa la turbia saga de un fiscal llamado Carlos Stornelli al que le acercaron unos cuadernos con el relato pormenorizado de los negocios entre los gobiernos de la era K y empresarios de la construcción, todo con el leve agravante de que no hay pericias caligráficas y los cuadernos “originales” fueron quemados por su presunto y jamás confirmado autor, un chofer de apellido Centeno; luego, a propósito de lo anterior, se descubrió una trama en la que un espía parlanchín, valga la paradoja, llamado Marcelo D’Alessio, en asociación con el mencionado fiscal y un “periodista” llamado Daniel Santoro, extorsiona y aprieta por plata a empresarios con la amenaza de meterlos, si no aflojan el dinero, en los mencionados cuadernos que en los hechos son sólo fotocopias. Con estos cuatro ejemplos quiero apenas insinuar que la realidad argentina tiene mucho de delirante, tanto que da para que cualquier historia, por atroz o insólita que parezca, se guise sola en el fuego de los acontecimientos diarios. La novela que hoy presentamos se ciñe a tal esfera: es alucinante, pero temo que si uno rasca en aquella realidad podrá advertir que aún lo más jalado de los pelos fue o puede ser cierto, como pasa con el aquí mencionado Juan Baigorri, “inventor” de la máquina para hacer llover.
Hecha la advertencia, entro a la novela. La infancia/adolescencia es uno de los mejores relatos que un escritor puede contar. Esto se debe a que en el fondo, ya instalada en el recuerdo, tal etapa de la vida siempre renace con una pátina de misterio, como película en tono sepia. Ahora bien, suele no ser idílica, sino lo contrario: traumática, convulsa, desconcertante, casi un laberinto del que sólo es posible salir, entre comillas, gracias al tiempo. Cuando uno ha pasado la infancia y la adolescencia ya es muy tarde para enderezar la plana, y al adulto no le queda más opción que padecer recuerdos y edulcorarlos/sobrevivirlos como se pueda. En La Cloaca (novela ganadora del premio Sergio Galindo 2018) del escritor argentino Guillermo Ferreyro, nos topamos con la vida de un personaje que en primera persona nos convida una experiencia pasmosa.
La Cloaca es un salto al pasado del personaje narrador, quien en principio nos informa sobre su vida cercana a una cloaca del arroyo Maldonado y del “campito”, una especie de deshuesadero del Ferricarril del Oeste. Las aventuras con sus amigos se dan sobre todo en el drenaje del Maldonado, espacio que les permite husmear el peligro y compartir los primeros aprendizajes del riesgo y del sexo; pese a la normalidad que implican esas andanzas barriales, su juventud es acribillada por el ninguneo: sus amigos lo hacen menos y sus padres apenas sí lo consideran parte de la familia. Desde pequeño, pues, aprende que él es nadie o casi nadie, y que el mundo de los adultos le está vedado.
Dos terceras partes de la novela se desarrollan en el entorno de la cloaca, en un barrio que araña apenas lo clasemediero y particularmente en su casa, donde vive con una madre agobiada por el aburrimiento y un padre ausente, viajero y afectivamente distanciado. En ese espacio comienza el relato (por la alusión a la muerte de Perón suponemos que este arranque se ubica en julio de 1974) y el narrador allí avanza entre sobresaltos domésticos y la rutina de las escapadas a la cloaca. Cierto espacio de la casa le está prohibido: se trata de la habitación en la que su padre almacena objetos secretos, sin aparente conexión. El adolescente consigue un duplicado de la llave y ante las ausencias de sus padres logra inspeccionar el habitáculo. Lo más llamativo son los frascos en los que su padre guarda animales extraños en agua descompuesta u otros líquidos. 
El reducto tiene una mirilla de observación por donde escudriña buena parte de las actividades de su madre, algunas de ellas imborrables. Poco a poco, la tremenda disfuncionalidad de la familia termina por estallar, y su madre se fuga con un amante que al mismo tiempo es amigo cercano de su esposo. Esto ocurre cuando el narrador logra zafar de la “colimba” (servicio militar) por “ineptitud para todo servicio”, lo que termina por desalentar a su padre, quien ya lo imaginaba haciéndose hombrecito como combatiente en las Malvinas.
Cuando creemos que el relato ha quedado estancado el círculo viciado de lo familiar, hay un giro repentino en la trama. Gracias a un diario de su padre escondido en el cuarto cerrado, advierte que se dedica a la experimentación con camarones. Poco a poco, ayudado involuntariamente por Agustina (amiga de su madre y cocinera) adquiere habilidades de chef, toma cursos y es allí cuando decide pegar el gran salto a la historia, reivindicarse: la guerra contra los británicos ha pasado y él, que la eludió con vergüenza, decide un vendetta, sacarse la espina, ser alguien con el objetivo de provocar orgullo en su padre. Se embarca en la cocina de un carguero ruso y poco a poco, como opera Jean Batiste Grenuille con los perfumes, manipula el alimento de la tripulación para conseguir determinados efectos de comportamiento. 
El proyecto lo lleva a Inglaterra, país al que piensa lastimar mediante un método que pasa por la gastronomía, los huevecillos de una criatura llamada “Supercamarón M” y la defecación de quienes insuman sus platillos. El ritmo de estas peripecias es delirante, disparatado en su propósito y contado con permanente humor negro. He aquí, exactamente, una de las mayores virtudes de La Cloaca: su ritmo frenético. La prosa de Ferreyro se desliza con frases cortas, directas, y la abundancia de diálogos es siempre manejada sin advertencias tipográficas que los delaten, de suerte que todo fluye como parte de un discurso hablado, más que escrito, lo que sumado a la brevedad de cada capítulo termina por hacer del largo relato una especie de bólido narrativo.
Guillermo Ferreyro ha configurado esta historia en tres momentos precisos: la parte —amplia— que corresponde al aprendizaje infantil/juvenil del narrador; el segmento en el que viaja y emprende la venganza que lo hará, según sus cálculos, visible ante su padre, y el regreso correspondiente al desenlace. La Cloaca es, por todo, una historia digna del premio Sergio Galindo. Ojalá que libros como este sigan agrandando en calidad y cantidad el valioso catálogo de la Universidad Veracruzana.

*La Cloaca, Guillermo Ferreyro, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2019, 335 pp. Comentario leído en 7 de abril de 2019 en la Feria del Libro Universitario organizado en Xalapa, Veracruz, México, por la Universidad Veracruzana. Participamos Marco Tulio Aguilera Garramuño, el autor y yo.

sábado, abril 06, 2019

La generación Igualy













Además del caló y del argot, existen otros modos suburbiales de expresión verbal. En el primero —el caló— se incluyen aquellas voces propias de un grupo, de un barrio, de una comunidad que a veces puede ser una nación. “Chido”, “cantón”, “varo”, “guachar”, “cuico”, “chafa” son vocablos que casi en todo México podemos traducir, respectivamente, como “bonito”, “casa”, “peso”, “mirar”, “policía”, “de mala calidad”. Con respecto del argot el uso está más restringido, pues nos referimos en este caso al habla propia de un gremio; así, los abogados saben muy bien qué es una “chicanada”, los carpinteros se entienden cuando afirman que una tabla debe quedar “a paño”, los soldadores saben qué quiere decir “tirar unos cacahuates” y los músicos no se confunden cuando se trata de “aventarse una hueseada”.
En una zona indefinible del habla coloquial se encuentran las que me atreveré a llamar “expresiones rémora”. Se trata en este caso de frases, palabras, locuciones adverbiales y demás que se van transformando en clichés de uso pasajero, aunque a veces duran varios años adheridos a la lengua de los usuarios y a mi juicio esconden, tras su aparente elegancia, una lamentable carencia de armas retóricas.
Cito tres casos. La locución adverbial “de hecho” es hoy empleada indiscriminada y burdamente por los jóvenes. Hace tiempo conversé con un muchacho que en tres minutos encajó cinco “de hechos” en sus tambaleantes oraciones. Aquello se oyó más o menos así:
—¿Cómo te ha ido? —le pregunté.
—De hecho bien.
—¿Vas a comer en este restaurant?
—De hecho. ¿Y usted, profe?
La televisión puso de moda entre los mexicanos la frase “para nada”. En vez de negar con un sencillo “no”, los elegantes fallidos siempre dicen “para nada”, como aquí:
—¿Tienes 25 años, verdad?
—Para nada, tengo 23.
Pero la más espantosa expresión rémora que conozco —en los años recientes se ha puesto de moda en todas partes— es “igualy” (léase así, pegada, y si es posible hay que meterle prosodia de niña fresa). Haga el lector el experimento y cuente cuántas veces, durante diez minutos, dice “igual y” un elegante fallido. Aseguro que, por lo menos, cinco.
—Te va a dejar el camión.
—No, igual y sí lo alcanzo.
—Se me hace que no, son ya las nueve.
—No importa, igual y me voy en taxi.
Lástima que falte espacio para seguir con este monstruoso diálogo. Pero igual y lo retomo en otra ocasión. “Literal”.

miércoles, abril 03, 2019

Cien nomádicas apariciones




















Creo que supe de Nomádica desde su aparición. Un ejemplar, el primero, cayó en mis manos y como siempre pasa en estos casos pensé en sus posibilidades de vida: durará poco, lamentablemente. Pensé eso porque en general la vida de las revistas suele ser muy corta. Cuántas no aparecen con ímpetu de gran acontecimiento editorial y se disuelven al primer hervor, casi como si no hubieran nacido. Les pasa lo que decía Max Rivera sobre ciertas películas: “Tienen salida de pura sangre, pero llegada de burro”. Pasados los primeros meses, seguí viendo Nomádica en puestos de periódicos, seguí leyéndola, y no puedo no confesar que me asombró por tres razones muy evidentes: porque había sobrevivido a su primera infancia (la etapa más difícil), porque en cada número mejoraba su calidad en forma y contenido, y porque su extraña temática comenzaba a parecer de ingente interés para cierto tipo de lectores.
Fue pasadito el número veinte, si no me engaña la memoria, cuando un encuentro fortuito con Monsi nos llevó a decidir mi colaboración. Recuerdo haber felicitado al copiloto de Héctor Esparza, también amigo mío, y allí, sin más, acordamos una primera colaboración. La verdad fue un espacio que me gustó desde que los repasé por primera vez, aunque en sus páginas me sentía siempre un tanto intruso, pues yo vengo y me muevo más en lo literario, en lo estrictamente cultural, y estar ahora aquí, entre científicos, antropólogos, ambientalistas y otros expertos me resultó por lo menos extraño. Como pude, recurrí a mi bagaje —a mi “vagaje” callejero— y de allí fueron saliendo textos relacionados sobre todo con mi experiencia directa como habitante del planeta. Reflexioné de todo lo que vemos a diario: la basura, el uso indiscriminado de plásticos, el descuido de nuestra flora, el conflicto permanente con el agua, los peligros de la tecnología obsoleta, el maltrato a los animales, en fin, lo que cualquiera piensa y la mayor parte de las veces no aterriza en el papel, sino en la conversación de sobremesa.
Dije —insinué— aquí arriba que Nomádica es una revista algo extraña en nuestra región; la mayoría de las que conocemos y han sobrevivido largo tiempo se relacionan temáticamente con la política, los deportes o las notas rosas llamadas “de sociales”. Por ello, ¿qué destino le esperaba a una publicación como Nomádica? ¿Eran viables sus temas en un mercado habitualmente lejano del conocimiento científico e histórico? ¿Llamarían la atención sus reportajes sobre nuestras zonas de interés? ¿Habría lectores para sus artículos sin grilla ni frivolidades del jet set regional? Con dificultades, casi heroicamente, esta revista fue demostrando poco a poco que se trataba de un proyecto viable, que, así fuera pequeño, había del otro lado un público lector sensible a los contenidos vinculados con nuestros hermosos y casi inexplorados parajes naturales, con nuestras costumbres de vida cotidiana, con nuestro pasado remoto y cercano. Nomádica ha seguido en pie por eso: porque ha encontrado a sus lectores y porque algunas instituciones públicas y privadas han confiado en ella para difundir sus logros de gobierno y sus servicios.
En resumen, no me queda más que sentir alegría con el arribo a este número cien. Para Héctor, Monsi y todo su equipo de asistentes y colaboradores, un abrazo espeso de admiración y respeto. Larga vida a Nomádica: que vengan otros cien.